El asunto ocurrió en la primavera lejana del año 2039, y se destapó por culpa de las jacarandas. Parecía que la gente se había vuelto loca. Hordas de vecinos arrancaban los árboles de las calles y los amontonaban para después pegarles fuego. ¿Qué estaba pasando?
Hacía tiempo que el clima de la zona mediterránea se había vuelto muy árido, y cada vez se parecía más al que en el siglo XX había en la frontera norte del Sáhara. Los frentes atlánticos, esos que traían lo que los ancianos llamaban "el agua buena para el campo", se convirtieron en una rareza, y solo las danas dejaban lluvias, eso sí, cada vez más espaciadas y a menudo torrenciales y dañinas.
La escasez de agua se hizo crónica y hubo que priorizar los usos. Una parte de los cultivos de mangos y aguacates se salvó, gracias al uso de desaladoras alimentadas con energías renovables. Aunque lo que más ayudó en este sentido fue la optimización de los riegos con inteligencia artificial, de manera que cada árbol era controlado por ordenador y recibía en su raíz exactamente el agua que necesitaba. Otros cultivos menos rentables se abandonaron y, por supuesto, la normativa obligó a que los campos de golf fueran sintéticos, lo que les restó bastante atractivo a ojos de los turistas europeos del norte, la verdad.
Como las condiciones en las que se formaron habían cambiado, los bosques ya no eran capaces de regenerarse por sí mismos. La combinación de calor y sequedad hizo que muchos árboles enfermaran, cuando no eran directamente pasto de los incendios forestales, que a menudo eran de séptima u octava generación. Algunos parajes dejaron de ser parques naturales o nacionales, sencillamente porque ya no quedaba nada que proteger, y fueron rápidamente urbanizados.
El verano en las ciudades se volvió difícil para quien no podía permitirse climatizar su vivienda, especialmente si vivía lejos del mar. Los inmensos bloques de apartamentos que saturaban los paseos marítimos de las zonas costeras hicieron efecto pantalla, cortando el paso de unas brisas marinas que ya no ayudaban a paliar el calor diurno en los barrios del interior.
Y con un mar por encima de 30 grados durante varios meses seguidos, las noches bochornosas dejaron de ser exclusivas del verano para extenderse a una parte considerable del año. El turismo pasó de tener una sola temporada alta en verano a tener dos, una en primavera y otra en otoño. Los turistas preferían pasar el verano en la Europa atlántica, más seca y templada que antaño.
En este contexto de problemas causados por el cambio global, algunos de salud pública verdaderamente acuciantes, se aprobó una normativa europea que obligaba a que el balance radiativo de las ciudades, medido por satélite, fuera neutro. Es decir, los edificios, calles y plazas de una ciudad tenían que emitir en su conjunto la misma radiación térmica que si ese lugar no se hubiera urbanizado. Esto planteaba un reto enorme para el ayuntamiento, tanto logístico como económico.
Se analizaron diversas soluciones y rápidamente se formaron dos bandos. Uno de ellos abogaba por la plantación masiva de árboles en las calles, y la instalación de jardines y huertos urbanos en las azoteas de los edificios como método de control de la temperatura. El otro bando defendía el uso de pérgolas, toldos y pantallas para conseguir esa sombra tan necesaria, argumentando que su mantenimiento era menos costoso, se ahorraba agua y no había que esperar a que los árboles crecieran.
El debate entre arboristas y pergolistas fue encarnizado, y cuando parecía que estos iban a ser los ganadores, la intervención, una vez más, de las autoridades europeas resolvió la disputa a favor de los partidarios del uso de especies vegetales.
Y así fue cómo aquel invierno la ciudad se inundó de árboles. La tarea fue titánica. En muchos casos los ejemplares aparecieron en las aceras, literalmente, de la noche a la mañana. Hubo algunas protestas porque donde ya había árboles anteriormente, estos fueron arrancados para colocar en su lugar los nuevos, que eran todos muy parecidos entre sí. El ayuntamiento argumentó que se hacía así por criterios estéticos.
El resultado fue que el paisaje urbano cambió radicalmente en pocos meses, también en las zonas de renta alta, pero sobre todo en los barrios más pobres, donde nunca antes habían podido disfrutar de hileras de árboles que brindaran a las calles unas sombras aceptables.
Y no solo cambiaron las calles. Por primera vez, los patios de los colegios, diseñados durante décadas con el mismo criterio que las cárceles (extensiones de cemento valladas, fáciles de vigilar y de mantener) pasaron a convertirse, gracias a la presencia de los árboles, en lugares agradables y seguros de estancia y juego.
Sin embargo, todo se torció pocos meses después. El caso es que la primavera avanzaba y algunos vecinos mayores se dieron cuenta de algo. Las jacarandas no florecían. No ensuciaban el suelo. Ni mudaban la hoja. Algo extraño ocurría con los nuevos árboles.
Según las primeras explicaciones del Servicio de Bioclimatización Urbana (antiguamente conocido como Parques y Jardines), se trataba de especies modificadas genéticamente para evitar la generación de residuos vegetales en la vía pública.
Pero los vecinos, finalmente, no tardaron en descubrir la verdad. Y muchos de ellos habrían preferido no saberla.
Lo que se había plantado no eran árboles. En cierto modo, sí lo eran, pero no estaban vivos.
Eran árboles sintéticos. Por eso se parecían tanto unos a otros. Y eran realmente fáciles de instalar. Se talaba el árbol antiguo, se atornillaba el nuevo en su hueco y listo. Nadie se había percatado, porque estas operaciones de sustitución se realizaban siempre a escondidas, durante la madrugada y tras unas vallas.
La gente se sintió engañada. El espejismo de una ciudad verde y sombreada se esfumó. El bienestar que generaba la contemplación de las hileras de árboles dio paso al descontento y la frustración. De repente, los barrios parecieron más feos, sabiéndose que todos los árboles eran de mentira. Y, como cantara aquel Sabina que aún se recordaba, hubo una epidemia de tristeza en la ciudad.
Se formarían tumultos, los vecinos enfadados arrancarían los no-árboles y los quemarían, pero de nada serviría. Se habían perdido los árboles originales, vivos. Los partidarios de las pérgolas habían hecho trampa, pero habían ganado.