Escribir la palabra amor siempre hace temblar el suelo bajo nuestros pies, especialmente, ese suelo que hemos dejado olvidado bajo la alfombra, un suelo de barniz distinto, textura distinta. Un suelo con otra piel a pesar de estar en el mismo cuerpo. Geografía de lo cotidiano que, como los anillos de crecimiento de un árbol, nos señala hacia las edades de una vida, cuando a esta la pensamos desde los afectos perdidos. El abrazo que dejamos caer justo cuando más se necesitaba; el beso que, ahora, jamás llegará a los labios deseados; la mano que buscó entrelazarse, la caricia sobre el rostro de quien ya no está.
Y, así, esa suerte de país de los afectos perdidos crece al mismo ritmo que la producción de producciones en este acontecer tan proclive al desquicie. La cuestión no está en la acumulación de afectos perdidos, la cuestión está en qué sucede en nosotros ante tanta pérdida y tan poco espacio para el misterio del amor. Porque, a pesar de la encrucijada en la que se ha convertido este presente para las relaciones entre personas, nosotros, los humanos, necesitamos del amor y del amar para vivir.
Escribir sobre amor es, al mismo tiempo, un misterio. Sufjan Stevens lo cantó, Luca Guadagnino lo hizo película y André Aciman hizo la parte más importante. Escribir sobre amor es mirar a los ojos de la vida sabiendo que la vida nos hará caer desde bien alto. Que nos hará trizas. Pero habrá sido vida. Habrá sido. Escribir sobre amor, en tiempos de tinderización de las relaciones, de saldos y simulacros, es audacia frente a esas anomalías de nuestro propio tiempo. Y la cuestión tampoco va de saldos ni de simulacros, la cuestión va sobre los motivos por los que hemos decidido que la única persona por la que nos partiríamos la cara somos nosotros mismos, mientras el resto es considerado, en un claro homenaje a la convivencia aristotélica, esclavo o animal.
En ‘Los besos’, Manuel Vilas, posiblemente uno de los escritores que mejor esté pensando el amor más convencional en clave narrativa, escribe una frase que mide muy bien la musculatura de este presente: "Para eso venimos al mundo, para enamorarnos hasta morir de locura. Aunque nunca es así, nos morimos de otras cosas, pero no de amor". Así es. Ya nadie muere de amor. Nadie tiene la osadía para ello, la tranquilidad necesaria o, simplemente, la monogamia.
Morir de amor, morir por amor, es una frase propia del siglo XX, de vieja escuela, quizá, de último romántico, pero hubo un tiempo en el que morir de amor dotaba de sentido a un intervalo de nuestras vidas. Quien la pronunciaba sabía que era un imposible, pero al verbalizarla se sabía que el orden de un mundo muy concreto se le estaba regalando al otro, al rostro que te observa mientras se dice y nombra.
Otra escritora, la sevillana Silvia Hidalgo, ganadora del premio Tusquets en su edición 2023, por ‘Nada que decir’, levanta una historia a cuya complejidad sólo llegaremos si la pensamos desde las dimensiones y coordenadas de una sociedad que ha decidido instalar a buena parte de sus habitantes en la intemperie afectiva y económica, personas medidas por asimetrías de poder y herencias emocionales que venían sin instrucciones ni hoja de ruta. Vulnerabilidad a saco y en vena que describe con una prosa medida y cuidada.
Ese tocar hueso en el que nos encontramos le permite desarrollar a Hidalgo una novela que, dividida en dos partes, disecciona el dolor y el daño que inferimos y nos infieren cuando dejamos que la animalidad sustituya al peso de nuestra existencia, esa suerte de todo vale en el que estamos instalados. Sería interesante que quienes vayan a escribir sobre esta obra no se queden en la célebre frase – ese one hit wonder- "es una escritora que hace una radiografía sobre la vida de una mujer contemporánea".
Podría ser peor y añadir "en la edad adulta". Edad adulta. ¿De quién? Hidalgo se ha marcado una novela mayúscula sobre el daño que nos estamos haciendo unos a otros, sobre la calidad y la cualidad de lo despiadado en este ahora de pantallas y fotopollas. La intemperie nunca debe ser una opción y Silvia Hidalgo ha escrito, con vocación de alto vuelto, sobre lo que implica no poder ni saber elegir.