Hay una escena, portentosa y delicada, en la última película de Jonás Trueba, Volveréis, en la que el personaje que interpreta Vito Sanz se despierta en medio de la noche por el sueño cinético de la que es su pareja, Alejandra, a quien da vuelo alto la actriz y directora, Itsaso Arana. Ella se mueve, inquieta, entre jadeos, y él, mientras la observa con preocupación, en medio de la noche, le pone con delicadeza su mano en el hombro, como si el gesto encerrara la escritura de un poema en silencio. Entonces, el cuerpo de Alejandra, que reconoce esa mano y su tacto, ese otro cuerpo y su cuidado, se calma. 

En ese gesto, pequeño y cotidiano, reside el orden de un mundo. Un mundo único y posible, un mundo compartido y hecho a fuego lento, desde ese saber mirar al otro para darle sentido al amor. En ese gesto, pequeño y cotidiano, también reside la experiencia de lo íntimo, esa geografía en peligro de extinción por el acecho de la cosa tecnológica y que acontece cuando logras confiar en el otro desde la plenitud de la libertad. No tienes por qué confiar, no lo necesitas, pero, incluso así, lo haces. Quizá se deba a ese misterio tan poderoso que seguimos llamando amor.

Esta misma escena también resulta turbadora al espectador por lo que sabe desde el principio de la película. El mundo de esa pareja que yace en la cama está llegando a su fin. Han decidido, por mutuo acuerdo, con buenos modos, separarse desde el amor compartido, desde un amar consciente y, por este motivo, quieren celebrar una fiesta por su separación. Han decidido poner fin a ese mundo y su orden para inaugurar otros mundos también posibles. Averiguar quiénes son cuando no están con el otro.

La misma cama que es testigo de ese gesto, pequeño y cotidiano, donde reside la fortaleza de esta película, una profunda reflexión sobre lo íntimo en lo contemporáneo y el lugar que ocupa el amar en lo cotidiano, los contempla desde el incendio que anuncia catástrofes que todavía no tienen nombre y que, por esa cosa que señalaba Descartes sobre el amor y el paso del tiempo, "el enigma de lo real", deciden separarse para "estar bien. Porque de eso se trata: de estar bien". Mientras esta frase se nombra, repetitiva, como si se tratara de una letanía, la realidad acontece. El lenguaje hace posible la realidad mientras la nombra, pero, en este caso, ¿cuál realidad?

Se puede escribir mucho sobre esta película. Tanto como desde donde decidas mirarla. Desde ese homenaje manifiesto a esa celebración de la vida que es el cine. Desde la invitación a una contemplación pausada sobre la ciudad que habitamos, las personas que nos acompañan en la generación de lo común. Desde el lugar que ocupa la creación en nuestras biografías, esa educación sentimental que actúa como eje vertebrador. El peso de la familia en la construcción de la memoria – no os perdáis la interpretación de Fernando Trueba en una escena bellísima y de profunda factura-. Desde el sonido de la amistad que no cesa, que nos sostiene y aúpa cuando la vida se pone fea. Se pueden elegir tantos horizontes como relatos ofrece.

Sea como fuere, Jonás Trueba ha realizado una película manifiestamente bella y elegante sobre conceptos que parecen tener poco espacio en la actual configuración de las vidas. Reivindicar la presencia de lo íntimo en ese nosotros que es toda pareja, poner en el centro de la conversación pública la importancia del amor, ya sea el amor al padre, a los amigos, a la mujer que duerme inquieta. Ir más allá, sobre todo, de esa obsesión que nos venden, a diario, sobre el amor hacia uno mismo. Amistad, familia, amor. Cine. Jonás Trueba se ha convertido, por derecho propio, en ese lugar cálido de nuestra cinematografía al que siempre querremos volver.