¿Qué es una guerra? Pregunta el periodista Antonio Pampliega a los alumnos de la facultad de Ciencias de la Comunicación de Málaga. El silencio se hace en el aula magna. Nadie dice nada, tejiendo en la atmósfera una tensión casi inaguantable. En ese momento, se enciende el proyector y aparece la fotografía de un niño de varios meses, entubado, con una vía puesta en el cuello y el vientre amarillento por la mercromina.
“Una guerra es estar en un hospital, escuchando a una ambulancia tocando el claxon hasta el fondo del volante, mientras tú te preguntas qué van a traernos ahora y te preparas para hacer la foto”, expone el reportero, que es uno de los ponentes del X Congreso Internacional de Periodismo Manuel Alcántara.
La respuesta cae como un jarro de agua fría, aunque se trata únicamente del primer golpe de realidad. Durante la media hora que dura su ponencia, las imágenes y los testimonios se repiten hasta acabar desembocando en las lágrimas del madrileño. “Vivimos de las desgracias ajenas. Si no hay muertos, no hay imagen para la agencia. Si no hay agencia, no cobramos; y si no cobramos, vaya mierda de día”, añade mientras su tono de voz se diluye y se lamenta de que nadie se pregunte por la salud mental de los corresponsales en territorios en conflicto.
A lo largo de su trayectoria, Pampliega ha estado doce veces en Siria —y 10 meses secuestrado por Al Qaeda (una historia relatada en su libro En la oscuridad, 2017)—. Si sumamos cada una de sus incursiones en el país de Oriente Próximo, la cifra con la que nos encontramos supera el año y medio. Sin embargo, esos 18 meses llevan un mismo hilo argumental: “Todos los días es lo mismo”.
"Estamos rotos"
Esto quiere decir que la realidad que se vive allí actúa como la radiación, que va entrando en tu cuerpo y “te va jodiendo”: “Quiero abrir el melón de las secuelas psicológicas de la guerra; no puedes ir a una guerra y pensar que no te va a pasar nada”, añade.
Aprovechando la ubicación de la ponencia, el reportero cuenta que su mujer y su hija son malagueñas, pero que él no puede vivir en la Costa del Sol debido, precisamente, a las consecuencias crónicas que le han dejado las bombas y los muertos: “Tengo 41 años y estoy ingresado en Madrid en una clínica porque no estoy bien; porque nunca le hemos puesto atención a la salud mental de los reporteros de guerra”, asegura.
Su reivindicación se hace más latente cuando habla de los colectivos y entidades que forman parte del sector. Ni las asociaciones de la prensa, ni los foros en los que ha sido premiado… “No tienen un psicólogo ni me preguntan cómo estoy”, se lamenta. “¿Sabéis lo que es el olor de la sangre y los gritos de los niños? Estamos rotos por dentro”, añade.
Las imágenes que explican esta inestabilidad mental se suceden en la pantalla, alternando los planos de la sangre y destrucción con el de la vida cotidiana que sigue su curso entre cascotes y metralla. “Mi amigo Manu Bravo dice que nosotros embellecemos la guerra”, pero lo cierto es que cuesta encontrar algo bonito entre tanto dolor.
“Me encontraba trabajando en Alepo e hice un vídeo de un bombardeo. Me llamaron desde Londres pidiéndome que se viera más sangre. ¿Cómo cojones le explico que había sangre un palmo por encima de mi bota”, describe.
"Lo único que tienes es dolor"
Oriente, África… Los países se suceden, pero hay uno cuyo peso desequilibra la balanza: “Siria me robó la inocencia. Yo no estaba preparado para ello. Nadie lo está. Lo único que tienes es dolor, dolor, dolor y más dolor. Pero el problema está en cuando volvemos, que nos sentimos fuera de lugar, por lo que regresamos al mismo sitio a ver lo mismo sin parar”.
Esta rotundidad se ve reflejada en las fotografías que va proyectando. La primera de ellas es de dos niños ensangrentados en el interior de un taxi. El régimen de Bashar al-Ásad tiró dos morteros cuando varios menores jugaban en la calle: “El mayor está llevando al pequeño a un hospital, pero luego tiene que volver al lugar de los hechos porque allí se han quedado los cadáveres de sus primos”.
Para Pampliega, la guerra es un sitio en el que las madres tienen que enterrar a los hijos. El caso en concreto que relata es de una pequeña a la que le cayó un cohete en la cabeza, produciéndole un agujero enorme en el cráneo. Tanto la madre como el doctor le pidieron que hiciera la foto. ¿Por qué? “Para ver si se para la guerra”, le respondieron.
Los compañeros asesinados
Las viñetas que componen el gran relato visual de un conflicto bélico están compuestas por escenas como la que expone a continuación. En Alepo había tantos muertos que las morgues no funcionaban, por lo que tenían que llevar los cuerpos a las aceras, taparlos con una sábana y esperar a que alguien que pasara por allí los reconociera. “Si no había suerte, iban a una fosa común”, adelanta el desenlace.
Todo esto da pie a una reflexión que intercala entre más planos: “El mundo es una puta mierda; no hace falta irse a Siria (para darse cuenta)”.
Niñas en Afganistán compradas por 4.000 euros para ser violadas cada noche; el silencio de Tresor, un niño del Congo al que le hicieron ver cómo rajaban por la mitad con un machete a una mujer embarazada para reventar al bebé contra la pared y al que después le dieron cocaína con pólvora para convertirlo en un niño soldado; o la de los jóvenes enganchados al pegamento y que son capaces de vender sus riñones para poder pagarse la adicción. Todo eso es la guerra… Y más. Porque en esa lista también hay que sumar la muerte de compañeros con los que compartes día a día.
“Cada vez que vas al frente, ves lo mismo: mierda, mierda y mierda. Y nadie te pregunta si necesitas ayuda. La salud mental no interesa. Total, eres corresponsal de guerra y tienes más huevos que el caballo de Espartero, ¿no? Es normal romperse porque esto no lo aguanta ni Dios”, afirma entre lágrimas.
Pampliega relata que pese a todo, al principio uno piensa que es inmortal. El cambio llega cuando “nos cazan”, como a James Foley, primer periodista al que Estado Islámico decapitó: “Ahí dije, hostia, me puede tocar”.
A su amigo lo mataron el 18 de agosto de 2014. A los dos días tuvo que ir a cubrir la guerra de Irak en una ofensiva liderada, precisamente, por Estado Islámico. ¿Por qué lo hizo? “Porque hay que tirar para delante”. Y una vez más, se hace el silencio en la sala mientras el periodista intenta guardar el llanto.