Hace ya tres décadas Ricardo Díez-Hochleitner, por entonces presidente del Club de Roma, presentaba el informe sobre la primera revolución global. En sus palabras se atisbaba una mezcla de derrotismo, a la par que de una fundada esperanza en la capacidad reactiva de gobiernos y de la sociedad civil. Desde entonces el diagnóstico de aquel informe se ha ido confirmando con demasiada celeridad, mientras que en la resolútica, que es como se identificaba al apartado de las soluciones, se relacionaban medidas que se han visto en muchos casos esbozadas, pergeñadas o imaginadas, pero con reducida implantación en muchos de los casos. El empeoramiento para alcanzar los objetivos en estas primeras décadas del milenio ha llevado a que se aceleren las medidas en lo que se ha bautizado como la reconversión sostenible. Si no fuese porque ya es un importante número de grandes corporaciones internacionales las que han incorporado la idea en sus planes estratégicos a corto plazo, pensaría, por la crudeza del sustantivo, que se trataría de un manifiesto de ecopensadores.

Que teníamos que cambiar nuestra forma de vida en los países occidentales era una cuestión evidente. Desde los años sesenta nos hemos portado como nuevos ricos, aprovechando la inferioridad en la escala económica de aquellos incluidos en la zona más baja del desarrollo. Ahora empezamos a ser de forma tímida en el mejor de lo casos, y retraída en el peor, conscientes de que el avance sólo se puede conseguir sin dejar a nadie atrás.

La máquina que moverá esta reconversión es la revolución circular. Debemos aceptar que los residuos no son más que un error de diseño, y en consecuencia solo cabe rediseñar muchos de los procesos productivos. La obsolescencia programada es el mejor exponente de ello, y la reparación de todo tipo de artefactos se entiende como una necesidad ambiental a la vez que como un nicho de empleabilidad de altísima importancia. Así mismo los sistemas de producción de alto consumo de recursos y de energía y, en especial, de generación de altas concentraciones de gases de efecto invernadero deberán adaptarse al nuevo modelo de las 7 R: rediseñar, reducir, reutilizar, reparar, renovar, recuperar y reciclar. Desde las grandes empresas tecnológicas, energéticas o automovilísticas hasta las compañías cerveceras o de refrescos ya dan sus primeros pasos en este sentido.

Pero ¿cómo afectará esta reconversión a los tres sectores de los que depende nuestra economía? Es obvio que la construcción, nuevamente inmersa en una fiebre del ladrillo por la demanda externa, estará muy condicionada por nuevos modelos de sostenibilidad ambiental y eficiencia energética. En buena medida se necesita de mayores esfuerzos en la rehabilitación de un parque de viviendas que se encamina a cumplir un siglo desde su construcción.

El cambio de formas de producción del sector agrario es más que necesario para garantizar la soberanía alimentaria propia: El uso racional de los recursos agua y tierra condicionarán su futuro, en un momento en donde la escasez de uno y la reducción de fertilidad del otro hace más necesario actuar consecuentemente, despreciando las prácticas abusivas de las últimas décadas.

Pero sin lugar a duda es el sector turístico el que está más obligado a una reconversión. Evidentemente la reducción del transporte aéreo de pasajeros y de cruceros, tan altamente contaminantes, conllevará a reducir los viajes de largo recorrido, teniendo el sector una clave de oportunidad en el turismo de cercanía y en el estacional, en momentos de mayor confort climático que el estival.

Esta reconversión sostenible supondrá alteraciones en nuestra confortable forma de vida actual y, como en la naturaleza, los mejor y más rápidamente adaptados serán los que alcanzarán antes el éxito.