Antonia se planta casi todas las mañanas en una de las sillas de plástico que forman la terraza del bar que hay a pocos minutos de su casa. Saluda a la camarera por su nombre e invita a sentarse a cualquier vecino que se cruce de paso al mercado.
Algunos sucumben, aunque, si no hay suerte, esta septuagenaria tampoco vacila en entablar conversación con quien ese día caiga en el asiento de al lado. Y le comenta que qué buen día ha amanecido o qué necesaria son las lluvias cuando caen; que vive sola desde hace más de siete años, cuando murió su marido, pero que sus hijas y nietos, aunque viven fuera, vienen a menudo a verla y está feliz. Sola pero feliz.
Manuel no usa esas mismas palabras. Desde que enviudó, siente que la soledad lo oprime. "Yo echo de menos alguien con quien hablar cuando estoy viendo la televisión en mi casa, con quien pensar qué hacemos de comer o con quien ir a dar un paseo. Y que si un día me pasa algo, haya alguien al otro lado. El silencio es muy triste", asegura. Él forma parte de ese 13,4% de la población que sufre soledad no deseada, un fenómeno que hace no mucho estaba en la sombra y preocupa a muchos expertos.
Estos dos malagueños muestran que lo primero que hay que entender es que no es lo mismo vivir solo, estar solo y sentirse solo, como tampoco se puede igualar la soledad social (falta de relaciones con el grupo) con la emocional (carencia de relaciones de confianza).
La soledad ha existido siempre, pero antes no suponía el reto que es ahora, principalmente, por el envejecimiento de la población, apunta Rafael Grande, profesor de Sociología en la Universidad de Málaga y experto en este tema.
Él diferencia varios factores de riesgo y señala que la pandemia "marcó un antes y un después", no sólo porque puso el foco en la soledad, sino porque promovió que, durante el confinamiento, se comenzaran a normalizar situaciones de no contacto. "Y en la medida en que eso sucede, se extiende a determinadas personas en riesgo de aislamiento o a ciertas etapas de la vida", reflexiona.
La soledad no está vinculada a la edad, pero a medida que envejecemos aumenta el riesgo de padecerla y, "aunque no siempre van de la mano, en las personas mayores confluyen la soledad emocional y la social", asegura Grande.
Eso se debe, en parte, a que otro de los factores que inciden en este fenómeno es la pérdida de vínculos sociales y familiares que, de forma progresiva, se está acentuando. "Las familias son cada vez más pequeñas y las opciones de tener vínculos de ayuda se reducen", señala este experto.
Isabel tiene 93 años. Nació "en la zona española de Marruecos", pero con casi 30 años se mudó a Málaga con sus padres. Desde que fallecieron, cuando ella "todavía era joven", vive sola.
"Con eso lo digo todo. Mi único hermano murió con 56 años y ahora mismo tengo una cuñada y un sobrino con los que hablo por teléfono todos los días", cuenta. Ella nunca ha estado rodeada de mucha gente, pero es "muy exigente con la compañía". "Cuando eres joven te acostumbras, pero convivir con otras personas en la vejez es más complicado", asegura. A pesar de ello, esta mujer mira a su alrededor y asegura que, "seguramente, al final, acabe en una residencia, porque las pilas se están acabando".
Este caso ilustra, entre otras cosas, la importancia de los vínculos. "A lo largo de nuestra vida, avanzamos dentro de una especie de caravana social que nos protege y que se compone de tres elementos: el círculo de proximidad (la pareja o los padres), las relaciones cercanas (la familia, los compañeros de trabajo o los amigos) y los vínculos débiles. A veces pensamos que solo son importantes los lazos estrechos, pero la teoría demuestra que estos últimos, los vínculos débiles, son fundamentales", ejemplifica Grande.
De ahí, la relevancia de poder hablar cada mañana un rato con el panadero o con el vecino que encontramos en el ascensor; de tener ese bar de toda la vida al que ir a tomar café, asociaciones a las que acudir, una red de bibliotecas públicas, hogares de día… "Un tejido comunitario que proteja", señala el sociólogo. Como el que abraza cada día a Antonia.
Para que eso exista, es de suma importancia cómo se diseñan los espacios urbanos. "La forma en la que se construyen las ciudades ayuda o desincentiva que se generen estos vínculos débiles", apunta el profesor de la UMA, que saca a relucir un estudio reciente que demuestra que las olas de calor afectan menos a los barrios estadounidenses en los que hay fuertes vínculos comunitarios.
La importancia del diseño urbano
"Es importante, por ejemplo, que haya bancos en los que sentarse en la sombra a hablar. Son necesarias políticas públicas que lo fomenten, pero lo que se han impulsado son medidas para destruirlos", critica.
En paralelo, apunta también al déficit de residencias públicas y el enfoque de las mismas. "A día de hoy, se centran en la salud física y dejan de lado la salud social. Eso genera en los residentes pérdida de identidad porque se impone una homogenización de las personas", explica.
En su opinión, no basta con que las personas mayores tengan contacto las unas con las otras en estos espacios, son necesarios, por ejemplo, programas de intercambios generacionales. Según un estudio que elaboró para la Junta de Andalucía, el 80% de las personas que están en una residencia experimentan soledad no deseada.
"En una sociedad en la que cada vez hay más personas en edad avanzada, debemos evitar caer en el edadismo, despojarlas de cualquier función porque dejan de ser productivas, y comenzar a atenderlas, a pensar en estas cosas", anima Grande.
Los jóvenes, en la diana
Pero no solo hay que mirar hacia los mayores. Según un estudio del Observatorio Estatal de la Soledad no Deseada (SoledadES), cerca del 40% de las personas que la sufren tienen menos de 34 años, una cifra que dobla a la de los mayores de 65. "Los jóvenes son quienes más sufren soledad, pero en este caso no es soledad social sino emocional", apunta Grande.
A Carla le costó darse cuenta de ello. Vivía rodeada de su familia y de un grupo de amigos que la acompañaban desde pequeña, pero sentía que "no tenía con quién hablar", que "no podía" ser ella misma en ningún lugar.
En casos como el suyo, muchos adolescentes han encontrado en las redes sociales su salvación o su infierno. A juicio de Grande, "no se puede ser tajante" respecto a la influencia de las nuevas tecnologías: permiten mantener ciertos vínculos, pero al mismo tiempo los cambia y generan un deterioro de salud mental.
Para él la clave está en "enseñar" a estas nuevas generaciones a mantener relaciones sociales. "El problema no es que tengamos menos, es que no sabemos mantener relaciones sociales. El mundo no es dar match ni pasar vídeos, tenemos que enseñar a la gente a relacionarse de otra forma sin criminalizar la tecnología porque puede ser un gran complemento", concluye.