Confieso que tengo un archienemigo: los conductores de patinetes. Pero no todos, ni mucho menos. Solo aquellos que van sin casco, sin luces, sin mirar y cruzándose como si estuvieran en la final de eslalon de los Juegos Olímpicos de Invierno. No puedo evitar ponerme muy nervioso porque nunca sé por dónde van a aparecer y me da miedo que tengamos un accidente.

Hasta hace un tiempo, siempre que iba conduciendo y se me cruzaba uno me venían a la cabeza todo tipo de maldiciones, dirigidas con mucho cariño hacia él. Cosas como “eres un loco”, “eres un inconsciente” y otros adjetivos más fuertecitos que no pongo por si alguien lee esto en horario infantil. Nunca las decía en voz alta (o casi nunca) pero eso no evitaba que me enfadara y me llevara un mal rato, además del que me había regalado el amable conductor del patinete.

Por otra parte, siempre me he considerado un buen conductor, respetando escrupulosamente la normativa de circulación. Pero un día me di cuenta de que me había estado cambiando de carril sin poner el intermitente. Como diría Obi-Wan Kenobi, me había convertido en aquello que juré destruir. Estaba conduciendo mal, creando peligro para el resto y para mí mismo. ¿Eso me convertía en un loco? ¿En un inconsciente? ¿En algo peor? No. Yo no soy todo eso.

Vale, yo no podía hablarme a mí mismo así, no podía reconocer que era todo eso. Seamos lógicos, que un día en un momento puntual no haya puesto el intermitente no me convierte en un inconsciente. Pero… un momento… entonces ¿a los conductores de los patinetes sí? La lógica acababa de entrar en conflicto. Había que analizar la situación.

Ese día conduje mal porque venía de recibir una noticia muy desagradable. Tenía la cabeza en otra cosa, estaba alterado y distraído. No era una excusa, sino el motivo. Y de hecho ahí estaba la clave. Yo no era un inconsciente, sino que estaba distraído. No era una personita incívica, sino alguien que estaba anímicamente alterado. Yo no era, sino que estaba.

Esto prendió como la pólvora y rápidamente me di cuenta de que era extrapolable a los conductores de patinetes y a cualquier otra situación. En realidad era algo que había aprendido en Psicología, pero hasta entonces nunca lo había aplicado en primera persona. Empecé a hacerlo con los conductores de patinetes, y el resultado fue una pasada.

Cuando se me cruzaba alguno me acordaba de mí aquel día, y pensaba que quizás este conductor estaba alterado, que estaba mal o distraído, pero no que era de una u otra manera. Enfadarte con alguien que es un peligro en la carretera tiene sentido, pero ¿cómo te enfadas con alguien que está en un mal momento? No podía. Es más, empatizaba. Lejos de enfadarme lo entendía.

Esto hizo que empezara a desaparecer toda esa rabia, y cuando me los cruzo, en lugar de enfadarme los entiendo. No significa que conduzcan bien y que no sea peligroso, pero soy consciente de que no se puede emitir un juicio por un momento puntual sobre alguien y, además, me ahorro todo el mal rato de estar enfadado, que no es poco.

Quería compartir esta experiencia personal porque a veces nos olvidamos de que la comunicación no es solo hablar con los demás, es también hablar con uno mismo, y la palabra es muy poderosa. A mi juicio cambiar el ser por el estar en determinadas ocasiones tiene un efecto potentísimo en nosotros mismos y en los demás.

¿Cuántas veces ha pasado que llegando al final del día no hemos cumplido las tareas que teníamos propuestas? ¿Y cuántas veces nos hemos dicho cosas como “soy un desastre”?

Hablarme así también me crea una identidad: soy así. Soy un desastre. Probablemente no lo sea, simplemente he estado disperso, poco productivo. En ese caso ya no es mi identidad, es una circunstancia pasajera. Seguramente mañana sea diferente. No tengo que cambiar yo, puedo seguir siendo quien soy y hacer las cosas mejor.

Lo mismo ocurre cuando hablo con los demás. Tenemos tendencia a etiquetar con frases lapidarias como “eres un pesado”, “eres tonto”, “eres lo peor” y todas las alternativas que nuestra creatividad nos permita. A veces lo decimos y a veces no, pero lo pensamos. Y esto tiene sus consecuencias.

Imagina que conoces a alguien, y lo primero que piensas es “este tío es un coñazo”. ¿Volverías a quedar con él? Seguramente no. Pero ahora imagina que te vas pensando algo como “este tío ha estado bastante pesadito hoy”. Ojo, que la cosa cambia. Hoy ha estado así, otro día ya veremos, porque no es necesariamente un cansino. No es, sino que está.

Y esto nos da flexibilidad enorme. Nos libera de la carga de pensar que las cosas son inamovibles y actuar como si fuera así de verdad. Muchas veces, a partir de un juicio que hemos emitido en unos segundos. Me parece injusto y poco beneficioso para todos.

Te invito a que pruebes esto, no sólo para con el mundo, sino contigo mismo. Prueba a cambiar algunos ser por estar y verás el resultado. Ah, y cuidado, que los conductores de patinetes no son unos locos, pero están por todas partes.