Toda casa tiene un lenguaje propio. Quienes la habitan, en ocasiones, siquiera son conscientes de su existencia. Esos habitantes, quizá, algún día, sin saberlo o pretenderlo, serán capaces de nombrar el mundo a través de ese idioma que los conformó. Un idioma que puede ser violento, de culpa, de venganza, de amor. Paralizante o estímulo perpetuo. El hogar primero puede ser tanto un lugar siniestro como paisaje atravesado por la luz. Desde él, brota todo aquello que, durante la vida que se nos da, intentamos nombrar.
En ese hacer carne la realidad a través de la biografía de lo íntimo, de lo que se queda en las habitaciones de la memoria primera, se construyen incendios y catástrofes, también deseos que impregnan procesos emancipatorios. La civilización de nuestras vidas. Peter Hadnke lo dejó bien descrito al plantear, a modo de interrogante, si nuestro mundo ha sido realmente desvelado. Descubierto. Preciso pararse para respirar y pensar sobre el papel que las ideas desempeñan en ello. La creación. Todos esos mundos posibles a los que la ficción intenta dar cuerpo cuando se dicen a través de la palabra.
La escritora Clara Obligado, nombre propio fundamental para comprender el género del cuento, género que piensa desde la exigencia de lo contemporáneo, ampliando los márgenes del mismo, ha publicado ‘Tres maneras de decir adiós’ (Páginas de espuma, 2024), obra en la que la argentina, nuevamente, indaga en las posibilidades formales del cuento, concediéndole una identidad híbrida con la que el lector debe decidir posibilidades y acuerdos. En este tríptico, Obligado se mueve en las oquedades que la experiencia de la vida va provocando conforme la línea del tiempo avanza; una vida que toma tierra desde las renuncias y las pérdidas, y a las que va midiendo a través del ejercicio de la escritura.
La intención de su autora ya arranca en la cita de Joyce a través de su obra más célebre, como una suerte de advertencia desde donde debemos habitar este libro con vocación de hogar herido – como todos los hogares-: lo ausente. En la primera de las tres partes, “El héroe”, Obligado nos adentra en el bosque en el que se ha convertido la vida de su protagonista, una escritora que se ha ido a vivir a un pueblo, en el que nunca sucede nada, y que se piensa a través de la experiencia de la creación, que indaga en un dolor propio gracias a una escritura huidiza, arrebatada. Incierta, en la mayoría de las ocasiones.
Una vida sacudida por el dolor de una pérdida y medida bajo la estrategia del silencio, aquello que late, en realidad, bajo cada página, donde reside ese otro libro que Obligado nos plantea, el lugar hacia el que nos quiere hacer mirar. Lo que no se nombra, pero está. El reverso de lo ausente, qué es sino un cuento. Una lectura vertical de este tríptico que convierte a la obra en una fortaleza para el género y desde la que puede plantear otras tantas conquistas capaces de atender el presente con la complejidad que solicita. Ante la tentación de una literatura obediente y epidérmica, que sólo busque satisfacer el estómago de este presente, Clara Obligado levanta una obra exigente que apuesta, precisamente, por la literatura.
A partir de esta primera aproximación a la biografía de la protagonista, a través de la pérdida, de un dolor que se permite doler, que se abre camino en un recorrido que cabalga entre la desesperanza y el anhelo de una manera de estar plena, su autora nos lleva de la mano, con un aliento calmado, a una reflexión sobre lo incierto de la vida, incorporando, así, el segundo de los elementos sobre el que también pivota esta obra. El paso del tiempo y el suceder de los días. Las edades de toda cartografía vital.
La lectura de la segunda de las partes, “Tan lleno el corazón de alegría”, nos permite recordar los versos del maestro Manuel Alcántara, «La vida se me ha vuelto una pregunta». Precisamente, por todo lo que late dentro. Gracias a un equilibrio preciso, el lector se adentra en la vida de esa otra mujer siendo la misma persona, una vida que deambula entre una maternidad que funciona como un par de fuerzas, un deseo maduro y consciente, su condición de abuela. El hallazgo de una vida presente, constituida por otras tantas capas de vidas ya atravesadas, superpuestas. Ya escritas y narradas. Aquí, la escritora es abuela y madre y mujer y amante y amiga. Y, en ocasiones, todo al mismo tiempo, a la vez, cuestión que le permite plantear a Obligado otro de los asuntos fundamentales, qué es una mujer cuando escribe. Las concesiones al hombre, a la hija, la soledad imperativa para poder crear.
Así, llegamos a la parte más inquietante y de mayor pegada cuando la pensamos desde este ahora tan obsesionado por el acontecimiento – qué perdurará, qué quedará en los otros cuando ya no haya un nosotros-. En “El idioceno”, observamos un mundo (no tan) ajeno y violento, un mañana en el que la nieta de la protagonista nos presenta una realidad sometida, donde aquello que ha marcado el pulso de la humanidad ya no encuentra razón para ser. Lo inquietante transforma este libro en una criatura salvaje y fantástica que sirve a su autora de espacio de reflexión sobre las relaciones que construimos, el grado de violencia que aceptamos, el desprecio que se está dispuesto a tragar cuando te metes en la cama de alguien invertebrado. Un cierre poderoso para un libro que busca perturbar la realidad, aquello que todo creador y creadora debe ambicionar con su escritura. Lo demás sólo es ruido en un mar de aullidos.