Hubo un tiempo en el que viajar tenía sentido porque nuestro mirar lo tenía. El viaje era un viajar físico y nuestros ojos iban más allá de los ojos pantalla. Ese mirar era un mirar abierto, expansivo, que buscaba ampliar los márgenes de la realidad propia y la de otros. La geografía de todo avance colectivo estaba interiorizada porque la sociedad recorrió, años atrás, un trayecto por las tinieblas de la dictadura cuyo aliento se está avivando, en el presente, gracias a la colaboración de ese espacio virtual – nunca un adjetivo fue tan poderoso- donde empiezan las tendencias, TikTok, y de grupos de WhatsApp, a golpe de GIF o sticker, porque hemos renunciado al pensamiento de alto vuelo, ese que quema y duele por lo que tiene de exigente e inquisitivo, sí, pero también el que te permite participar de un relato del mundo vinculado a la belleza.
Renunciar a participar de este relato, de la belleza y de un pensar que sea conquista y desafío, nos convierte en una sombra incapaz de reflejar nuestra figura, nos reduce a personas de saldo que olfatean el rastro de otras personas de saldo. Pensar que esto jamás nos alcanzará es un error y contribuye al tablero de juego de las grandes corporaciones tecnológicas. Transformación digital, sí y mil veces sí, pero poniendo en el centro a las personas y sus derechos fundamentales. La transformación digital debe tener cuerpo para tender una mano a quien se está quedando atrás. Lo contrario plantea un escenario basado en la desigualdad.
Hay quien puede llegar a pensar que las aplicaciones son inofensivas, que el impacto de la transformación digital apenas roza la piel de lo cotidiano, allí donde habitamos la mayoría de la humanidad y donde, precisamente, la actividad de lo humano se fortalece y echa raíces. Pero nada es inocuo en esta era de la tecnificación y tecnologificación. Contemplar cómo las redes sociales están contribuyendo al imperio de las fake news y la monetización de lo íntimo resulta profundamente aterrador.
La responsabilidad es compartida, por supuesto, pero cuando las personas que componen una sociedad de sociedades la habitan desde el agotamiento y se relacionan a través de la pantalla, por falta de tiempo, por desidia o porque cada ser humano hace con su vida lo que buenamente puede, entonces, quien debe consolidar los pilares del estado del bienestar ha de ponerse manos a la obra, echarse al barro y regular este contexto que bajo la bandera de la transformación digital nos está arrasando la mirada. Y la vida.
Comemos toda la miseria que nos echen. Hay quien sea alimenta de ella. Y lo más preocupante es que se renuncia a cuestionar el volumen de esa miseria, su distribución y grados. No querer volar te impide salir de lo conocido o próximo, esa religión contemporánea que nos hace creer que, si no nos movemos del sitio, nadie podrá movernos la silla, sólo manda un mensaje, muy nítido, a quien nos quiere en los rediles de la escasez económica y de la pobreza intelectual. Y, aunque no lo creamos, la cultura es fundamental a la hora de generar estrategias para poder defendernos de esta caída en lo invisible. Defendamos la creación porque en ella reside la luz de la humanidad, la esperanza de nuestro presente.
Decía en la presentación de esta vida quieta que hubo un tiempo en el que viajar tenía sentido. Un viaje físico. Viajábamos mal, incómodos, como podíamos. Como sabíamos. Era un tiempo en el que nos atrevíamos con la vida, la vida se iba prendiendo y aprendiendo. Había menos pantallas, más besos y un espacio que la democracia denominó ascensor social. Los viajes verticales han sido esenciales en la historia de la consolidación de las libertades individuales y colectivas. Por eso, en esta agenda de desquicie colectivo, nos quieren en lo horizontal. Todos bien ordenados, iguales, sumisos y con perfiles en Instagram donde el filtro desdibuja los surcos de nuestro rostro.