Su discurso no desprende restos de la parafernalia con la que en ocasiones se exorna a la alta cocina. Aquí no hay conceptos rimbombantes, ni grandilocuencia a la hora de hablar de sus creaciones. Él llega, se sienta, se remanga la sudadera gris Adidas que lleva esta mañana soleada de miércoles y se enciende un pitillo. Nadie diría que estamos ante uno de los chefs más jóvenes de Málaga llamados a hacer cosas grandes bajo las siglas de Mi niña Lola Terrace.
Se llama Pablo, se apellida Rutllant y no tarda más de un par de minutos en asentar la base de su narrativa: “Podría decirte que me aficioné a esto por mi abuela, pero es lo que dicen todos y además es mentira, porque yo me hice cocinero porque me gusta comer". ¡Pum! La primera, en la frente. Luego vendrán más afirmaciones categóricas con las que desmontar la pompa y el endiosamiento al que se han adscrito en su gremio.
Aunque también tiene mandil y chaquetilla, reconoce que se siente más cómodo con las zapatillas deportivas y el chándal. Esta suerte de uniforme, lejos de dotar de homogeneidad su presencia, permite que se vean sus brazos, completamente tatuados por figuras japonesas de estilo irezumi. Cuenta que en el horizonte más próximo tiene previsto hacerse un bodysuit: “Es mi único vicio. Ese y comer”. Vuelta a los platos.
Su historia comienza en la escuela de hostelería La Cónsula, la finca en la que el Premio Nobel Ernest Hemingway escribió El verano peligroso. Los capítulos que anteceden a este presente están repletos de nombres propios como Martín, Dani, o Diego Gallegos. Precisamente, fue con este último chef con el que entabló mayor relación: primero, con Alea y después, con Sollo.
“Le dieron el premio ‘chef revelación’ y poco después la Estrella Michelín. Ahí empezó la locura”, el frenesí en el que ha estado inmerso durante los últimos siete años como jefe de cocina.
Cuenta Rutllant que este proyecto es el yin de otro negocio que regenta su familia en el Castillo, más pensado en la facturación, “en ganar dinero”, que en la proyección personal. Para eso ya está Mi niña Lola. "Había pensado en montarlo el mismo año de la pandemia, pero lo mejor que pude hacer fue esperar", reconoce. Cualquiera otra opción que hubiera llevado a “tirar” los ahorros.
"Dio la casualidad de que este local (a las faldas del monte Gibralfaro) se quedó libre y se unieron todos los astros", apunta el cocinero. Aunque le había dado vueltas durante bastante tiempo a la ubicación, este enclave permitió que su sueño pudiera fluir, no sin dificultades. Principios duros, en un espacio con volumen de público menor al que se puede encontrar en calle Larios, y una propuesta que huye de las croquetas, gyozas, huevos rotos y buñuelos.
Lo suyo camina por otros lares en los que las técnicas internacionales y el producto local se acaban enlazando en creaciones propias. Para conseguirlo, contaron con la ayuda del crítico gastronómico y antiguo presidente de la Academia Gastronómica de Andalucía, Fernando Huidobro.
"Nos dijo que cocinábamos muy bien, que eso nadie lo dudaba... Pero que hacía falta un giro de 180 grados a la carta, algo que para lo que entonces, hablando mal y pronto, no tenía cojones. Fue entonces cuando le dije que quería hacer una carta en la que todo el mundo pudiera hacerse un menú degustación a su manera", explica.
Esa, precisamente, ha sido una de las principales batallas a las que Pablo Rutllant ha tenido que enfrentarse “en todos los sitios”: menús cerrados, con 12 platos en los que normalmente incluyen dos o tres que son de “relleno”: “Es algo que jamás entendí”, subraya.
Llevar a gala la juventud
En Mi niña Lola llevan a gala el lema “Alta cocina joven”. No solo es un canto a la vida pronta, a los primeros pasos en el camino o la próxima incorporación al mundo adulto. El eslogan con el que coronan su propuesta es también una declaración de intenciones: “Mucha gente piensa que esta forma de cocinar es algo con lo que topas. La realidad es diferente; nosotros decimos que es joven porque llevamos poco tiempo. Nuestra evolución llegará y entonces pasará a ser madura o alta cocina a secas”, asegura.
El propio proceso de curación de los platos también influye. El análisis que hace parte de una premisa clara: desde que una idea surge hasta que se define finalmente en la mesa es necesario que pasen muchos meses. Es probable que en un principio, esta receta sea lo que estaban buscando, pero el transcurso del tiempo acaba moldeando y evolucionando la concepción inicial.
El discurso
En un momento de la entrevista, la conversación deriva hacia cuestiones internas de la profesión. El debate ya no es tanto de recetas, sino de modelo laborar, egos y búsqueda constante de un reconocimiento que no siempre es necesario que satisfagan los demás: a veces, solo basta uno mismo: “He estado bastante obsesionado con la idea de preocuparme por querer a mi oficio, pero a día de hoy soy una persona bastante hater de estos temas”, avanza.
Su idea de la profesión pasa por currar, currar y currar. Da igual que los que estén en cocina sean colegas, porque el momento de ocio se disfruta fuera de los fogones: “Ahí dentro no hay amigos”, apunta. Eso no quita que su concepto de los derechos laborales sea un tema tabú. Todo lo contrario.
“No quiero que la gente sea esclava del restaurante. Por desgracia, a día de hoy, todavía tengo que tener turno partido, pero les regaño si echan más de ocho horas. Es posible ajustar tu jornada a este tiempo, siempre y cuando no se esté de cachondeo”, afirma.
Este objetivo no es sencillo. La concentración, en un entorno tan intenso, a veces tiene fluctuaciones, y más con un descanso en medio de cuatro horas que no siempre se cumple: “Siempre les digo que cuando se pasan de su hora, ya me están regalando dinero”, incide.
Pero en un oficio en el que la competitividad es tan grande, encontrar metas realistas es una tarea compleja. ¿Cuál es la satisfacción del cocinero? O mejor dicho, ¿cuál es la satisfacción del joven cocinero Rutllant?
Sin rodeos, responde: “Mucha gente dice que es la felicidad del comensal, pero para mí es el orgullo de saber que mi oficio lo hago bien. Igual que Rafa, que Villa o que los que tengo aquí. Todos lo sabemos. Cualquiera de ellos podría irse a un hotel, donde van a ganar 2.000 euros, trabajando solo ocho horas y con 54 días de vacaciones. Pero después de 10 años… ¿dónde nos vemos?”, zanja con la pregunta.
Una coraza bajo el mandil
Su discurso puede sonar frío, pero detrás de la confianza que desprende hay horas y hora de psicólogos que le han enseñado a gestionar la presión: “Ahora duermo bien”, adelanta antes de adentrarse en el terreno de la salud mental. La contundencia con la que explica lo vivido durante esos momentos merece reproducir el párrafo textualmente:
“El nivel de un Estrella Michelín es una puta locura. Acabas hasta los cojones, de no querer gestionarlo, de mandarlo a la mierda, de no saber cómo organizar tu vida… Llegas a un punto en el que ves que solo no vas a poder y toca asumir que tienes que hablarlo con alguien”.
La sobreinformación, el saber que en su cabeza están los tiempos de cocción, pero también los números de la caja registradora. Todo eso forma un cóctel de difícil digestión, porque además de estudiar, hay que asumir la templanza que te permita aguantar día tras día, con ocho personas en plantilla, casi 70 comensales por jornada, una facturación de 40.000 euros mensuales… Y cuidando los egos.
“Tenemos que hacer autocrítica y democratizar de una maldita vez la gastronomía”, dice en seco. Rutllant se remonta a los realities de cocina para afirmar que se ha implantado en la sociedad una idea errónea: que todo el mundo puede ser chef.
–¡Cojones, es que hay que estudiar un huevo para ello! –afirma mosqueado–. Cuando estaba de prácticas aprendí una cosa que me ha servido mucho, que hay cocineros estrellitas y cocineros estrellados. Yo soy de los segundos porque a mí no me gusta el postureo; ni siquiera hablar en público. También llegará el momento en el que haya que abrir el melón y preguntarnos si un menú puede costar 300 euros.
Una estrella en el horizonte
No son pocos los que vaticinan que Mi niña Lola será reconocida con una Estrella Michelín en un futuro próximo. El propio Rutllant no lo descarta, lo que añade más tensión en el trabajo: “Este año lo llevo mejor, pero en 2022 supe que el inspector estuvo aquí y lo pasé regular. Lo bueno es que la guía sabe quiénes somos y dónde estamos”, explica con optimismo.
Antes de terminar de hablar, el periodista y el cocinero se dirigen a la cocina. Allí está su equipo comenzando a trocear la carne y a ultimar los detalles de una preparación que lleva chocolate blanco. Todos andan concentrados en sus quehaceres.
–Esto no tiene que ser bueno para la espalda –dice el reportero.
–Cuando lleguemos a los 50 años, tendremos chepa y dinero –bromea uno de los empleados.
–¡Seremos Quasimodos, pero ricos! –responde Pablo, antes de volver a remangarse la sudadera y convertirse en uno más entre fogones y cacerolas.