Era una coplera punk: con el lunar pintao’ en mitad de la mejilla, con los ojos pesadísimos por el rímmel, con las flores enormes detrás de la oreja, mirando a cámara con el gesto insolente pero tranquilo del león que te recuerda, en pleno safari, que si no te arranca la cabeza es porque no quiere.
Tenía la gracia de todos los tiempos, Antoñita, y la voz más pizpireta y garbosa de España: la niña que nació en Lorca en el 47 se fue prontísimo, terriblemente, por eso hoy no ocupa en el imaginario popular y sentimental el lugar que merecía su arrojo y su salero. A los 28 años, y sólo catorce días después de haber dado a luz a su segundo crío, su Renault 8 se estrelló y se fue para siempre, la genia.
Acababa de firmar un contrato con su representante para actuar como artista fija en el Teatro Portátil durante seis meses, iba a ganar 15.000 pesetas al día, parecía que las cosas empezaban a rodar para la mágica Peñuela: estaba labrándose poco a poco su camino flamenco y amenazaba con convertirse en una torre de la copla, pero el derrame cerebral ocasionado por el accidente de tráfico se la llevó prematuramente.
Sólo un homenaje tuvo, Antoñita, sólo uno; en Torrente, en la Sala Bony, donde actuó, por cierto, Manolo Escobar, y entre los compadres se cantaron unas coplillas y sacaron unos chavos para sus hijos huérfanos. Estas líneas aspiran a ser otro soplo de memoria sobre la nuca de un país disperso, que ama rápido y olvida de la misma manera.
Antoñita sacó la cabeza al mundo en una familia obrera que había emigrado a Murcia para buscarse la vida. Cuando ella tenía tres años, sus padres volvieron a Jaén, a Torreperogil, donde vivió y cantó en el barrio de Corea, aunque ninguno de los suyos era artista: a ella le brotó de dentro, pura generación espontánea de tanguillo y verborrea. Su padre, Antonio, era carnicero y en los mentideros le llamaban “El Mataor”, así que a la niña Antonia le tocó ser “La Mataora”, diminuta y poderosa herencia nominal que resultó también un destino, porque acabaría casándose con un torero, con Manuel Ladrón de Guevara, como la época mandaba.
La cría cantaba mientras ayudaba a su padre en la carnicería y a los clientes se les caía la baba, por eso el pequeño negocio siempre estaba muy concurrido. La primera vez que actuó frente a un público potente fue colándose en un tablao -así era ella-: quien actuaba era Juanito Maravillas, pero acabó quitándole todo el protagonismo. Al poco, volvió a repetir misión durante la actuación de la Niña de Antequera en un pueblo cercano, Sabiote. No la paraba ni dios. Si ella se arrancaba, todo el mundo guardaba silencio. Y de esta manera, empujándole a la vida a trompicones, fue haciéndose un hueco en el mundo de la música.
Himno feminista: La Espabilá
Fue en 1966 cuando se presentó en el programa Tertulia de Artistas, que se emitía en Radio Popular, y ganó el primer premio. El director de la cadena, Paco Vila, vio en ella una joya y se convirtió en su mánager: empezó pagándole la soberbia cifra -por los tiempos que nos ocupan- de 500 pesetas por actuación, todo esto sin tener carné de artista -que, por entonces, era obligatorio para actuar de forma profesional-. Qué más le daba la academia a Antoñita, qué más le daba la cátedra, si ella tenía la garra con la que otros sólo sueñan. En el Teatro Ruzafa actuaba con Antonio Machín, en el Apolo con Angelillo. Cantó también con Marifé de Triana, con El Príncipe Gitano, con El Titi, con Paco Reyes ‘Paquiro’ y con La Chunga, entre otros.
Los ocho discos que le dio tiempo a lanzar empezó a grabarlos en 1967, primero con Paco Vila y después con Emilio Lamany, que sería su representante el resto de su carrera. Muchos son los temas que le triunfaron: La agradecida, A la vera, vera, Como está mandao, Bebí de tus labios, Tarde de Toros o El hijo del ganadero, pero su gran temazo feminista -paradójico: inolvidable y olvidado- fue La espabilá, toda una declaración de intenciones en pleno año 1971, cuando las mujeres aún no podían decir “esta boca es mía”.
“En el barrio me critican porque soy ‘la Espabilá’, porque tengo toa’ la jeta de mi tía Trinidad: que si llevo minifalda y tol’ pelo apanochao… y me fumo cigarrillos con boquilla amentolaos”, cantaba. Agárrense ahí con la chulería: una hembra flamenca caminando con la cabeza altísima y el paso firme, con su faldilla corta, con el cabello a su manera, echándose sus pitillos libremente y viviendo la vida a su manera. Una heterodoxa, Antoñita. Mientras tanto, los rumores se suceden: bien vista no estaba la chavala. Era el centro de todos los corrillos porque no soportaban su alegría.
“Espabilá, espabilá, hoy me dicen lo mismo que ayer; espabilá, espabilá, porque soy una niña yeyé, espabilá… ¿qué le importa Faraó si me gusta gamberreá’ y tomarme combinao’ sobre la barra de un bar?”, lanzaba, y se le llenaba la boca. “Si critican, que critiquen; yo me siento muy honrá’, y me gusta que me llamen la gitana espabilá”. Lo tenía todo. Seguridad en sí misma, ganas de jugar, de desordenar, de tocar las narices, de beberse lo que le apeteciera en su tasca favorita. Es un retrato en pocas líneas de una mujer emancipada y dicharachera capaz de enfrentarse al “qué dirán” y al arquetipo de lo que una debía ser.
Además, en la siguiente estrofa, dejaba entrever que tonteaba con unos y con otros y que estaba dispuesta a la verbena: “Pa’ llevarme a un guateque un chico me fue a buscar, pantalón acampanao’ y tol’ pelo a lo Tarzán”, canta, divertida. “Y una vecina guasona, al mirar a aquel gachó, me dijo: llevátelo pa’ la jaula o pa’ casa el esquilaor”, relataba, dibujando también a un semihippie de los tiempos, otra clase de hombre incorrecto para el régimen franquista, otro truhán que no gustaba a las señoronas cotillas del barrio.
Boda embarazada
Miren que, a pesar de la fuerza que traía, mucho tuvo que aguantar Antoñita Peñuela por los sentires de su época. En Con los bracitos en cruz, cantaba, por ejemplo, poniéndose en la piel de las madres solteras que se lamentaban por sus malas elecciones y cargaban sobre sus hombros la terrible -e injusta- responsabilidad del embarazo en forma de martirio. A su niño le regala una nana podrida de dolor: ”Si tienes un apellío / la culpa es mía na más / porque perdí mi sentío’ / una oscura madrugá”.
Aunque ahora parezca una letra autoflagelante, ya resultaba innovador hablar de las mujeres de los márgenes, las que el propio sistema despreciaba por no haber sido “dignas” de formar una familia “como dios manda” y se habían dejado llevar por un arranque de pasión sin protección. La sociedad las castigaba con desprecio por su “exceso de sensualidad”. Por su “mala cabeza”. “Déjame que ponga un beso en tu frente / quiéreme aunque murmure la gente / yo te he llevao’ en mis entrañas / te di sangre de mis venas / dime tú a mí, rey de España / si no es grande mi condena”.
No obstante, hay un verso luminoso al final de la canción que indica que la protagonista se arma de valor y va a buscar al otro responsable del asunto: “Con los bracitos en cruz / iré a buscar a tu padre / lo juro por mi salud / pa’ que siempre sepas tú / lo buena que es una madre”. Hay una defensa subterránea aquí del amor de las madres, fueran como fueran, apreciadas o no por el nacionalcatolicismo y sus dogmas. Hay un ajuste de cuentas que no abandona el quejío.
La buena de Antoñita también padeció el ostracismo en sus carnes cuando cometió el “pecado” de casarse embarazada, haciendo ver que no se había “reservado” para el matrimonio -otro imperativo tosco que reinaba en los sesenta-. Por eso esta jefa tuvo que asistir a su propia boda con su torero ¡vestida de negro!: una suerte de humillación, de luto, para reconocer ante el mundo que no era virgen, que no era casta, que no era pura. Y menos mal que nunca lo fue.