Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981) es la voz de la diáspora venezolana. El escritor emigró a París hace siete años acompañado de su pareja. Lo hizo con una mochila cargada de dolor y de recuerdos de un país en constante conflicto. Aquello lo volcó en su debut The Night (2016), una fábula de rabiosa actualidad sobre su país que le hizo merecedor del tercer Premio Bienal Mario Vargas Llosa.
El autor, definido por la crítica como "una de las voces más prometedoras y poderosas de la narrativa latinoamericana", volvió a las estanterías el año pasado con Simpatía (Alfaguara). En esta segunda novela, esperanzadora y agridulce a partes iguales, Blanco rinde homenaje a los venezolanos que tuvieron el valor de quedarse allí y paradójicamente añoran su tierra.
El novelista afincado en Málaga desde hace tres años participará este miércoles en la primera mesa redonda del festival Escribidores junto a Patricia Soley-Beltrán, José Carlos Llop y Alonso Cueto. El encuentro previsto en La Térmica versará sobre la literatura como un refugio indispensable de la imaginación y la cordura. Mario Vargas Llosa y Mircea Cartarescu serán los encargados después, a las 19:30, de inaugurar el evento literario en el auditorio Edgar Neville.
"Mi trabajo es la escritura. También doy talleres de escritura online, tengo una columna en ABC y colaboro en varias revistas", explica el autor durante una entrevista con EL ESPAÑOL de Málaga donde cuenta que le encanta "tomar cerveza Victoria y comer boquerones fritos". Ahora está con varios proyectos de novela al mismo tiempo. "Voy pasando de una a otra. Quiero darme este año para terminar alguno", señala el mismo día que sale publicada la traducción al inglés de su debut.
Participará en una mesa redonda sobre la ficción como refugio. ¿De qué le ha servido a usted la literatura?
Cuando leí lo de la literatura como refugio mi primera reacción fue negativa. No me suele gustar esta idea porque lo asociaba con lo autobiográfico y lo sentimental. Luego me di cuenta de que es totalmente cierto. En mi caso ha sido siempre así desde que yo empecé a escribir cuando era un adolescente. Me refugiaba en escribir poemas para los despechos amorosos hasta el día de hoy con todo lo que está pasando, tanto con la guerra de ahorita y la invasión rusa. Mi reacción ha sido siempre buscar libros que me ayuden a entender lo que está pasando. La literatura me permite mantenerme a flote como persona en el día a día.
La tragedia está presente en sus novelas. ¿Es imposible desvincularse de ella habiendo nacido en un país como Venezuela, con sus conflictos y su violencia?
Si yo tenía alguna posibilidad de desvincularme, ya se terminó. Lo que ha pasado en mi país es una situación comparable a la de una guerra en cuanto a números, dado que es una guerra invisible. Eso nos ha marcado muchísimo a los venezolanos. No he podido sustraerme de eso. A mí me hubiese encantado hacer una literatura menos trágica. Cuando era adolescente leía títulos donde estaba muy presente el humor. La literatura la concibo como algo esencialmente trágico que lidia con lo trágico de muchas maneras.
En Simpatía, habla de unos personajes en busca de un futuro a pesar del mundo violento donde vivimos. ¿La esperanza siempre prevalece frente a las crisis que nos acechan: vitales, de valores, económicas, pandémicas?
Si en algo se diferencia de mi primera novela y de mis cuentos es que Simpatía sí tiene unos momentos de esperanza a través de ciertos personajes y de ciertas historias. Me lo impuse voluntariamente. Me obligué a ver las cosas de otra forma porque la realidad venezolana también es así, es decir, en medio de ese panorama difícil tengo desde familiares a amigos que se levantan con ánimo de hacer su trabajo y tener otra actitud ante la vida. ¿Por qué eso no puede tener cabida en mi novela? ¿Por qué centrarme en lo trágico? Me sentí bien etica y estéticamente con esa apertura.
En su última novela rinde homenaje a las personas que se quedaron allí y paradójicamente añoran su tierra. ¿Qué queda de aquel recuerdo de la niñez?
Quedan muchas cosas en el inconsciente. Es difícil hablarlo. Yo conscientemente estoy muy alejado emocionalmente de Venezuela. Sólo me interesa mi familia y los contados amigos que tengo allá. Me doy cuenta de que en costumbres, hábitos, formas de ser y hablar yo estoy repitiendo todo el tiempo conductas que me conectan con mi infancia. No hay manera de evitar el vínculo con el terruño.
Maduro ha apoyado la invasión rusa de Ucrania. ¿La decepción le acompaña desde su marcha del país?
El apoyo de Maduro a Putin tiene todo el sentido del mundo. Está siendo totalmente coherente porque Maduro es un dictador y un genocida. Entre dictadores se entienden bien. Nosotros desde hace años venimos denunciando que Putin ha instalado baterías antiaéreas en la selva venezolana. Eso no es ningún secreto. Venezuela es una orilla para los totalitarismos de diverso signo: tanto castrista, rusos o de corte islamista. Denunciar estas cosas no queda bien dentro de los medios intelectuales, que son mayoritariamente de izquierdas. Una guerra tan concreta como la que está sucediendo ahora hace que las cosas se aclaren mucho más. ¿Quiénes están apoyando a Putin? Maduro, Ortega... La peor gente del continente. Eso también me remueve muchas cosas. Aunque Maduro no es Venezuela, ni su gobierno representa a la gente, uno no se siente bien viendo a tu país manchado de esa forma. Es lo que puede sentir un español cuando el nombre de su país a través de Franco estuvo vinculado al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial.
Recuerdo el caso de Cuba. ¿Muchos intelectuales de izquierdas han sido tibios?
Han sido cómplices abiertamente. Lo han sido durante 60 años y si ha sido así con Cuba no podía ser distinto con Venezuela. Me parece muy aleccionador el silencio de muchos de esos intelectuales. Dice muchísimo. Si hubiese sido Estados Unidos quien invade ya estarían allí cortándose las venas.
También reflexiona en su último libro sobre la familia, que no siempre es la que uno espera. ¿Siente Venezuela como una familia desestructurada, que le ha hecho pasar muy mal?
Escribo desde el trauma y desde lo que nos ha pasado a los venezolanos. Eso que tú me dices para mí es obvio, pero cuando lo escribí no lo percibí. Nadie me había señalado ese vínculo entre la familia desestructurada de Simpatía como una metáfora del país. Me parece una metáfora diáfana. El chavismo como todo movimiento totalitario divide: a la sociedad, a la familia, a las parejas. En Simpatía hablo de esa fragmentación y de cómo los aspectos en esta época tienen que regirse por otros principios distintos a los que nos definieron como seres humanos hasta el siglo XX. Uno de ellos es la familia. Siento que eso se está desintegrando terriblemente y a nivel global. Lo que está sucediendo en Ucrania te lo demuestra de forma dramática.
Sí, y encima con todos los vínculos que tiene el pueblo ucraniano con el ruso.
Es muy fuerte ver todos los vínculos históricos, culturales e idiomáticos entre Rusia y Ucrania, y observar cómo un dictador pretende mover las fronteras y dictaminar quién es más ruso que otro. Es desolador y terrible.
¿Siente que la literatura latinoamericana está lo suficientemente valorada por el público, la crítica y los estudiosos?
No. El boom latinoamericano fue su momento de mayor visibilidad y se ha convertido en un oasis. Como si después del boom no hubiera existido nada. Salvo a algunos autores muy comerciales, que son fenómenos globales, el único autor que se ha apreciado es Roberto Bolaño. Tuvo que morirse para que pasara eso. La literatura latinoamericana no es de ningún interés a nivel global ahora. Pero no sé si hay que lamentarlo. Latinoamérica es sobre todo una forma de falta de institucionalidad y de tiranías que se solapan unas a otras, más que un concepto positivo.
Usted decidió hacerse escritor después de leer a Alfredo Bryce Echenique. ¿Cómo fue ese flechazo?
Lo leí como a los 15 años porque era el autor favorito de mi madre, mi gran modelo de lectora. A mí me impresionó que eso que mi mamá consideraba literatura seria era una cosa divertidísima que la hacía llorar de la risa, nada solemne, y que apostaba por el humor, el ridículo y la ternura. Ese descubrimiento de que la literatura podía ser eso y mi modelo de escritor al principio era Bryce Echenique. Pero todas las cosas en salían depresivas, violentas y trágicas. Al final terminé siendo un escritor totalmente opuesto a Echenique. Uno hace lo que pueda y el contexto venezolano tampoco ayudó mucho a que fuese de otra manera.
Lleva más de tres años en Málaga. ¿Por qué decidió mudarse aquí?
Mi esposa y yo emigramos en noviembre de 2015 a París. Estuvimos allí tres años. Trabajé en una universidad. Cuando se terminó el contrario estábamos desesperados del frío, del cielo gris y de no poder hablar en español. Queríamos mudarnos a este país. Mi esposa empezó a averiguar y leímos noticias sobre Málaga, su programa cultural, el clima y la gente. Sin pensarlo mucho vinimos a probar suerte y nos quedamos. Fue una aventura. Hemos tenido mucha suerte. Esta ciudad es magnífica y sus ciudadanos estupendos.
¿Qué atractivos le ve a la ciudad aparte del sobrenombre de ciudad de los museos?
Tiene todo lo que estaba buscando: una ciudad muy bien ubicada, preciosa, con playa y buen clima. Posee una oferta cultural interesantísima, además de tener museos y librerías buenísimas. Aquí se están mudando muchos escritores, poetas y traductores de primer nivel. La gastronomía es espectacular, como en el resto de España. Aquí la gente está contenta de estar viva, cosa que no era fácil de encontrar en Francia. La calidad de vida no la hay como en Málaga. Hablan mucho del crecimiento de la ciudad y de su potencial como capital tecnológica. Todo indica a que se va a convertir en uno de los centros españoles de comunicación, tecnología y cultura.