La ontología es la rama de la metafísica que se ocupa del estudio de la realidad y sus propiedades. El lenguaje ocupa una parte muy importante en este asunto, ya que tiene la capacidad de crear realidades.
Piensen en las palabras de un sacerdote católico cuando en la ceremonia de una boda dice “os declaro marido y mujer”. En ese momento el estatus de esa pareja cambia por completo: los esposos tendrán régimen de gananciales o de separación de bienes según establece la ley, podrán contar con pensión de viudedad y heredar una parte de la herencia. Pero además, tendrán un reconocimiento social como núcleo familiar y unas formas específicas de estar en el mundo.
Para que esto se produzca tienen que ocurrir varias cosas: que los contrayentes reconozcan la autoridad espiritual del sacerdote católico, que exista un acuerdo jurídico entre la Iglesia y el Estado que provee de derechos y obligaciones, y que la sociedad asuma ese acuerdo, aunque de manera individual existan ciudadanos que no crean ni en el matrimonio, ni en los sacerdotes.
La ciudad es una realidad múltiple cuya ontología es especialmente relevante por los efectos que tiene sobre todos nosotros. Al urbanismo –entendido como disciplina técnica de lo urbano en amplio sentido- le ocurre como al sacerdote católico, ya que tiene la capacidad de crear realidades con su sola palabra…o dibujo.
Por ejemplo, el Plan General de Málaga tiene la capacidad de convertir en realidad algo que físicamente no existe, como las torres de Repsol. No las vemos, pero existen en el plano jurídico, y por tanto son tan reales como las torres de Martiricos. La única diferencia entre las primeras y las segundas es el tiempo que aún no ha pasado para que se materialicen.
Hay también una realidad que se opone a la urbanística y que opera en el ámbito en el que su palabra no es escuchada. Como un sacerdote católico oficiando una boda musulmana, el urbanismo pierde toda su potencia cuando entra en acción la imposibilidad del presupuesto público.
Ya sea por la falta de recursos para hacer funcionar la máquina burocrática que debe dar curso a los procedimientos garantistas propios de las sociedades democráticas, o por falta de presupuesto para ejecutar los proyectos recogidos en el planeamiento, el urbanismo demuestra su dureza en el plano jurídico y su fragilidad en el económico, como si del Titanic se tratase.
La ontología urbana, es decir, esa ciencia inexistente que estudiaría las propiedades de la realidad urbana, nos permitiría identificar agentes y procesos con el objetivo de comprender mejor el entorno que nos rodea y así poder tomar decisiones que sincronicen nuestro proyecto vital con las condiciones de contorno.
Les invito a meter en la probeta metafísica de la ontología una muestra cualquiera de realidad urbana. Por ejemplo, el Plan Municipal de Vivienda recientemente presentado por el Instituto Municipal de Vivienda. Analicemos las cifras más relevantes. El estudio propone la ejecución de 8.900 viviendas en los próximos cinco años, de las cuales 4.100 serían protegidas (en régimen de venta o alquiler) y 4.800 libres.
Podríamos decir que ésta es una realidad de tipo técnico-prospectivo. Para que pase a ser de tipo fenomenológico y afecte a los cuerpos de la gente que pasea por la calle haciendo planes de futuro, tiene que transformarse en una realidad física. Esta transformación necesita de ciertas sustancias catalizadoras como la disponibilidad de suelo finalista, la intención de las empresas promotoras de invertir en vivienda a precio asequible, o la capacidad de inversión pública y también privada para ejecutar viviendas protegidas.
Existe una realidad que deviene del PGOU y de la legislación urbanística que consiste en la existencia en el plano jurídico de una amplia reserva de suelo destinado a ejecutar viviendas protegidas. El problema es que para que esa realidad dura (como el acero del casco del Titanic) se transforme en realidad material es necesario afrontar su fragilidad, es decir: alcanzar la aprobación definitiva del planeamiento de desarrollo que lo determina con todo su extenso recorrido por los órganos sectoriales que lo informan, urbanizar los sectores en los que se ubican, hacer los proyectos edificatorios, obtener licencias y disponer de recursos económicos para ejecutar las viviendas. Muchas cosas, muchos agentes implicados y poco plazo.
También tiene que producirse la circunstancia de que en esos mismos sectores de planeamiento se construyan viviendas libres cuyo precio sea asumible por la población local y no salten al circuito del lujo o al de la financiarización. No olvidemos que el ladrillo siempre ha sido un buen lugar para esperar a que pasen las tormentas financieras. Cuando vean un edificio vacío en un lugar de gran demanda, mírenlo con atención. Seguro que se dan cuenta de que en realidad no están mirando un edificio, sino una hucha.
Observemos bien el interior de la probeta, y veremos otro plano de realidad. La inversión pública en vivienda es algo tan fácil de comprometer como de incumplir justificadamente. Esta depende de tantos factores que siempre será posible decir que es culpa de otro agente.
La política de vivienda depende de las comunidades autónomas, pero necesita de la financiación nacional que se nutre de la europea, y se gestiona desde lo municipal que es la administración más afectada por lo local.
Que el Plan Municipal de Vivienda recoja la necesidad de ejecutar 4.100 viviendas protegidas cuando apenas se han construido 800 en los últimos diez años no quiere decir que haya capacidad para hacerlo. Pero desde luego, lo que no tiene sentido es decir que se puede ejecutar el doble sin argumentar los medios disponibles para financiarlas o disponer de suelo para ello, atendiendo a las tortas que se dan la realidad jurídica y la burocrática todos los días.
Si nos alejamos un poco de la probeta veremos una realidad más. Es esa nube que se espesa cada cuatro años enturbiando la visión de las demás realidades, y que nos hace creer que todo es de un único color: el suyo.