"No se puede entender que tengas gratis en el móvil una IA que ha costado millones: el producto eres tú"
A título personal | José Antonio Trujillo, médico humanista y autor del libro Guía básica de Inteligencia Médica Artificial.
4 febrero, 2024 05:00Noticias relacionadas
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En la carta de presentación de José Antonio Trujillo aparece escrito que es médico de familia especializado en cirugía digestiva. Lo que este pedazo de papel no cuenta es que también es padre de dos hijos, un buscador incansable del conocimiento desde que descubrió el humanismo en su etapa universitaria, un conversador nato y, como culmen de todo ello, un hombre del renacimiento nacido en el siglo XX.
Le delatan la pluma y la libreta Moleskine que esta mañana de enero lleva guardadas en el bolsillo de su bata. Estas tres piezas (uniforme y herramientas) conforman una suerte de tridente que consolida su posición ante el mundo: la de una persona que pone al ser humano en el centro de todas las decisiones.
Por eso el discurso de Trujillo es diferente al del resto de doctores. Su manera de entender la ciencia permite situar al alma de las personas como trasfondo de todo debate social. Y moral. Por eso ha escrito Guía básica de Inteligencia Médica Artificial, para tratar de equiparar la filosofía a los ritmos casi inalcanzables a los que avanza la tecnología.
En esta entrevista con EL ESPAÑOL de Málaga, este 'malagueño' de La Carolina (Jaén) reflexiona sobre el poder de las grandes compañías que dominan el ecosistema digital, los riesgos a los que se enfrenta una ciudad que ve desdibujado su trazo localista por el boom internacional, el universalismo andaluz y la vida fuera de las pantallas como acto revolucionario.
Es habitual leer en distintas plataformas sus reflexiones en torno a la medicina y al humanismo, pero ahora, se adentra en un campo que a priori puede parecer desligado: la tecnología.
El desarrollo tecnológico está directamente ligado al humanismo, aunque haya mucha gente que no lo crea. Esta corriente es el gran regalo de la sociedad occidental a la humanidad porque nunca antes se había puesto al hombre en el centro. Ni China, ni Egipto… Ninguna. ¿Qué tiene de especial este movimiento? Que tiene en cuenta a todo hombre y a cualquier hombre, con especial énfasis en ambos matices. Si uno se pone a pensarlo, es un concepto revolucionario porque con anterioridad no se había implementado esa idea en torno a la igualdad, el respeto y la dignidad, tres ideas que van adheridas a la condición de existir.
Hagamos una breve reseña histórica
El humanismo se pudo dar debido al interés en el conocimiento (Grecia), las normas (Roma con el Derecho Romano) y la ayuda al débil (caridad cristiana). Cuando llegó el Renacimiento, desarrolló estos términos a todos los niveles y hasta su máximo exponente. Lo podemos ver desde un punto de vista social, buscando la igualdad del ciudadano y la libertad individual, o también desde el punto de vista de la separación de la iglesia del Estado.
El paso del tiempo demuestra que hay una preocupación constante por poner al ser humano en el epicentro de la existencia. Sin embargo, todos estos conceptos los vemos exaltados de manera especial en la frontera de la edad moderna y la edad contemporánea. Aquí hay fundamentos de Diderot, Rousseau o la propia Revolución.
Es que el hombre es el motivo que nos mueve a reflexionar. El estudio de la geología no cambia a la civilización como tampoco lo hace el ecologismo por sí mismo, sino a raíz de entender la manera que tiene el hombre de interactuar con su entorno natural. Es decir, lo que priman son los intereses de la persona. Esta misma lógica se puede ver con la tecnología, que es fruto de un proceso que busca facilitar la vida social a través de los instrumentos. El problema es que algunos dibujan futuros distópicos en los que la tecnología se va a apoderar de la sociedad, algo que no es real; se trata de un escenario que nunca va a producirse.
Es como aquello que plantea Langdon Winner en contraposición del determinismo tecnológico tradicional, que asocia la tecnología a la neutralidad.
Exacto. Hay una finalidad utilitaria, no finalista. Nadie crea máquinas como un fin en sí mismo. Las relaciones que se establecen son personas-robots, y no robots-robots. Es cierto que el cine y la literatura sí que ha recurrido a eso, pero es algo que no se va a dar.
Como médico de familia ahora especializado en cirugía digestiva, ¿cómo interactúa su profesión con su orientación filosófica?
El humanismo genera dos obligaciones clave: la primera, ser competente en la parte científica de la medicina, obligándome a estar al día de las innovaciones que se van produciendo para poder hacer bien mi trabajo; la segunda, tratar a todo paciente y cualquier paciente con la dignidad que cualquiera se merece.
Este inciso que hace quiere decir que no todo el mundo cumple con ambos principios.
Exacto. Hay una corriente que dice que todos los médicos son humanistas por definición, pero es falso. Eso lo notan los pacientes, ya que un doctor inmerso en esta corriente no va a tratar a un sujeto como un caso, sino como lo que es, una persona que tiene enfermedades.
¿Pero eso no supone un desgaste emocional al verse obligado a empatizar con su realidad?
El médico humanista vive este fenómeno como una herencia, pero también como una exigencia y una obligación de compartirlo y difundirlo. Nuestra condición de hombre no es solo fisiológica, sino que hay una parte que trasciende lo biológico. Este hecho se puede explicar desde una perspectiva religiosa. En el caso de la fe que yo practico, que es la católica, te ayuda a encontrar sentido. Resulta complicado de explicar porque el hecho de creer no hace que el dolor desaparezca, pero sí que ayuda a encarrilar la enfermedad de tu vida. Sin embargo, esto mismo también es posible hacerlo desde el ateísmo.
A mí me gusta definir la medicina humanista como la medicina con alma, elevando así la propia categoría de la persona y no solo centrándola en condicionantes biológicos. Uno puede estar perfecto físicamente, pero mal por dentro.
La dignidad del hombre estaba asociada tradicionalmente a la condición de ser creado por Dios. De alguna manera, esto cambia con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución francesa.
Hay una dignidad ontológica, que está vinculada a la experiencia de ser. Pero también hay una dignidad que uno va acrecentando a través del ejercicio de la virtud. Por aterrizar esto en un ejemplo: el terrorista tiene la misma dignidad, de inicio, que la víctima; sin embargo, la víctima ha tenido la posibilidad de acrecentar su dignidad y el terrorista no. Cuando los médicos tratamos a una persona, no lo hacemos por el hecho moral realizado por esa persona.
¿En qué momento asumió su vinculación con el humanismo científico?
Nací en un pueblo de Jaén llamado La Carolina. Soy el pequeño de cuatro hermanos y mi padre, aunque no tuvo estudios universitarios, siempre nos facilitó hacer una carrera. De esa forma nos inculcó el interés por el conocimiento y la lectura. Él también era católico, muy piadoso con el que sufre y con el desfavorecido, por lo que nos enseñó que aquel que lo pasa mal no nos puede resultar independiente.
Tuve la suerte de estudiar en Navarra y allí descubrí el mar infinito del humanismo y sus ideas claves para ser un buen profesional. La experiencia que viví me recuerda a la parábola de los talentos, en la que los bienes de uno crecen conforme los compartes. Es algo que podemos ver, por ejemplo, en las campañas de solidaridad, en las que aquel que más recibe es el que más da. Un círculo virtuoso.
Esta búsqueda del conocimiento es la que nos lleva hasta su libro, Guía básica de Inteligencia Médica Artificial. ¿Por qué decidió investigar sobre ello?
Hay un interés por estar al tanto de las corrientes que se están manejando en el presente. Pero sobre todo por no entrar en la dicotomía tecnología-hombre, que es un falso dilema. La tesis en la que me baso es que la tecnología va a una velocidad grandísima, pero el replanteamiento ético sobre la utilización de la misma, concretamente en el caso de la inteligencia artificial, va por detrás. Necesitamos hacer un esfuerzo para armarnos de un conocimiento científico, ético y legal sobre sus consecuencias, o de lo contrario podemos ser arrollados.
Previamente a la bioética no existía más que el juramento hipocrático. Sin embargo, esta rama filosófica llega a mitad del siglo XX, justamente cuando el hombre consigue adquirir los conocimientos necesarios para manipular a las personas al inicio y al final de la vida. Es decir, con la modificación de embriones o la propia eutanasia. Ese desfase temporal entre ambos movimientos fue el que obligó a desarrollar esta nueva rama de la filosofía centrada en las reflexiones en torno a la biología. De hecho, gracias a la reprobación de la comunidad científica y la imposición de ciertos límites hemos impedido que el caso de la oveja Dolly se acabe llevando a los humanos.
¿Por qué hasta entre los ateos hay un rechazo a la idea de jugar a ser Dios?
Porque llevamos a nuestras espaldas el peso de una trayectoria histórica. En el siglo XX vivimos unas ideologías totalitarias que cuando ejercían su poder eran capaces de traspasar todas las líneas rojas. Cuando uno tiene el imperio de la fuerza y lo ejercita, puede hacer desaparecer a las propias personas. Por eso surge esa conciencia crítica de la humanidad que dice que, aunque se puedan conseguir determinadas cosas, no han de aceptarse per sé. Establecemos un dique independiente de las creencias.
Justamente una de las patas de los juicios de Nuremberg: las vistas a los médicos del nazismo.
Lo que pudo ver la sociedad fue cómo se despojó de la dignidad al ser humano y lo convirtió en material de laboratorio.
Con este libro, de alguna forma, se da respuesta a las incógnitas que se viven en un proceso de revolución industrial.
Es que la inteligencia artificial será humanista o no será. Hay gente que opina de manera distinta, pero yo lo veo así. Es decir, hay una fascinación por la tecnología, pero no sobre las reflexiones de qué va a implicar este cambio a la población. En la guía, lo que hago es definir las bases iniciales en las que se está desarrollando este fenómeno para armarlo legalmente y éticamente. El propósito principal es no convertir a las personas en personas data ni en algoritmos.
¿Existe ese riesgo?
Claro. Si nosotros no regulamos lo que ocurre, las empresas se van a desarrollar al máximo. Aquí entra en escena una situación interesante, como es la lucha por que se nos reconozcan los derechos digitales ante la cantidad de información personal que hay en internet. Nadie puede entender que tú puedas tener en tu móvil, de manera gratuita, una inteligencia artificial que ha costado miles de millones de dólares desarrollarla. Gratis. ¿Por qué? Porque al final el producto eres tú, como ocurre con las redes sociales. Antes era chulísimo, un divertimento, porque no se movía en el marco del dinero. Pero cuando esta idea se transforma, la cosa cambia y adquiere otro discurso hasta convertirnos en datos.
Ocupamos el eslabón débil de la cadena. ¿Hay algo que hacer frente a este imperio digital?
Nuestras posibilidades contra las plataformas están disminuidas porque tienen un poder por encima de los mismos estados democráticos. Por eso hace falta crear un marco legislativo en el que se permita la revolución tecnológica pero no a cualquier precio. Hemos visto cómo las redes sociales han modificado el estado de opinión en procesos como el Brexit o las elecciones de Estados Unidos. Si esto ha pasado ya, cuidado con lo que se puede lograr con la inteligencia artificial. No podemos ser tan ingenuos de pensar que estamos disfrutando de herramientas de muchos miles de millones por nuestra cara bonita.
No es un fenómeno nuevo; los algoritmos ya se han usado, se me ocurre, para trazar perfiles de personas propensas a sufrir un suicidio, por poner un ejemplo de su ámbito.
Claro. Pero en este caso podemos extrapolarlo a las recomendaciones publicitarias, de gustos o incluso vendiendo nuestros datos. La vida digital era importante antes de la Covid-19, pero después de la Covid-19 ha aumentado esa trascendencia. ¿Por qué? Porque nosotros nos tuvimos que aislar socialmente y nuestras relaciones empezaron a desarrollarse a través de plataformas tecnológicas. Estas entidades se fortalecen y ven cómo la vida digital crece exponencialmente, dejando de lado la vida real. A día de hoy, reivindicar mi existencia fuera de las plataformas tecnológicas es un acto revolucionario y que reivindico.
Es decir, tenemos que disfrutar de los libros por lo que dicen y no por el resumen que nos dé chat GPT; tenemos que disfrutar de los conciertos sin necesidad de estar grabando cada canción; de las conversaciones, de los juegos…
Es que hay una idea asentada de que aquello que no se comparte no existe.
Ese es justamente el interés de la plataforma.
¿Cómo nos despojamos de algo que nos acompaña desde el nacimiento?
Redescubriendo que las relaciones de calidad son personales y que lo relevante de la vida no se juega en las redes sociales. Hasta que uno no se da cuenta de que exponer su vida y su intimidad tiene unas consecuencias gravísimas, no va a apreciar lo importante que supone tener un entorno digitalmente seguro. Lo laboral va a ir hacia lo virtual, pero no así lo personal.
Yo tengo dos hijos: uno de 20, que estudia Periodismo, y otro de 12; ambos son auténticos nativos digitales. Sin embargo, han comprobado ahora, a raíz del fallecimiento de mi suegro en Navidad, que las verdaderas relaciones de calidad eran las que su abuelo tenía con ellos. Compartir el dolor, enfrentarse con dignidad a situaciones difíciles… Todo eso ha hecho que vivan la realidad de la vida de una forma distinta. Se trata de una experiencia que les ha marcado para siempre.
¿De qué manera está afectado el boom tecnológico al desarrollo de la ciudad?
Es un cambio integral. Otras zonas similares que ya han experimentado este crecimiento están muriendo de éxito. Uno se va haciendo más universal y va convocando a personas que no tienen el mismo apego a lo local: ni a sus tradiciones, ni a su forma de interactuar… Es decir, que se desdibuja lo autóctono. Tenemos la suerte de recibir a más personas de otros países, que se entremezclan con su propia idiosincrasia, pero quizá a ellos no les importe tanto que la ciudad viva experiencias como la subida de los pisos ya que tienen trabajos de buena calidad con los que pueden pagar el alquiler.
Si los malagueños van a tener que renunciar a ciertos apegos y no van a ganar con este cambio —es decir, con trabajos mejores y con posibilidad de desarrollo para él y su familia—, se va a producir una decepción.
¿Está siendo el malagueño más testigo que parte?
Totalmente. Pongamos el ejemplo de un campo de golf nuevo en un municipio de la provincia. Es posible que el personal contratado no sea de ese pueblo; pero también es posible que esto se deba a que no hay personas con la formación necesaria para ello. Uno tiene que aceptar que va a haber una revolución en su ciudad, pero sólo será sostenible si a los de aquí les dan las oportunidades necesarias. El sistema se cae si conviertes al ciudadano en meros espectadores. Al final uno necesita determinados apegos a la propia tierra. Eso va a permitir que mire en clave social, y no solo individual. Estuve un tiempo viviendo en Copenhague y sabía que no aportaba allí porque era algo transitorio. Lo mismo pasa con el ingeniero europeo que viene a Málaga.
Pero esa falta de identidad es la que favorece un contexto sin apego a algo tan fundamental como el urbanismo.
Claro, porque no tienen memoria histórica sobre cómo se ha desarrollado.
¿Considera que ha habido una pérdida de la arquitectura vernácula?
Por supuesto. Llevo 20 años aquí y Málaga no tiene nada que ver. Ha sido un tiempo de oportunidades, donde se han generado inversiones, pero también han formado parte de él los actores económicos. La consecuencia la estamos viendo: en Andalucía, en los sectores que no son tan pujantes, se está produciendo un fenómeno de abandono del lugar. Tenemos que obligar, entre comillas, a hacer partícipes de la ciudad a los que vienen aquí.
Habiendo nacido fuera, ¿uno puede sentirse malagueño?
Sin duda. Es cierto que ya tengo más vínculos, como mi segundo hijo que nació aquí o las relaciones que se establecen con pacientes y compañeros de trabajo. Yo estoy en deuda con Málaga porque me dio oportunidad de crecer.
¿Y se puede hacer humanismo desde Málaga?
Claro (ríe). Hay una cosa que me molesta mucho, y es que donde más debate humanista hay es en las universidades americanas, en vez de en el Mediterráneo, que es la cuna. Me da pena que cueste tanto trabajo que cale en el origen. Revitalizar el interés por el hombre es una tarea encomiable. Para ser universal, hay que perder algunos rasgos definitorios, pero tienen que mantenerse otros. ¿Por qué en Andalucía hay genios universales como Lorca, Picasso, Falla, Velázquez…? Eso no se da en otras regiones; aquí sí, gracias al sentimiento de pertenencia que te define con un pueblo al tiempo que existe la ambición de ser universal.
Ahora estoy escribiendo una novela sobre la etapa de Lorca en Estados Unidos. Aquí teníamos como referencia Romancero Gitano porque nos veíamos en ella; sin embargo, él se convierte en un poeta de trascendencia internacional cuando escribe Poeta en Nueva York, haciendo una obra que aquí, en ocasiones, ni se entiende. Es de los libros que menos gustan y a la vez el que le dio el impulso para llegar a todos los rincones del mundo. Hizo esa transición con la que se sentía cómodo
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Uno puede preguntarse que por qué Lorca ha de ser universal y no quedarse en su tierra, pero es que esa ambición es innata al ser humano. Tenemos el sentido de la eternidad, de dejar un poso en lo que hacemos, y que merece la pena compartir. Ahí está el caso de Antonio Banderas, que asume la necesidad de compartir aquello que considera valioso en vez de quedárselo para sí.