Cecilia nunca fue frágil: no. Nunca fue dulce. Nunca fue complaciente. Nunca fue cándida, nunca fue sumisa. Nunca fue inofensiva, Cecilia -Eva Sobredo-, aunque sus fotos nos devolvieran una mirada tierna de joven cuasihippie de melena larga, siempre retratada entre espigas y árboles, como bucólica, como soñolienta, como poética y abstracta, como idealista sin armas. Pero las tenía: vaya si las tenía. Sólo que su época la obligó a sacarlas subrepticiamente, con ira clandestina, con versos punzantes, políticos y feministas que equivalían a bofetadas sin mano. Cera para el que la quiera. Quien desee entender, que entienda.
Para que no hubiera lugar a dudas, ahí dejó la imagen de su primer disco, donde aparecía con un enorme guante de boxeo en la mano: no hizo otra cosa que repartir, Cecilia. Que dudar siempre. Que enfrentarse desde la palabra y la idea. No hizo otra cosa que criticar a la burguesía, que señalar las hipocresías de una España “con vendas negras sobre carne abierta”, que poner en jaque al hombre machista medio.
“Me contaron muchos cuentos / que si yo no era buena / me llevaban al infierno”, cantaba en Cuando yo era pequeña. Desde ahí, desde su familia católica -aunque liberal y culta, con espíritu internacionalista y bajo las influencias musicales de Dylan, Joan Báez y Simon and Garfunkel-, la niña Cecilia ya miraba raro, con sospecha, a las monjas del colegio. Contó su hermana Teresa en una ocasión que, siendo cría, espetó a las religiosas: “¿Podéis cambiar de cuento alguna vez? Nos contáis siempre el mismo”.
Esa era su forma de disentir del relato único de un país franquista: desde las bases de su educación, de su cultura, de su propia casa. Entendiendo que ella podía caminar más lejos y tejer otras fábulas, otras maneras de ser y de vivir. La suya era la mirada del descontento, cerca siempre de la intuición trágica de España -leyendo con ahínco a Machado y a Valle-Inclán-, pero bebiendo también de la copla y sus historias -fan de Quintero, León y Quiroga-, que le entusiasmaban y que la ayudaban a entender el país al que regresó a los veinte años, después de una adolescencia errante entre Inglaterra y Jordania -por los destinos laborales de sus padres-.
En defensa de la "solterona"
Se desmarcó de todos los planes ajenos: “Mi padre quisiera que fuera / su niña estudiosa de alguna carrera / mi madre prepara mi boda / con un caballero de whisky con soda / yo quiero ser equilibrista, paloma, la pluma, reina de la pista…”. Y empezó a florecer, espinosa también, auténtica. En 1973, con Franco aún coleando, lanzaba Me quedaré soltera, que no era -en ningún caso- un lamento, sino una crítica mordaz, un retrato satírico del destino terrible que solía acechar a la hembra española: ¡no casarse!
"Todas las mujeres entendemos bien de qué va... mi madre está empeñada en casarme y he escrito una canción que se llama Me quedará soltera, porque voy a quedarme soltera", enunciaba antes de entonarla. En ese temazo, trató esa compasión repugnante con la que todos se dirigían a la llamada “solterona”; ese sentir que ya no valía, que no era más que un desecho patriarcal -la niña a la que “nadie quiso”, la niña que “no fue elegida”-. Esa idea de que no hay nada más que el cuerpo, nada más, nada más, y que cuando éste se encorva… ¿qué es una mujer, qué puede dar ya? ¿Qué tiene para entregar al marido si no es su sensualidad, su belleza, su juventud y sus caderas fértiles?
Y si muero de vieja sin tener pareja,
dime quien llorará a una solterona.
Llantos de verdad en su funeral.
Me quedaré soltera
aunque yo no quiera
¿con quien casaré
si mi cuerpo está viejo?
no miente el espejo
cuando me miro en él.
Dicen que es mejor ser monja que estar así,
como lo estoy yo, con mi perro viejo,
mi loro que llora, mi gato tuerto.
soy como un verso suelto sin rima, sin par.
Cantaba Cecilia a esa soledad oscura de la mujer sin novio de entonces, a esa minusvalía emocional que España le decía que padecía. Esa ropa puesta para nadie, esa cama, esa cocina, ese banco deshabitado, ese perfume de viuda anticipada. Dos caminos para una vida: o pasar por el altar, o vestir santos, ¿lo recuerdan? No, no queda tan lejos.
Ojo: la artista quiso titular así, Me quedaré soltera, su segundo disco, pero ¡ah!, no la dejaron. La intentaron edulcorar y acabaron llamando al álbum, escuetamente, Cecilia 2. También se ha sabido que, a pesar de no sentirse del todo cómoda con su físico, rechazó siempre el maquillaje y los vestidos elegantes que trataba de imponerle su discográfica. No tenía pelos en la lengua. Cuentan que, al mismísimo Tomás Muñoz -fundador de CBS en España y cabeza pensante tras los éxitos de Julio Iglesias y Raphael-, le espetó: “¿Cómo que he trabajado poco? Todo el mes aquí encerrada y ni siquiera he podido follar”, en el contexto de una discusión por su tercer elepé.
La adúltera española
Sólo un año antes de Me quedaré soltera, en 1972, ya había retratado las complejidades de la mujer burguesa española en Dama, dama. La cantautora hacía un retrato de la ciudadana adúltera de clase alta, de la doble vida de una señorita bien que, de cara al público, era esposa, madre y devota, pero que soñaba con escribir poemas y escapar de lo predecible con algún canallita intelectual. Tanto teatro, tanto hipódromo, tanto té y tanta sonrisa la estaban enterrando por dentro. No es un exabrupto frontal, late cierta comprensión de fondo, aunque a simple vista pueda parecer una afrenta por las ironías que va deslizando como cuchillos. Ahí:
Devoradora de esquelas
partos y demás dolores
emisora de rumores
asidua a los sepelios
de muy negros lutos ellos.
El sábado arte y ensayo
el domingo los caballos
en los palcos del Real
los tés de caridad
jugando a remediar.
Es una dama, dama
de alta cuna, de baja cama
señora de su señor
amante de un vividor
Era obvio que esta obra era carne de cañón para la censura: en el primer verso, “puntual cumplidora del tercer mandamiento, algún desliz en el sexto” le plantaron un “algún desliz inconexo”. Cómo iba a ser que una señora cometiese actos impuros y los domingos comulgase, por Dios. “Ardiente admiradora de un novelista decadente, ser pensante y escribiente”, amén de “conversadora brillante en cóctel de siete a nueve”, y “de algún versillo autora… aunque ya no estén de moda”.
La artista reconoce la capacidad autónoma de esta mujer a la que dibuja, capaz de soñar, escribir y pensar por sí misma, pero atada -irremediablemente- a las convenciones sociales, al “qué dirán”, al barroquismo patrio del sufrimiento, el luto y el entierro -además de al insoportable cuchicheo sobre las vidas impuras de los otros cuando ella hacía “lo que le venía en gana” en secreto-. Maldita la gracia que le hacía a Cecilia la moral católica imperante -un apunte: ojo a su canción censurada Fauna, donde escribe: “El cuervo largo negro y severo, / señalando con el dedo, predicando a pecadores, con sus aires superiores, / las cotorras perfumadas, astracanadas peinadas, reconciliadas miran a las pájaras”.
Cecilia acostumbraba a dar en la diana sin que el socavón fuera evidente. Ahí cuando llama a la Dama, dama, “esposa de su señor… mujer por un vividor”, tirando un guiño envenenado a todos aquellos que creían que una hembra se dignifica como mujer gracias a la monogamia, al parto y al calor de la estufa. Ojo a la elegante alusión a la eyaculación precoz en Canción de amor: “Tuve tu cuerpo junto a mi cuerpo. Mi cuerpo incierto, el tuyo fugaz”.
El suicidio y el pecado
Cuentan los que la conocieron que era una mujer obsesionada con la muerte y con tendencia a la depresión, como revela Si no fuera porque: “Si no fuera porque mi padre / siempre llora en los entierros / me mataría mañana / sin pensar en ello (…) Si no fuera porque / alguien se acordará / para decir ‘dios la guarde’, o ‘el diablo la tendrá' / me mataría mañana / sin pensarlo más”.
Una declaración impactante, pero más aún la confesión orgullosa de que no piensa volverse pura para ir al cielo, de que ha sido incorrecta para la sociedad en la que vivía y que no iba a arrepentirse de ello: “Si no fuera porque / me querrán confesar / para abrirme el cielo / de par en par / si no fuera porque he pecado / y no pienso volverme atrás / me mataría mañana / sin pensarlo más”.
El hombre que no expresa sentimientos
Existe una lectura feminista en su célebre Un ramito de violetas (1974), el himno del hombre triste que escribe versos en secreto a su esposa haciéndose pasar por un admirador: total, ella es feliz, así, “de cualquier modo”. Cecilia le hizo un traje a aquel drama doméstico y machistoide: aludía a lo complicado que era entonces quitarse el disfraz de salvador de la familia, de héroe tosco y pragmático que trae el dinero a casa y no se para en minucias sentimentales, y cogerla de la mano para declararse bajito.
Es el hombre callado. El hombre incapaz de expresar sus sentimientos sin sentir pudor. El que prefiere hacerlo por boca de otro, o no hacerlo. Una gran fotografía de la masculinidad tóxica de las postrimerías del franquismo: en el fondo, este caballero está lleno de buenas intenciones, de detalles y de ternura, pero su propia cabezonería le ciega. Prefiere mostrarse frío, distante, con "mal genio": para no soltar ni un ápice de su poder.
Contra Franco, con los obreros
Tuvo palabras también para el obrerismo en Día tras día, que no llegó a ver la luz en sus discos: “Vivo trabajando y trabajando muero, me encienden a las cinco y me apagan a las siete”. La canción que sí salió, ya póstumamente, fue Cómo puede vivir: “Si se despierta mañana, será como siempre al son del reloj. Y se levanta, con camisa y corbata. Y no es un hombre, es una máquina extraña vestida de gris”. Ahí Cecilia contra el capitalismo salvaje, contra la hiperproducción, contra la explotación laboral y los oficios tristes que nos alienan.
Su Un millón de muertos fue convertida por la censura franquista en Un millón de sueños. Por ella tuvo que rendir cuentas ante el Tribunal de Orden Público el 28 de noviembre de 1973. La canción -que ha sido repetida hasta la saciedad con mensaje dedicado a las víctimas de la guerra civil española- fue considerada “no apta” para emitirse en la radio.
No obstante, su más deslumbrante crítica soterrada al sistema franquista fue Mi querida España. “Esta España mía, esta España nuestra”, era, en realidad, “Esta España viva, esta España muerta”. Su España de alas quietas, de vendas negras sobre carne abierta. “Quién pasó tu hambre, quién bebió tu sangre cuando estabas seca”, clamaba.
Explicó su hermana Teresa a este periódico que, aunque Cecilia fue una mujer afortunada y no sufrió las penurias de la dictadura, esa canción la escribió “por sus amigos poetas, artistas y cantantes, que tan mal lo pasaron”: “A ella le parecía una injusticia social, especialmente porque había crecido en el extranjero, en un ambiente democrático, y sólo siendo adolescente se enganchó a las raíces españolas”.
Nunca las soltó. El país que empezaba a asomar la cabeza cuando se enterró la del caudillo se agarró, en recíproca hermandad, a su verso honesto, a su himno hermoso y eterno. Pero ella no pudo quedarse para verlo crecer. Se fue muy pronto, Cecilia. Se quedó dormida aquella madrugada de 1976 en la carretera.
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