Ayudó a su hija pequeña a plegar la mesita y revisó su cinturón. Por la megafonía del avión habían anunciado la aproximación al aeropuerto, el vuelo entraba en su recta final (y descendente) y él se disponía a disfrutar de las vistas de la ciudad, cuyos tejados se imaginaba casi al alcance de la mano.

“Mira, ahora podremos ver nuestro barrio por la ventanilla como si fuera de juguete”, le dijo a su pequeña acompañante, para quien la aventura aérea duraba ya demasiado. Sin embargo, fueron los pasajeros del otro lado del pasillo los que contemplaron finalmente el barrio. El avión no enfiló el aeropuerto por la ruta esperada y nuestra familia tuvo que conformarse con una aburrida panorámica de polígonos industriales. “Qué pena", pensó el padre. "La vez anterior llegamos al aeropuerto por otro lado. ¿Por qué habrá querido el piloto entrar por aquí?”

Durante el viaje, la niña había preguntado cómo consiguen volar los aviones. Nos hemos acostumbrado a que vuelen, sí, pero merece la pena pararse a pensar en ello. En todo momento hay miles de toneladas de acero deslizándose por el aire allá arriba, sobre nuestras cabezas. Normalmente todos estos vuelos pasan desapercibidos, ya que su altura de crucero discurre muy por encima de nuestro ir y venir a ras de suelo. Y en la ciudad tampoco somos capaces de oírlos, el trueno urbano que envuelve nuestras vidas lo impide.

Algunos días, sin embargo, con ciertas condiciones de humedad y temperatura, los aviones dibujan en el cielo las estelas de condensación, esas líneas blancas y delgadas que aparecen a veces cruzando el cielo de parte a parte, como pentagramas picassianos en blanco (o más bien en azul) que esperaran una melodía. Entonces, las trayectorias de los aviones se hacen visibles y podemos hacernos una idea del tráfico incesante de las alturas.

Estas estelas no constituyen ninguna amenaza, (en otra ocasión hablaremos de los chemtrails). Sencillamente, resultan ser las hermanas artificiales de los cirros, esas nubes de hielo de aspecto liviano y textura fibrosa, menos geométricas y mucho más sugerentes que las estelas de condensación.

Un avión típico de pasajeros puede pesar unas 40 toneladas, algo así como un par de autobuses urbanos articulados. Naturalmente, todo este acero volador no viaja vacío, contiene mercancías, pasajeros, equipajes, recuerdos de viaje y botellas de vino. Y combustible, mucho combustible, algo así como la mitad del peso en vacío del avión. Porque volar es técnicamente posible y bastante rápido, pero consume grandes cantidades de energía.

Llamamos sustentación al empuje que mantiene el avión en el aire, venciendo su peso. Esta sustentación se produce fundamentalmente gracias al perfil de las alas. Podemos decir que un avión viaja colgado de ellas. La niña exploradora de los cielos ya lo intuía cuando miraba por la ventanilla, durante el vuelo. Se imaginaba feliz ahí, sentada sobre una de las alas, con los pies colgando y el viento en la cara, reina absoluta del país de las nubes.

Un factor que contribuye a la sustentación es la velocidad. Pero no la velocidad del avión respecto al suelo, sino la que alcanza en relación al aire que lo envuelve. En general, cuanto más rápido vuele un avión respecto al aire por el que se desliza, mayor será la sustentación generada por el perfil de sus alas.

Durante el vuelo, una vez alcanzada la velocidad y la altura de crucero, un cierto viento de cola puede ayudar al avión a ganar velocidad. Como si la mano invisible de un gigante ayudara a los viajeros a llegar antes a su destino.

Sin embargo, las maniobras de despegue y el aterrizaje no se realizan en el país de las nubes de nuestra entrañable viajera, sino en los aeropuertos, que tienen unas dimensiones limitadas. Para evitar que el avión se salga de la pista, la sustentación debe ser máxima. Una forma de conseguirlo es cambiar el perfil de las alas durante estas maniobras, gracias a unos dispositivos hipersustentadores diseñados por los ingenieros aeronáuticos.

Otra manera de ganar sustentación durante el despegue y el aterrizaje, y con esto nos disponemos a resolver el misterio de la pista elegida, es realizar estas maniobras con el viento en contra. Así se consigue alcanzar, en una menor distancia, velocidades mayores respecto al aire.

Cualquier persona que viva cerca de un aeropuerto podrá observar que, durante los días de viento intenso, las aeronaves suelen consumir menos longitud de pista y aparentan despegar o aterrizar a menor velocidad respecto al suelo que cuando reina la calma, siempre que realicen las maniobras contra el viento. Llevado al extremo, un vendaval que superara la velocidad de despegue de un avión estacionado, podría ser capaz, teóricamente, de levantarlo verticalmente del suelo: este despegaría sin moverse del sitio.

Entendemos ahora que las pistas de los aeropuertos no están orientadas al azar, sino en función de los vientos dominantes del lugar. Se busca que los aviones realicen la maniobras de despegue y aterrizaje con el viento en contra el mayor número de veces posible. Habrá días en los que sople en sentido contrario, en cuyo caso los aviones harán uso de la pista de manera inversa. Porque cada pista tiene dos entradas o cabeceras, utilizándose una u otra en función del viento.

Las pistas de un aeropuerto reciben el nombre del rumbo del viento con el que se usan, redondeado a la decena. La primera pista del aeropuerto de Málaga, la que lleva más años en funcionamiento, tiene actualmente el rumbo 132º-312º. Por eso, redondeando a la decena más cercana, esta pista tiene como designación 13-31. Tenemos así que una cabecera de esa pista es la 13, y la otra es la 31. ¿Cuál es la que se utiliza en cada ocasión?

Los vientos del noroeste, como la brisa nocturna o el terral, soplan de tierra a mar. En estos casos, los aviones aterrizan y despegan de mar a tierra para tener el viento en contra, utilizando para ello la cabecera 31.

El caso contrario lo tendremos con los vientos del sureste, lo que ocurre cuando se establece la brisa diurna o el levante, que soplan de mar a tierra. Para operar con el viento en contra, los aviones aterrizan y despegan en esta situación de tierra a mar, utilizando la cabecera 13.

¿Quién decide la pista en uso en cada momento? No es el piloto, sino la Torre de Control, que dispone en todo momento de datos meteorológicos y predicciones aeronáuticas especiales para el aeropuerto y su entorno.

Como curiosidad, añadiremos que los rumbos utilizados en la denominación de las pistas no son geográficos, sino magnéticos. Se consigue así que sean más fáciles de medir con las brújulas que llevan a bordo los aviones, pero a veces surge un pequeño inconveniente.

Es sabido que el campo magnético de nuestro planeta varía lenta pero continuamente. Esto ha hecho necesario cambiar la denominación de las pistas de algunos aeropuertos a lo largo de los años. Un ejemplo lo tenemos bien cerca: en 2006, la que entonces era la única pista del aeropuerto de Málaga cambió su designación oficial de 14-32 a la actual 13-31, precisamente debido a la variación del campo magnético terrestre. Menos mal que esto no ocurre con los códigos postales, sería bastante confuso.

Entendemos al fin por qué el vuelo de nuestra familia protagonista hizo su entrada al aeropuerto por un lugar inesperado. No se debió al criterio del piloto, sino al de la Torre de Control, basado en el rumbo del viento reinante durante el aterrizaje. Los vientos mandan.

Tal vez, algún día, nuestra intrépida viajera de los aires llegue a ser comandante de aeronave, controladora aérea o predictora meteorológica aeronáutica. Así podrá explicarle a su padre por qué, a la vuelta de aquel viaje, no pudieron ver el barrio por la ventanilla. Y quizá para entonces, quién sabe, el perfil gris de los polígonos industriales esté rodeado de un frondoso anillo verde que abrace la ciudad.