Juliana ha sido, hasta hoy, la vida más importante de la vida de su nieta Bárbara Montes. “Viví muchos años con ella, desde que cumplí los once hasta los veintitantos que me independicé”, cuenta a este periódico la novelista que ahora se inspira en su abuela coraje para tejer Julia está bien (Ediciones B). “Ha sido prácticamente mi madre, mi amiga y mi abuela, todo en uno. Lo más importante que aprendí de ella es que ‘para enfadarme yo, que se enfade otro’. Eso se me quedó grabado. Yo me enfadé muchísimo con no sé quién siendo adolescente y ella me dijo: ‘Cariño, mejor decir lo que te pase y que sea la otra persona la que se enfade antes que tú guardarte nada’”. Porque se emponzoña. Porque duele. Y Juliana lo sabía, como supo tantas cosas. Antes de la demencia. Antes de la muerte.
La idea de escribir esta historia y homenajear la fortaleza de su abuela le surgió a Bárbara hablando con su marido, cuando Juliana ya estaba en la residencia porque no podía vivir sola en casa. “¿Tú sabes que de pequeños mi hermano y yo decíamos ‘ay la abuela, que es espía’? ¿Te he contado esa anécdota alguna vez?”, le dijo. No se la había contado y él quedó fascinado, como ahora sus lectores. “Bueno, no fue espía, claro, pero nosotros la llamábamos así, porque pasó información escondida en una tartera a los presos republicanos de la cárcel de Badajoz”. En esos papelitos iban escritas las defensas que tenían que utilizar y el delito del que se les acusaba, porque en la mayoría de ocasiones ni lo sabían.
Se los pasaban los abogados del Partido Socialista y la misión de Juliana era colarlos en la comida de la tartera y llevársela a su amor, entonces preso. “Mi abuela fue mujer de vida sencilla. Venía de familia humilde. Su padre era carbonero y se llevaba muy bien con todo el mundo, no era un señor involucrado en política. Hasta que Badajoz cayó en el bando de los ‘rebeldes’, como se les llamaba entonces, los ‘nacionales’, como les dijeron después. Eran una familia de campo que lo único que querían era tener un plato de comida al final del día, la política les daba bastante igual”, cuenta.
Militancia no, supervivencia
No pensaban en la militancia, sino en la supervivencia. “Ella lo hizo porque tenía que hacerlo. Yo le decía siempre: abuela, fuiste muy valiente… y ella decía ‘no, no te equivoques, yo he sido una cobarde toda mi vida, eso me daba muchísimo miedo, pero lo hice porque estaba profundamente enamorada de tu abuelo y era lo que tenía que hacer para que le liberaran y poder estar con él’”. Habrá algo más fuerte que la convicción ética, que los valores, que la ideología, y es el amor. El amor que sintió Juliana por el que acabaría siendo su esposo toda la vida.
“A él le cogieron preso en el puerto de Alicante. Primero estuvo en el Castillo de Santa Bárbara y le trasladaron a Badajoz. Ella quería casarse, estaba enamoradísima… empezaron a salir en el 33 o 34, y ya en el 39 ella empezó a pasar información”, revela la nieta. “De hecho, se casaron estando él en la cárcel, cuando cumplía condena de siete años a trabajos forzados. Ni siquiera tuvieron noche de bodas como tal: los compañeros de mi abuelo les hicieron una cabañita, un chiscón con ramas para que tuvieran algo de intimidad, pero tuvieron que esperar un par de años a que saliera y poder empezar una vida juntos”.
La tragedia enorme fue que su marido murió al comienzo de los sesenta de un derrame cerebral. Bárbara nunca le conoció y Juliana nunca volvió a enamorarse. “Es una historia muy dura, jamás pensó siquiera en volver a casarse ni nada porque el amor de su vida era mi abuelo. Encuentras a una persona que amas y te ama de verdad y la pierdes… ella se quedó sola con cuatro hijas en plenos años sesenta. Tuvo que trabajar mucho para sacarlas adelante. Fue cocinera en un hospital. No fue una vida fácil”, explica Montes.
Viuda coraje
La madre de Bárbara empezó a trabajar desde muy joven, a los catorce años, como peluquera, y le fue muy bien: llegó a montar varias peluquerías, pero jamás pudo estudiar. Tenía que ayudar a alimentar a la familia. “Sé que esto ha pasado muchas veces y no lo considero especial, siempre ha habido viudas fortísimas que han podido con todo, pero en lo que a mí respecta ha sido muy emocionante conocerlo”, esboza. “Es relevante en la historia de mi vida. Nunca he tenido una familia convencional ni prototípica. Mi madre se separó cuando yo tenía dos meses. Igual que ella, yo fui criada sólo por una mujer, y eso nos ha marcado mucho”.
Cuenta que su abuelo era muy feminista, más que su propia abuela. “En el tiempo que pudo compartir con sus hijas, las enseñó a ser mujeres valientes: ‘que nadie os diga lo que podéis hacer o lo que no’, les decía. ‘Todo lo que decidáis vosotras estará bien’. Mi abuelo, por ejemplo, enseñó a fumar a mi madre, algo que estaba tan mal visto en aquella época en una mujer. ¿Que tú quieres fumar? Pues toma, fuma. Me he criado en un entorno completamente feminista. Nunca me dijeron nada por decir tacos o por sentarme con las piernas abiertas. He sido una afortunada”, sonríe.
Humor y mal genio
Recuerda con cariño y humor que su abuela parecía muy dulce pero que tenía “un fondo muy corrosivo, una mala leche bastante importante”: “Tenía mucho genio. Mi abuela era ciega, nunca había visto bien. Con 13 años tuvo un desprendimiento de retina, luego otro, y poco a poco quedó ciega. Y recuerdo cómo iba por la calle con el carrito de la compra arrollando a todo el mundo. Y yo le decía: ‘Abuela, pero pide perdón, ten cuidado’. Y ella: ‘¡Que vayan con cuidado ellos, que ciega estoy yo, que se quiten de enmedio!’. Era muy graciosa. Nos metíamos mucho la una con la otra. Le hablaba con mucha naturalidad, como a una amiga. Le decía ‘anda, vieja, calla’, y ella no se enfadaba, se reía”.
O Juliana le preguntaba: “¿Qué te has puesto hoy?”, y Bárbara le respondía “anda, qué más te da, si eres ciega”. Se partían. “Esa mala leche, esa ironía, la he sacado de ella. Era una persona sencilla con un humor complicado. Siempre se prestó a hablar conmigo. Yo no era una niña muy habladora, y ella interpretaba muy bien mis silencios, si era un silencio tranquilo o si era un silencio de estar triste, y sabía cómo sacarme las cosas”, sonríe. La aconsejaba incluso sobre chicos, sobre pequeños romances adolescentes. Le recordaba que lo de “quien bien te quiere, te hará llorar” era una mentira tremenda. Le decía que se quedase con quien la hiciese reír.
Su abuela nunca fue religiosa -“creo que sólo la vi ir a misa una vez”- y tampoco estuvo muy politizada. La Guerra Civil la vio como una lucha de egos machos, casi. “A partir de los sesenta o setenta sí se consideraba más socialista, pero tampoco era algo que le quitase el sueño. En casa no hablábamos mucho de política, siempre nos han dejado a todos pensar lo que hemos querido. De hecho, votamos cada uno a uno”, ríe. “Somos todo un espectro. Después de la guerra, mi abuela tiró hacia una izquierda moderada, pero eso sí, que no le mencionasen el comunismo. Creía que la política se había pervertido por completo y no le interesaba en absoluto”.