A nadie se le escapa que las vidas son complicadas, duras, contradictorias, llenas de lugares oscuros y encrucijadas donde nos sentimos más que tentados de dar un volantazo que nos lleve a dónde quiera Dios que sea: a un callejón sin salida; a una existencia anodina y vacía; a estrellarnos con todo el equipo si es preciso..., pero a un sitio distinto del que nos encontramos. Cuando pensamos que nuestra vida está cerrada, que no hay nada que cambiar, que el camino está trazado, la realidad se vuelve confusa, repleta de deseos discordantes, y nuestras ganas de dejarlo todo atrás y tirar para el monte son casi irrefrenables.
Pues esto fue lo que, en 1966, y literalmente, le pasó al ahora celebérrimo actor Robert Redford que por aquel entonces no lo era tanto. Comenzaba a despuntar en el teatro y ya había trabajado junto a otros mitos como Marlon Brando en películas como La jauría humana de Arthur Penn, pero todavía no había dado el salto definitivo al estrellato que le proporcionaría, un año después, coprotagonizar con una joven e impresionante Jane Fonda Descalzos por el parque, la comedia romántica de Gene Saks.
Redford pasaba una mala racha, llena de dudas, sinsabores y apatía y, para luchar contra sus demonios que cada vez eran mayores, se montó en un barco el mismo 1 de enero de 1966 que lo llevaría a Gibraltar y, de ahí, a la sierra de Mijas, con una vista puesta en el Mediterráneo, mientras el pueblo de casas blancas que todavía no sabía lo que se le venía encima se asomaba por detrás de su cabeza rubia llena de pensamientos ominosos.
Cuando decimos que los actores o las cantantes de éxito disfrutan de una vida de ensueño y que no tienen derecho a quejarse, olvidamos que escondido en el famoso se encuentra una persona que, como cualquiera de nosotros, lo primero que hace al levantarse es ir al baño. Robert Redford tenía sus motivos para sentirse desdichado: había perdido a su madre muy joven, algo que le marcó para siempre, y mantuvo una relación muy distante con su padre. Además, en 1959, un año después de casarse con Lola Van Wagenen, nació su primogénito, un bebé al que llamaron Scott y que pocos meses después falleció por muerte súbita. El intérprete irracionalmente nunca se ha perdonado una pérdida de la que comprende que no es culpable, pero que su padre y sus suegros achacaron a sus constantes ausencias por trabajo... La vida, amigos, esa enorme cabrona.
Huidas hacia delante
La profesión de actor, por mucho que creamos lo contrario, fácil no es. Y más si eres alguien que, poco a poco, está teniendo éxito, aunque no tanto como el que esperas: el ego de Redford, como el de cada intérprete, oscilaba rápida y violentamente entre sentirse un dios menospreciado y una mierda hedionda. Algo a lo que no ayudaba el hecho de que sus papeles en el cine hubieran sido secundarios. Ante esto, es cuando decide escapar de un Hollywood que, además, no era del agrado de alguien con una mentalidad distinta marcada por la New Age. Una experiencia, la de escapar, que, de hecho, había probado antes, ya que esta evasión a Mijas no era la primera.
Tras la muerte de su madre en 1955 Redford se marchó de los USA y viajó como artista itinerante por España, Italia y Francia para probar la vida bohemia. ¿El resultado? Pues el esperado: retornó desilusionado en 1957 sin más expectativas que darle a la botella. Una tendencia que su mujer lograría cortar de raíz y que le llevó a matricularse en el Pratt Institute de Nueva York para estudiar arte.
Cuando las cosas volvieron a complicarse, los Redford, que ya tenían otros dos hijos, Shawna y James, tomaron las de Villadiego y en enero de 1965 recalaron en Mallorca, donde tuvieron una estancia muy breve de unas pocas semanas porque, obligados como cualquier familia normal, debían regresar a Nueva York para que los niños retomaran las clases.
El dilema mijeño
Pero un año después repitieron la jugada y en esta ocasión la estancia duró un semestre. El actor y su familia se instalaron en una indeterminada casa que se cree que ya no existe, sin electricidad ni agua corriente, pero con piscina, a las afueras de Mijas Pueblo, en pleno campo, cerca de una comuna hippy y a veinte minutos andando de la plaza de toros mijeña.
El entorno, Peña Blanquilla según algunos, cerca del Rancho la Luz y La Alquería, en opinión de otros, trajo la paz a un Robert Redford que se debatía entre seguir apostando por la interpretación, que tantos pesares le estaba acarreando, o dejarse llevar por una vida más artística y hacerse pintor, que era algo que le llenaba más.
Un cruce de caminos, un volantazo vital que ya sabemos cómo terminó, pero que nos hace soñar con un universo paralelo en el que un anciano pero todavía rubio pintor forastero se pasea por las calles de Mijas buscando nuevos rincones que plasmar en sus lienzos. Puede que en esa realidad alternativa lo llamaran "el americano" a secas.
Según las escuetas declaraciones que el intérprete ha dejado escapar a lo largo de años y años de entrevistas, y a lo publicado en Robert Redford. La biografía de Michael Feeney Callan, la balanza se inclinaba cada vez más, mientras la vida tranquila y fácil de un extranjero se desarrollaba en la dura Mijas de los años 60, hacia los pinceles.
Redford, como cualquier hippy pijo, se dedicaba a pasear con moto (una que, se rumorea, todavía se guarda en el pueblo) por la sierra, y por Mijas y Fuengirola donde iba a comprar víveres; a disfrutar de sus hijos, a contemplar el horizonte en busca de respuestas y a pintar cuadros, que, al menos nosotros, no hemos encontrado por ninguna parte, por lo que no sabemos si eran buenos o malos.
Descalzos por Mijas
En una foto que se conserva de estos seis meses sabáticos se ve a un sonriente Redford junto con sus dos hijos, a una mujer asomada a una tapia y a una niña descalza. En la España de 1966 no había sitio para tonterías. Descalza como descalzo paseó más tarde el actor junto a Jane Fonda en la película que, como hemos escrito, le daría el empujón definitivo a su carrera.
No se sabe qué proceso mental llevaría a nuestro breve vecino a dejarse engatusar por un guión que llegó a su retiro, suponemos, de manos de un cartero subido a lomos de un burro.
Pero así fue la historia: el semestre en Mijas terminó, como tantas y tantas otras vacaciones, con el fin de la Semana Santa. Y tras contemplar la familia de americanos a un Cristo crucificado recorriendo las calles del pueblo en respetuoso silencio, recogieron sus bártulos, cerraron la puerta de la casa que ya, tal vez, no existe, miraron una vez más hacia el futuro que pudo haber sido pero que no, y se despidieron de una vida sencilla para abrazar una distinta, tan llena de optimismo y pesimismo como cualquier otra.