Es extraña la tarde-noche de fin de semana que no te la encuentres en la plaza del Carbón del Centro de Málaga. Bien abrigada, se sienta en su silla junto a la pequeña fuente que hay en la plaza. Hace frío. A su lado, casitas de barro que sirven de portavelas.
Cada una de un tamaño y de un color. Las hay de estilo andaluz, en forma de seta o incluso imitando a la farola. Todas están hechas de barro, con el esfuerzo de unas manos que trabajan durante todo el año. Cada vez que alguien pasa cerca, sus ojos se van hacia algún modelo. Es imposible no hacerlo. Son muy llamativas.
- ¿Cuánto valen?
- Depende del tamaño, las hay desde diez euros ¿cuál te gusta más?
Es de Europa del Este. Se le nota en el acento. Sus ojos azules y su cabello rubio ya lo dejaban intuir. "Mi nombre es Danga, soy lituana y no sé muy bien cómo contar las vueltas que he dado a lo largo de mi vida hasta llegar aquí, hasta vender mi arte en las calles de Málaga", pronuncia.
En el año 1998 se separó de su marido, la abandonó con cinco hijos y se quedó totalmente sola ante la crianza. Compartió lo poco que tenía con cada uno de ellos. "Iban pasando los años y la economía iba cada vez peor, al igual que la discriminación por la edad, que hacía imposible conseguir trabajo", expresa en una conversación con EL ESPAÑOL de Málaga.
La situación económica de la familia era insostenible y, para colmo, más tarde llegaría una nieta Cornelia, para la que ha acabado convirtiéndose en una madre. Tenía 38 años cuando su hermana le contó que estaba trabajando en España, en un invernadero. No ganaba mucho, pero lo justo para subsistir. "Yo en ese momento estaba en Lituania llorando a mares sin saber qué iba a poner en la cacerola para alimentar a mis niños", recuerda con emoción.
Después de marcharse su marido, jamás trató de pedirle una manutención. Considera que es "muy orgullosa" y estaba segura de que podría salir hacia delante sola, sin ayuda de nadie. "Si llega a preocuparse, pues todavía, pero jamás lo hizo. Así que la vida me hizo fuerte y con mi carácter tiré hacia delante."
Gracias a esa fuerza y a esa vitalidad, Danga cumplirá 22 años en España el próximo otoño. Es para ella la mejor decisión que ha tomado jamás. "Acepté la propuesta de mi hermana y me fui a Almería a trabajar en el campo. Yo no tenía ni idea de hablar español, más allá de decir las palabras más básicas, ni sabía dónde estaba situada en el mapa Almería. Nada", detalla.
Con valentía, se montó en un coche junto a su hermana, su hijo mayor, en aquel entonces de 19 años, y unos amigos. "Cruzamos Europa hasta llegar a Almería y, a los dos días, conseguimos trabajo en el campo. Allí permanecí tres años y, tras ello, volví a casa nueve meses", añade.
Consiguió ahorrar, se compró un coche de segunda mano, algo antiguo, pero que le permitió cumplir su objetivo: volver a cruzar Europa, esta vez, sola, para traer al resto de sus hijos a España. "Aquí, comencé a trabajar mucho para aprender español porque lo consideraba primordial. Pensaba en lituano y traducía todo al español, con mucha paciencia, y fui mejorando hasta el día de hoy", cuenta Danga, todo un ejemplo de constancia e inteligencia.
A la vuelta, su hija encontró trabajo en Córdoba y se fue con ella a trabajar durante tres años. El campo era la única forma de lograr un trabajo. "Un día conseguimos ir de visita, como turistas, a Málaga. No la conocíamos. Cuando la vi me enamoré y dije "aquí me quedo"", dice con una sonrisa.
Y así lleva diecisiete años en Málaga. Llegó a la capital y todo era tranquilidad y estabilidad hasta que en el año 2009 se topa de bruces con una situación difícil. Su hijo entró en la cárcel tras ser condenado por maltrato. Tenía una hija, Cornelia. Como la pareja de su hijo también tenía supuestos problemas con el alcohol, un centro de acogida quiso hacerse cargo de la pequeña, algo que Danga y su coraje no podían permitir.
"Fueron meses de lucha, pero finalmente un 18 de agosto conseguí la tutela y ha seguido a mi lado hasta el día de hoy", manifiesta con orgullo. Cuando llegó a Málaga de nuevo, porque el centro estaba en Almería, se dio cuenta de que algo fallaba. No sabía cómo conciliar su trabajo con darle atención a su niña "sin que no le faltara nada y pudiera ser una niña feliz".
Así que recordó que ella, en su juventud, estudió Arte. Nunca se le dio mal trabajar el barro. De hecho, un año antes, en 2008, estuvo machacando barro e hizo algunos lapiceros y portavelas, pero por puro entretenimiento. "¿Y si hago las casitas y las vendo para poder pagar todas las facturas y el alquiler?", pensó un día, desesperada ante lo que se le venía encima.
Tras hacer varias piezas, se armó de valor y, con su nieta a cuestas, se marchó al paseo marítimo de Pedregalejo a venderlas. Su pequeña, pese a los rasgos extranjeros, cada vez estaba más morena de corretear alrededor de su abuela mientras que el sol lucía y ella vendía.
Poco a poco fue vendiendo algunas piezas, aunque eran muchas más las personas que preguntaban por curiosear. "Otras me daban ideas y empecé a innovar y a crear nuevos modelos. Y aquí seguimos", dice.
Danga vende en la calle porque nunca consiguió un permiso de venta en puestecillos. Además, las tasas eran cada vez más caras. "Me di cuenta de que pegué a tantas puertas que me rechazaron que, mi única opción, era seguir estando en la calle para vender mi arte, aprovechando los golpes de suerte que suponen Navidad o Semana Santa", añade.
¿Y cómo llegas a la Plaza del Carbón?
Porque me iban echando de muchos sitios, pero me daba igual. Volvía. Si no lo hacía, ¿quién iba a dar de comer a mi nieta? Yo no robo ni hago nada malo, vendo mi arte. Al final, me di cuenta de que la Plaza del Carbón era el sitio perfecto, en la fuente mis casitas están seguras. Solo hay bares alrededor, no molesto a nadie ni hago competencia a otros locales cercanos tapando escaparates. Además, en verano, a veces llevo materiales para que los hijos de las familias que cenan en los bares se entretengan.
Ya la gente se ha acostumbrado tanto a verme tantos años en el mismo sitio que jamás me han vuelto a decir nada. Lo difícil solo fue al principio. Hasta el alcalde de Málaga ya pasa y saluda, pero no me llama la atención. Eso es porque al final me he ganado el respeto al no hacer nada malo.
El producto
Su producto estrella es "la casita", como cariñosamente ella las llama. Primero diseña, luego trabaja el barro, prepara cada una de las piezas de la casa, monta todas cuidadosamente y, finalmente, tras hornear, las pinta y las decora. Entre cada paso, pasan días. Cada una requiere su tiempo.
No hay dos casitas iguales. Aunque sí parecidas. "A la gente le encantan las de los pitufitos. Las que parecen setas. Me las piden mucho. Yo normalmente tengo varias de esas, pero me gusta pintarlas diferente para que cada una sea especial, le añado hasta enanitos o mariposas. Además, todas son diseños míos, solo las casitas andaluzas o la Farola de Málaga son imitaciones de edificios reales", explica.
Pese a que Danga hace casas de Andalucía, se nota que no olvida sus raíces. Siempre añade a sus obras vegetación y alguna que otra seta, típicas en su tierra natal, a la que volverá por unos días el próximo verano. "Hacer las casitas pensando en Lituania es algo que me da mucha nostalgia, la naturaleza que hay allí es mi espíritu. Iré a visitar a amigos artesanos que tengo allí pronto y nos nutriremos de inspiración", dice.
Al respecto, lamenta ver puestos y grandes almacenes donde hay modelos de casitas de barro que se hacen en grandes cantidades pese a que llevan el cartel de "hecho a mano".
"No puedo entenderlo, se ve claramente que se hacen con moldes. No hay artesanía por ninguna parte, las hacen máquinas que en serie hacen cientas en minutos. Contra eso no se puede competir en precios, sino en la calidad que tiene mi producto y su personalización", critica.
Ahora, tras la Navidad, anda algo aliviada trabajando en la nueva tirada de casitas, pero la pandemia está siendo francamente dura para ella, especialmente al principio. Llegó a plantearse abrir una web online pero temía que una marca pudiera robarle sus diseños y cree que saldría perdiendo porque el cliente "no quiere pagar envíos".
Cuatro meses sin vender fue muy complicado y agradece una pequeña ayuda que le cedió el Ayuntamiento de Málaga para sobrevivir. "Mi nieta y yo nos apretamos el cinturón todo lo que pudimos, hasta el punto de que ahora vivimos en una habitación de alquiler con otros compañeros de piso", declara.
Después de todo lo que ha sufrido, asegura que no necesita comer en bares o vestir ropa cara. Solo quiere ser feliz junto a su nieta. Sus hijos están repartidos por el mundo: "Igual que ellos no me han pedido nunca nada a mí no le pediré jamás nada a ellos. Al menos tengo regalo de cumpleaños y del Día de la Madre, me conformo", dice bromeando.
"Con poder seguir vendiendo mi arte y tener para comer y ver a mi nieta estudiar, seguiré siendo feliz. Ese es mi lema. Espero que llegue pronto la primavera y el turismo levante el negocio, que falta hace", zanja Danga, que el mes que viene verá cómo su nieta sopla las velas de su dieciocho cumpleaños.