De entre los mitos e historias populares que atesora la Semana Santa de Málaga quizás sea la de Cristóbal Ruiz Bermúdez, 'Juan el Zamarrilla', la que mejor ejemplifica lo que supone que Jesús muriera en la cruz por los pecados del hombre: la esperanza que nunca se agota, el perdón absoluto, la vida eterna para el arrepentido.
Después de repasar el origen del Cristo de Cabrilla y el milagro del Cristo de la Sangre, la leyenda del bandido Zamarrilla y la Virgen de la Amargura se diferencia y se fundamenta en la existencia de este bandolero nacido en Igualeja. Según los archivos, fue un personaje real y su apodo le venía por la flor blanca de zamarrilla, aromática y de tallo leñoso, muy abundante en la Serranía de Ronda, donde este ladrón nada temeroso de Dios actuaba junto con su banda.
Otra versión de la historia afirma que el alias le venía por una cruz que los primeros habitantes del barrio de la Trinidad habían levantado al final de la calle Mármoles, en una amplia zona despoblada. En ese espacio, las flores de zamarrilla crecían con tanta exuberancia que los antiguos vecinos malagueños bautizaron el símbolo con ese nombre: la Cruz de Zamarrilla. Denominación que luego heredaría la ermita que se levantó en ese lugar para la veneración de la Virgen de la Amargura y con la que aún se la conoce a día de hoy.
Era Zamarrilla un bandolero
En fin, sea como fuere, al comienzo de la historia no es que se puedan decir muchas cosas buenas de El Zamarrilla: capitaneando una cuadrilla de medio centenar de bandidos de igual calaña que él mismo (o menor, ya que el peor siempre es el macho alfa que manda), se convirtió en uno de los salteadores de caminos más violentos, sanguinarios y temibles que se recuerdan. Armados de trabucos, arcabuces, pistoletes, navajas y muy mala leche, los malhechores vivían saqueando diligencias, asaltando a peregrinos despistados que se adentraban por caminos solitarios y, en fin, haciendo lo que solían hacer los nini de finales del siglo XVIII.
Hay también quien afirma que El Zamarrilla era una especie de Robin Hood, que repartía entre los pobres de cada pueblo parte de los botines que obtenía con sus tropelías. Aunque ser desprendido con lo que no es de uno es bien fácil, si fue así, esto le procuró admiración por unos, tanto como fue odiado y perseguido por otros.
Actuando en la más absoluta impunidad, cómo no sería la cosa, que, corriendo el año 1800, durante el reinado de Carlos III, al ver que el tipo ya no le tenía miedo a nada y que cada vez era más audaz y sus asaltos llegaban casi hasta los límites de la ciudad de Málaga, se formó una gran partida de soldados para acabar con su banda.
Tardaron bastante en localizar a la cuadrilla ya que, fuera por miedo, fuera por verdadera abnegación, los vecinos de los pueblos ayudaban a El Zamarrilla y los suyos y despistaban a los soldados. Sin embargo, finalmente, cerca de Antequera dieron con ellos, los acorralaron y mataron a casi todos los bandidos, quedando vivo solo, qué cosas, Juan El Zamarrilla.
Donde a por cariño iba y venía
Abandonado a su suerte, vagando por los montes en solitario, escondiéndose de día y moviéndose en la oscuridad, empujado por el hambre hacia la misma Málaga, El Zamarrilla llegó al barrio de la Trinidad donde tenía una novia, el último auxilio que le queda y que le proporcionaba algo de alimento cuando había oportunidad, amparados por las tinieblas.
Sin embargo, una noche, cuando acudía al encuentro de su amada, la única persona que no había abandonado a este tipo que, por otro lado, era un auténtico animal de bellota, alguien alertó a los guardias. Tuvo que huir de nuevo, pero antes le dio tiempo de pedirle a su novia un juramento de fidelidad, al que ella, enamorada hasta las canillas del malote, dio respuesta entregándole una rosa blanca con la que adornaba su pelo. Antes, desde luego, los tiempos eran más poéticos.
Los guardias de la ciudad, por su parte, van estrechando el cerco alrededor de El Zamarrilla, que se escurre en la más absoluta oscuridad por las calles trinitarias, cerrado el paso hacia los montes. Desesperado, corriendo encogido entre los callejones, su huida le conduce como si estuviera predeterminada hacia la ermita donde se veneraba la sagrada talla de la Virgen de la Amargura.
Le pusieron cerco en El Perchel
¿Era la primera vez que Cristóbal Ruiz Bermúdez, 'Juan el Zamarrilla', pisaba un lugar sagrado? Pues a saber, la verdad. Pero el caso es que terminó allí y, como todos cuando nos enfrentamos a la muerte o a un suspenso gordo, se postra de hinojos ante la imagen de la Virgen y le ruega, suplicante y tembloroso, que le salve de sus perseguidores. Y, sin pensarlo, el nota se esconde debajo del manto de la Dolorosa, porque a Dios rezando pero con el mazo dando.
Mientras, los soldados llegan a la capilla, el único lugar posible en el que ha de estar el amante bandido, y concienzudamente registran el lugar. Palmo a palmo, por todas partes. Incluyendo el manto de la Virgen de la Amargura.
Milagro triunfante
Y ¿entonces qué? Pues entonces, nada. Ni rastro de El Zamarrilla. ¿Cómo era posible? Los guardias estaban seguros de que no se les había escurrido, que estaba en la ermita. Pero no dieron con él.
Dando la caza por infructuosa, el oficial al mando de la patrulla ordena abandonar la capilla, el bandolero se les ha tenido que escapar de las manos en alguna callejuela aledaña.
Pero sí, El Zamarrilla sí estaba bajo el manto de la Virgen que parece haber actuado como la capa de invisibilidad de Harry Potter. El fugitivo no se puede explicar qué ha ocurrido más allá de que la Madre de Dios ha intercedido por él y le ha salvado la vida. Lleno de gratitud, le ofrece a la Virgen la rosa blanca que porta y, con un ánimo sobrecogido como nunca antes había sentido en su desgraciada y violenta vida, aquel sanguinario bandolero, perverso, despiadado y duro de corazón, hinca la rosa en su puñal y, poniéndose a la altura de la sagrada imagen, lo clava con delicadeza en su pecho.
Que una rosa blanca cambió de color
La cosa no quedó ahí. Aunque El Zamarrilla ya estaba lleno de estupor y gratitud, aún quedaba un poco de espacio para aumentar su sorpresa: la rosa blanca, prendida al sagrado pecho, de pronto se va tiñendo de rojo.
La talla sigue siendo una talla, no ha cambiado nada, pero la nívea rosa sangró hasta convertirse en una rosa roja. Y en ese instante, el ladrón se redime y llega a la firme convicción de que la Virgen había cambiado su color para hacerle comprender que incluso para él era la redención de los pecados por los que Su Hijo había muerto en la cruz.
Floreció un clavel de fe cristiana
Y, desde entonces, según a quién se le pregunte, El Zamarrilla se convirtió en un ermitaño o se metió a monje. Pero, en todas las versiones de la leyenda, cada año regresó para visitar a la Virgen de la Amargura y ofrecerle una ofrenda con la que renovar su gratitud.
Sin embargo, como bien sabemos, la violencia del pasado siempre nos atrapa. Como al personaje de Gregory Peck en el western The Gunfighter, la justicia a veces se presenta de manera poética y El Zamarrilla, de camino a una de estas visitas, fue asaltado por unos bandoleros que le hirieron de muerte.
El pobre Cristóbal Ruiz Bermúdez, sabedor de su destino, logró llegar como pudo hasta la ermita y, en sus últimos alientos, alzó la rosa roja que siempre llevaba como ofrenda a la Virgen para ver cómo ésta se desteñía, perdía su color grana y se volvía completamente blanca. Tan blanca que ni su propia sangre pudo mancharla. Y en ese instante supo que la Madre de Dios le había perdonado.
Hoy día la Virgen de la Amargura sigue habitando en la ermita que lleva el nombre de Zamarrilla, sigue luciendo sobre su pecho la rosa roja y el puñal y tan sólo el Viernes Santo luce una rosa blanca, perdonándonos a todos los hombres por la muerte de Su Hijo.
Y como cantó Marifé de Triana:
Historia o romance,
pero en los altares la rosa quedó.
Milagro triunfante
de la Dolorosa que luce una flor.