Las leyendas marinas son, como la vida pirata, las leyendas mejores. La de pescador es una profesión dura, peligrosa y que mantiene, paradójicamente, a los hombres de mar con los pies bien asentados en la tierra: tienen que tenerlos para ser precavidos y conservar su respeto a las aguas que, como los profesores peritas, cuando menos te lo esperas, te juegan una mala pasada.
Y si unimos a las historias marineras el componente religioso, los relatos que surgen de dicha conjunción sólo pueden resultar fascinantes. Si hace poco escribimos sobre el origen y el milagro de la imagen del Cristo de Cabrilla, hoy es el turno de hacerlo sobre la antigua talla del Cristo de la Sangre, cuya aparición se pierde, pues eso, en un mar de tiempo y agua salada.
Que Málaga ha estado vinculada al Mediterráneo se sabe desde tiempos de los fenicios. Ciudad costera, la pesca ha sido desde siempre una forma de ganarse el pan y los espetos. Por tanto, no ha de faltar una leyenda como ésta que ya hace mucho fuera recogida por el escritor Diego Vázquez Otero.
Otero, originario de Alpandeire, nació en 1891 y llegó a convertirse en un cronista y estudioso de la historia malagueña, delegado de Cultura de la Diputación y concejal de la ciudad cuya labor fue profusamente reconocida. Pues bien, registró nuestro autor en su libro Tradiciones Malagueñas, la existencia de un mito oral según el cual, un día de finales del siglo XV, una jornada, por otra parte, de lo más apacible y serena, unos pescadores salieron a faenar tan ricamente en su jábegas.
Pero como todos sabemos gracias a la insistencia de nuestras madres, el mar es traicionero como los animales salvajes y, de pronto, los pobres pescadores estaban metidos en medio de una borrasca que ni la del Gneisenau.
La embarcación, arrastrada mar adentro por la fuerza de las olas, se encontraba tan alejada de la costa que ni siquiera eran capaces de adivinar tierra, por lo que los marineros, desorientados por completo, no sabían hacia dónde tenían que dirigir sus esfuerzos para salvarse. Tampoco es que esforzarse les fuera a servir de mucho: estaban inmersos en una tormenta perfecta de cuyo único final ya se pueden hacer una idea ustedes, y eso que ustedes no son pescadores, imaginen ellos, que sí lo eran.
Un clavo ardiente divino
El patrón del barco no podía hacer nada para enfrentar la fuerza de un cielo negro que parecía decidido a enterrarlos en el mar. Ante esto, a los aterrados marinos no les quedaba otra que pedir clemencia a Dios y misericordia para que les fuera concedido su perdón antes del fatídico final.
Resignados a morir, como buenos cristianos encomendaron sus almas. Pero, tras muchas horas de fatiga y pánico, las cosas cambiaron tan rápido como velozmente habían comenzado: un rayo de deslumbrante sol se abrió entre las ominosas nubes, despejando el día y dando una claridad extraña, alucinada y bella al mismo tiempo.
El rayo, como si fuera el dedo del Señor, parecía señalar un punto cercano a la jábega, en mitad de las aguas. El capitán decidió (porque donde hay patrón, no manda marinero) que con la última vitalidad de su tripulación se condujera la cáscara de su barco hacia ese lugar señalado por la luz.
Y en mitad del mar…
Y en mitad del mar Mediterráneo, sobre las aguas, los pescadores encontraron algo que ni en sus más fantasiosos sueños podrían haber imaginado: la talla de un Cristo flotando entre las olas furiosas.
En ese momento, como si alguien accionara un interruptor, la tempestad terminó y el mar se quedó sereno, llano como un plato. Después de superar el estupor, los marineros, que habían salvado por puro milagro la vida, gritaron su gratitud al cielo y recuperaron la imagen del Señor crucificado.
Pero las sorpresas no quedaron ahí, sino que, al subirla a la embarcación, se dieron cuenta que de la herida del costado de Jesús brotaba sangre.
Los pescadores, henchidos de agradecimiento, amor y dicha, pusieron rumbo a la costa. Allí, en la playa, sus familiares y amigos rezaban por su regreso, aunque, como gente de mar que eran, bien sabían que nadie podría sobrevivir a una tormenta como la que había caído de improviso sobre ellos.
Sus escasas esperanzas, sin embargo, fueron recompensadas cuando llegó hasta ellos un grito que repetía: "¡El Cristo de la Sangre! ¡El Cristo de la Sangre!". Al principio, claro, no comprendieron muy bien lo que pasaba y creyeron que traían a un hombre herido, pues esa era la impresión que daba la talla rescatada.
Sin embargo, cuando los pescadores llegaron hasta la orilla y desembarcaron la sagrada imagen, se hizo un gran y respetuoso silencio al ver cómo seguía mandando sangre de su costado herido. Todos cayeron de rodillas ante el doble milagro que contemplaban, pues tampoco creían que volverían a ver en este mundo a los marineros.
Una talla que no pudo ser salvada
La leyenda relata que la imagen del Señor fue trasladada con enorme respeto a una capilla que existía en los alrededores del puerto, existente entre el cerro de San Cristóbal y el monte Gibralfaro, por lo que se cree que pertenecía a la Orden de la Merced, establecida en este punto en aquella época, donde sería venerada desde entonces como el Cristo de la Sangre.
De hecho, se dice que allí realizó numerosos prodigios y, a inicios del siglo XVI, por iniciativa del Infante don Fernando, cardenal de Austria, se constituyó la Cofradía en el Convento de la Merced.
Desafortunadamente, cuatro siglos después, la barbarie humana acabó con la talla original del Cristo de la Sangre durante los sucesos del saqueo y quema de iglesias y conventos, ocurridos en Málaga durante mayo de 1931. Y de dicha imagen sólo se pudo recuperar un trozo de la rodilla, que hoy en día se guarda como reliquia y que atestigua la existencia de un Cristo primigenio cuyo origen nunca podrá ser confirmado, pero que siempre quedará como testigo de lo que pudo ser un maravilloso milagro.