“A los catorce años, se supone que un hombre de cincuenta no te espera a la salida del instituto, se supone que no vives con él en un hotel ni te encuentras en su cama, con su pene en la boca, a la hora de la merienda”, escribe Vanessa Springora en El consentimiento (Lumen), un libro-testimonio, un libro-guantazo, un libro-revancha en el que narra el abuso que sufrió por parte del prestigioso autor francés Gabriel Matzneff.
Cuando empezaron a ser amantes, ella era una niña ansiosamente lectora y con un padre ausente. “Fragilizada”, apunta. Tenía trece años. Él, cincuenta. Tampoco es que el tipo se andase con demasiados recatos: en sus libros se jactaba de mantener sexo con menores de edad, de once años para arriba. Era un pedófilo y un pederasta reconocido. Y aplaudido por los premios literarios, por el público, por la prensa, por las grandes instituciones de su país.
Esta obra revolucionó Francia en enero y ahora llega a España para seguir pidiendo responsabilidades a un mundo sordo: en ella, Springora denuncia un fallo sistémico. Los médicos. Los policías. Los profesores. Los amigos. La familia. Nadie. Nadie la asistió. Nadie intervino. Ni siquiera su propia madre, que se puso realmente triste cuando se enteró del fin de la “historia de amor”: “¡Pobre! ¡Te adora!”, le dijo.
El deseo y el consentimiento
Hay varios flecos interesantes en este relato: el primero, que ella reconoce que estaba enamorada. Salvajemente enamorada. Que accedió, y no sólo eso: que deseó. Pero aprovecha ese viejo “sí” suyo para cuestionar el concepto de “consentimiento” y, además, no se revictimiza, como veremos más adelante. ¿Puede un romance ser consentido por una niña de trece años? ¿Qué sabe de la libertad, qué sabe de la responsabilidad? ¿Ha forjado ya su identidad? ¿Cómo de fácil es dejarse deslumbrar por un adulto experimentado, sibilino, terriblemente encantador, que, además, acostumbra a engatusar a críos -niños y niñas-?
Springora conoció a Matzneff en una cena organizada por su propia madre, que era editora y convocaba reuniones con el mundillo literario. Aquí otro fleco fundamental: la impunidad de la que gozan los hombres de la bohemia. Los literatos. Los artistas. Todo se romantiza. Todo se perdona. ¡Ah, son almas tan complicadas…! ¡Son transgresores, combaten las normas sociales, la tradición! Un punto fuerte más: Francia, con su herencia de mayo del 68 y su presunto libertinaje, su legendario “prohibido prohibir”. Un país al que le acompleja poner límites. Un país que ignoró el testimonio de Springora hasta hace muy poco y que ahora, muerto de vergüenza, ha corrido a censurar los libros del autor pederasta.
Censura no, contextualización
Ella no está de acuerdo con eso: piensa que borrarlos es borrar el crimen. Piensa que hay que contextualizarlos y que sólo así serán útiles, serán el reflejo de un tipo de hombre, de una época. ¿Qué hubiera pasado si alguien -por ejemplo, su madre- hubiese impedido su relación con ese hombre?, le pregunta este periódico a la autora, que responde en rueda de prensa por Zoom. “He reflexionado mucho al respecto de mi madre”, sostiene. “Y he comprendido también su postura. Ella tenía miedo de que se rompiese el vínculo que había entre ella y yo. Yo estaba en mi época rebelde, estaba convencida de ser una persona absolutamente sensata y que sabía lo que hacía en esa ‘historia de amor’. Ella intentó advertirme y me dijo que él tenía reputación de pedófilo, pero no me lo creí porque yo no me consideraba una niña”, apunta.
“Si ella hubiera tenido el valor de enfrentarse a mi deseo y prohibírmelo nuestra relación hubiera sido muy difícil, pero para mí hubiera sido muy fácil perdonarla después. Cuando entendí lo que había pasado, no fui capaz de perdonarla. Ya, como adulta, sí he podido. Es muy difícil oponerse a los deseos de un niño o un adolescente que tiene aspiraciones de libertad; pero hay que saber, no obstante, poner límites. ¡Para eso está el adulto! Para encarnar la ley, para encuadrar tu vida. Mi madre era una madre soltera, una mujer muy joven y muy implicada en su trabajo que también estaba fascinada por la figura de los escritores que conocía”, revela.
“Nadie que la rodeara le decía tampoco que esa historia fuera un problema y acabó por convencerse de ello. No pudo percibir el peligro que corría yo. Hoy lo lamenta. Mi madre lo hizo lo mejor que pudo. Me alegro de que hoy sea consciente de que no actuó de la mejor forma para protegerme”.
La lucidez, la reconstrucción
Fue difícil escribir sobre una experiencia tan traumática. Cuenta Vanessa que al principio intentó ponerse en la piel de una chica adolescente, ser “la voz de la víctima”, pero luego entendió que no sería “demasiado honesto”. Ella reconoce su implicación. La tercera persona tampoco funcionó: era demasiada la distancia frente a su propia historia. “Cuando empecé a escribir en primera persona, tratando de recordar cómo era yo cuando era adolescente, encontré la voz más adecuada para el lector, aunque ahí me jugué muchas cosas, como mi intimidad. Esos pasajes contando mi primera relación sexual fueron muy complicados de escribir”.
No cree en el poder terapéutico de la escritura. No cree que escribir este libro la haya sanado. Lo que la ha hecho reponerse ha sido un largo y espeso trabajo de años consigo misma, cuando consiguió entender que “los adultos no querían manipularme por norma”, cuando recuperó la “confianza”. “Yo represento a otras chicas y otros chicos que han vivido historias similares durante su infancia, y eso es lo que más me ha hecho avanzar”.
Pero, ¿cuándo empezó a darse cuenta de que su consentimiento no era tal? “Cuando empecé a sentirme atrapada, muy desgraciada, cuando me di cuenta de que el papel de objeto sexual u objeto literario que él me daba no me gustaba. Cuando leí los libros que él me había prohibido leer -propiamente suyos, de Matzneff-. Fue una ironía muy interesante. El poder de la literatura, ¿no? A fin de cuentas… en los libros de mi abusador había revelaciones que me permitieron emanciparme”. No dormía. Apenas comía. Su cuerpo le parecía de papel. Dejó de ir a clase porque allí se reían de ella por el hombre con el que salía. La llamaban “cornuda”: él se veía con otras a sus espaldas.
Se aisló. Se convirtió en la triste musa de otros muchos viejos verdes que la asaltaban por la calle -pensando que era una cría lujuriosa con la que podrían hacer lo que quisieran en la cama-. Empezó a abrir los ojos: le hubiera gustado volver del colegio como hacían los demás, escuchando música en los cascos, llegar a casa y tomar un tazón de cereales. Pero pasaba las tardes en un hotel “dándole placer” a un señor que le prohibía pintarse -para que no pareciese mayor-. Que le prohibía fumar. Y tener otros amigos. Que la hacía llorar continuamente. Que la anulaba, que la convertía en su sombra. Que no la dejaba ni escribir redacciones para clase: él se las dictaba. Él-era-el-escritor. Él tenía la palabra, y quien tiene la palabra -ya lo sabe todo el mundo- tiene el poder.
El hombre, el artista, la obra
Dice algo interesante Vanessa, y es que ella no distingue sólo entre “hombre” y “artista”, sino entre “hombre”, “artista” y “obra”, y ahí distingue entre Matzneff y Polanski, señalando que el primero hace apología de un delito en sus obras, que él protagoniza sus obras pedofílicas, y que esas obras sí deben ser cuestionadas. Las de Polanski, por ejemplo, no: sólo ha de ser juzgado por sus delitos como ciudadano. “Es una cuestión legal”, subraya.
A su juicio, ¿existe una edad de consentimiento? “Precisamente, con este libro quiero decir que yo también tengo una responsabilidad frente a la edad tan precoz con la que tuve esa relación. No solamente no oculté el hecho de que me enamoré sinceramente de ese hombre, sino que al mismo tiempo quise cuestionar la noción de consentimiento”, relata.
“No es sólo una cuestión jurídica. Es una noción que se puede volver contra las víctimas y puede atenuar la gravedad de los hechos del agresor. El consentimiento hay que cuestionarlo cuando una de las partes se encuentra en una situación de vulnerabilidad: ya sea por su edad, o por razones económicas, o por lo que sea. También puede y debe cuestionarse en adultos. Espero que muchos jóvenes puedan leer el libro para que aprendan a decir ‘no’, y que aprendan que consentir es decir ‘sí’, pero que para decir ‘sí’ uno tiene que ser capaz de decir ‘no’ y establecer la diferencia entre el sí y el no. Hay que revisar si la persona que consiente lo hace en pie de igualdad respecto al otro, y eso no siempre es el caso”.
La visión de una profesional
Además del fundamental testimonio de la autora, este periódico ha querido consultar un caso tan espinoso con una experta en la materia, Loola Pérez (Doctora Glas), investigadora de la pedofilia para evitar la pederastia, sexóloga y autora de Maldita feminista (Seix Barral).
1. ¿Tiene sentido una “edad del consentimiento”? ¿A partir de qué edad entendemos que una persona tiene raciocinio y experiencia suficiente para decidir si quiere acostarse con alguien significativamente mayor?
La edad de consentimiento sexual implica autonomía personal, pero también libertad y dignidad de la persona. Aunque esto es claro, lo que no resulta tanto es su estatus epistemológico y legal, pues es un límite que ha ido variando en el tiempo e incluso entre países. Creo que es, en ese sentido, es importante entender la edad de consentimiento como un límite legal para proteger a unos individuos de otros, pero también es el modo en que impedimos que otros actúen en nuestro lugar o impongan su voluntad. Consentir es un ejercicio de madurez e implica, en cierto sentido, exponerse a las consecuencias de los propios actos.
Actualmente, en España, la ley coloca la edad de consentimiento sexual a los 16 años. Por debajo de esa edad se considera que hay un aprovechamiento de su inmadurez. Un caso distinto son las relaciones entre menores. El Código Penal no anima este tipo de relaciones, pero tampoco las prohíbe. Las actividades sexuales entre adolescentes cuyas edades son cercanas e implican un grado similar de madurez, cuando son consentidas, no son un delito aun cuando alguno de ellos pudiera estar por debajo de la edad de consentimiento legal.
El hecho de que un menor pueda aprobar una relación con alguien significativamente mayor no implica que se esté dando el consentimiento. Muchos abusadores de niños, por ejemplo, justifican su conducta delictiva diciendo que el menor ‘consintió’. Pero consentir, cuando hablamos de personas que están madurando, consiste en algo más que decir ‘sí’, implica, en definitiva, entender lo que se está haciendo.
2. Centrándonos en el caso Matzneff, ¿cómo puede ser el consentimiento de una niña de 14 años?
El problema sobre si un niño puede o no puede consentir no se limita a defender que ‘debe tener la información necesaria’, sino que comprende que puede hacerlo, de un modo erótico, como los adultos. Un niño y un adulto viven en mundos distintos tanto a nivel madurativo como moral, fisiológico, educativo… Por ello, más allá del principio del daño, este tipo de relaciones son un delito y son moralmente negativas.
3. ¿Cómo analizas la fijación de Matzneff con los niños y su reconocida pedofilia?
El abuso sexual infantil es más probable por causas no parafílicas, es decir, por causas diferentes a la pedofilia. Ni todos los abusadores sexuales son pedófilos ni todos los pedófilos abusan de un menor. El pedófilo tiene que ser juzgado por sus acciones, como toda persona, no por sus deseos. Sin embargo, nuestra sociedad tiende a ver al pedófilo como el chivo expiatorio del abuso sexual infantil. Dicho esto, creo que todo pedófilo que haya pasado al acto debe ser puesto a disposición de la justicia. Hay que entender que buscar sexo con niños es un problema.
Hay algo que no está bien en esa persona y hay que buscar la causa en algo que vaya más allá de una atracción sexual, por ejemplo, falta de control de impulsos, baja empatía hacia los menores, distorsiones cognitivas, justificación del abuso (por ejemplo, ‘los niños me provocan’), etc. Esa persona, además de rendir cuentas con la justicia, debería buscar o recibir ayuda. Lo que entraña más duda es valorar los hechos en retrospectiva, cuando los actos sucedieron cuando Vanessa cumplía con la edad de consentimiento sexual.
4. ¿Qué debe hacer la sociedad con Matzneff? Se han censurado sus libros, por ejemplo, aunque Vanessa no está de acuerdo, simplemente cree que deben ser contextualizados con una nota en el prólogo, por ejemplo.
Los actos de abuso sexual infantil cometidos por personas que hasta cierto momento hemos creído ‘ejemplares’ o ‘admirables’ influyen mucho en la actitud pública hacia la criminalidad. En muchos casos, se crea incluso un estereotipo. No justifico los actos de Matzneff, pero no creo que el castigo consista en retirar su obra. Es bastante dudoso que censurar su obra vaya a repercutir en la protección de los niños o en las normas en cuanto a la persecución del abuso sexual infantil. Contextualizar su obra creo que es preferible antes que privar a la sociedad de sus textos.
5. ¿Cómo funciona ese paso de Vanessa de vivir la relación como una “historia de amor” a declarar que se ha visto sometida a una “relación desigual de abuso”?
En el caso de Vanessa, creo que responde al desarrollo de su madurez, a la conciencia de su autonomía. Ahí lo que puede suceder es que haya comprendido de qué modo era manipulada por un adulto, cómo actuaba él para aprovecharse de su falta de madurez… No es que antes no fuera una víctima y ahora sí, es que antes no tenía capacidad para entender lo que pasa y por tanto, no podía definirse como tal. Esto no significa que los delitos de abuso sexual se basen en sentimientos. Estamos hablando de hechos reconocidos por el mismo autor.