Toda revolución debe tener una dimensión política y una intención colectiva. Incluso aquella que nace y muere en una única persona. Incluso la que únicamente tiene sentido entre las paredes de un hogar, esa revolución doméstica que desafía al orden de un mundo basado en la tiranía del cuidado, en la estética de la pastilla de jabón y en la ideología del silencio que se impone por el miedo al qué dirán. Posiblemente, sea en esta revolución donde la mirada transformada tenga mayor relevancia para el nosotros. Otra cosa es que el nosotros esté tan empeñado en perder el tiempo con asuntos que sólo buscan añadir más ruido y ampliar ese patio de colegio en el que hemos convertido la conversación pública.
Hace unos días, hablaba con mi hija sobre su abuela paterna, una mujer nacida en una pedanía de Antequera, procedente de la pobreza más absoluta. Como le permitió la vida, aprendió a escribir y leer. Con torpeza y más faltas de ortografía, sí, pero aprendió porque para ella era sustancial comprender la realidad a través de la palabra, consciente de que sólo así podría pelear por un mejor trabajo que le permitiera darles a sus hijos carreras universitarias. Ya sabemos del alcance que supone el paso del mito al logos, aunque ahora, precisamente en este ahora del conocimiento superlativo, estemos justamente en lo contrario: vendiendo el logos a precio de mito.
Pero decía que conversaba con mi hija sobre esa mujer rural que, en realidad, representa a tantas otras mujeres rurales que han sido columna vertebral en los peores años de este país. Ahora compramos un iPhone por el salario de un mes - o vendemos un mes de vida, según se mire-, pero no hace mucho por los campos de Andalucía el hambre hacía que la gente se metiera piedras en la boca. Y, sí, hambre hubo en toda España, pero hubo campos y campos, como piedras, muchas, con sus razones y estrategias. Algunas acabaron en bocas de campesinos, otras acabaron en las manos del poderoso para ser arrojadas sobre los cuerpos del que más miedo tuvo por tener precisamente menos. Y, entre piedra y piedra, algunos territorios le metieron velocidad al asunto y llegaron antes al florecimiento económico. Hay quien todavía (re) niega de los contextos socioeconómicos. Otra vez, el mito suplantando la identidad al logos.
Hay una historia que está en el subsuelo de la historia. Con Andalucía siempre he tenido esa sensación. Hemos tenido que esconder lo nuestro bajo la alfombra de los centros de poder. Hemos tenido que disimular acentos, sonreír cuando no teníamos ganas y comer cuando ya no hubo hambre. Hemos tenido que cargar con mitos que sólo buscaban apuntalar la opresión y la lógica de la servidumbre. Pero no perdamos nunca de vista lo primero, por favor: tuvimos que albergar nuestra historia en el subsuelo de la historia. Así que, la próxima vez, por ejemplo, que alguien os diga que en Andalucía se lee menos porque hay muchos bares, porque tenemos muy buen clima, o porque hablamos por encima de nuestras posibilidades, saquemos a pasear la memoria del subsuelo. Porque hay situaciones y asuntos que dejaron de tener gracia hace mucho. Porque la opresión es sutil y nos jugamos un patrimonio inmaterial de difícil sustitución. Porque quizá la cosa va de fiscalidades propias, perdón, lenguas propias, pero hay una lengua mucho más poderosa que debemos comenzar a consolidar entre todos: lo que nos ha hecho llegar hasta aquí con su pequeña revolución.