Un inglés, un francés y un alemán. Podría ser el inicio de un chiste, pero nada más lejos de la realidad. Se trata de la secuencia oriunda que converge por las calles del Centro de Málaga durante el mediodía de un miércoles cualquiera. Un miércoles cualquiera… De feria, que todo hay que decirlo.
Ese pluralismo internacionalista (¡arriba parias de la tierra!) no es una exageración, sino la tónica habitual con la que se encuentra uno al recorrer el entorno de la Catedral. Nadie diría que la capital de la Costa del Sol está de fiesta. Aquello es una procesión incorrupta de turistas ataviados, no con capirotes, sino con mochilas, gorras, sandalias y camisetas de tirantes. En esto último no hay diferencia con el malagueño.
Pese a la algarabía de idas y venidas, resulta imposible encontrar a alguien con carné boquerón. Este desconocimiento de lo autóctono es incompatible con el carácter festivo de la capital. “Los muertos de la feria”, dice un carretillero que, a tenor del comentario, se puede intuir que sí es malagueño.
Todo es de color, cantaban Lole y Manuel. Todo es turismo, canta el vecino. Durante unas horas, el casco histórico toma la forma de pista para bicis y patinetes ante la impasibilidad de la Policía Local, que montan en moto porque para algo son agentes de la autoridad.
Conforme uno se adentra en la calle Santa María, comienza a ver un cielo de farolillos que van adornando la calle. Hay decorados por los rincones de la ciudad igual que en Cinecittà se recreó el skyline del Nueva York decimonónico para grabar Gangs of New York de Scorsese.
A las 13:00 comienza la jarana. No están todos los que son, pero sí son todos los que están, que a esta hora todavía no son demasiados. A los muchachos que bailan el Aserejé los han encerrado en una especie de cercado patrocinado por San Miguel. El recinto podría recordar a los corrales en los que aguardan los toros sanfermineros el chupinazo. En esta ocasión, el chupitazo.
Los abanicos de papel, pintados con lunares, ponen la nota flamenca a una celebración en la que la verdadera revolución la encabeza el tradicionalismo. Las pandas de verdiales y los coros de sevillanas y malagueñas viven (la lucha sigue).
Las botellas de Cartojal reactivan el espíritu de la feria, aunque a estas alturas de la jornada todavía sea un fuego fatuo. El alcohol nos hace sentir invencibles, que a la postre es la forma más directa de asumir que somos mortales, aunque no queramos reconocerlo tan pronto.
Las horas pasan y el ambiente familiar que podría intentar dominar su medina parece asumir la derrota. Ahora, entendemos que la fiesta se acerca cuando a las 17:30 enfilamos calle Comedias; la mayoría de personas van en dirección sur, al encuentro con la parada de autobuses, destino el Real. ¿Quién se equivoca de trayectoria, el fiestero o el cronista? No hace falta elegir. Unos buscan presas frescas en forma de vaso ancho y otro carroña para alimentar el trabajo periodístico. No somos lo mismo, pero ambos formamos parte de la cadena alimenticia.
El límite de la fecha señalada para abandonar las armas (sea sé, despejar el lugar para que los servicios de limpieza puedan hacer su trabajo), sigue sin respetarse. A las 18:00 se corta la música, pero la cantidad de personas que se mantienen fieles a la posición tomada hace inviable la vuelta a la normalidad en un tiempo razonable.
El camino continúa por Calderería, bastión de la hostelería y cantón de las taifas terraciles. Hay indecisos que debaten adónde ir entre restos de lo que parece ser el esqueleto de un botellón -al cierre quedan pocas bolsas en el suelo-. Andar por esos lares es complicado porque los grupos se han amontonado para cantar a coro con un tipo que, asomado al balcón, entona el ¡Camarero! ¡Una de mero! Una de mero, dos de febrero… En fin, 2010 style.
La fiesta se adueña de la vía pública y de la desesperación de los vecinos. Especialmente cuando el olor a etanol se cuela por las fosas nasales al entrar en la calle Granada. Andar es un reto imposible similar al de la Semana Santa. Por la cantidad de gente y porque el suelo comienza a estar alfombrado por algo pegajoso que imaginamos lo que es. El anclaje de los zapatos al piso es una realidad.
Cuando llegamos a la plaza de la Constitución, cinco horas después, la música se ha acabado, pero de allí no se mueve nadie. Hay algo de suelo en la suciedad. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la gente sigue viniendo al casco antiguo a vivir estos días de fiesta. Otra cosa es que esto sea la Feria de Málaga.