Sexo violento, pastillas, feminismo: Pizarnik, la genio que temía la palabra "homosexual"
En 'Alejandra Pizarnik y sus múltiples voces (Huso)', una selección y edición de Mayda Bustamante, 85 escritoras de 15 países homenajean a la poeta legendaria.
28 abril, 2021 00:36Noticias relacionadas
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"Yo he firmado un pacto con la tragedia y un acuerdo con la desmesura", escribió Alejandra Pizarnik, que hubiese cumplido 85 años el 29 de abril de 2021. La legendaria poeta era tan consciente de su propia agonía, de su poderío y su fragilidad que también lanzó en otra ocasión, visionaria hasta el esoterismo, que ella no podía "hablar con mi voz, sino con mis voces". Era una lápida y una defensa vital. Era una declaración de intenciones y un destino, todo a la vez.
Por eso ahora que le celebramos -sus lectores- el cumpleaños que no fue, el que ya nunca será, tiene más sentido que nunca que hablen por ella, como piezas sueltas de su hilo mágico, las voces que no son las de sus viejos fantasmas sino las de otras mujeres que la entendieron, la leyeron y la admiraron. De Chantal Maillard a Cristina Peri Rossi pasando por Raquel Lanseros. Hembras de todo el planeta llorándola. Agradeciéndole. Salvándose con ella, quizá -y sobre todo- porque ella no pudo.
De ahí esta obra titulada Alejandra Pizarnik y sus múltiples voces (Huso), una selección y edición de Mayda Bustamante, donde 85 escritoras de 15 países -España, Argentina, Chile, Cuba, Uruguay, Perú, México, Polonia, Bulgaria, Australia, Marruecos, Francia, Rumanía, Italia e Israel- abrazan a la escritora con textos ensayísticos, con narraciones y poesía. La pieza es, cuanto menos, emocionante.
Las amigas lejanas
"Volé esta madrugada / más alto que ninguna otra vez", le escribe Maillard. "Cada noche, en la duració de un grito / viene una sombra nueva. / Cada noche, en la duración de un grito, / un alma acude a mí. / La acojo. / En el grito. / Ella no dura. Sólo se abre. / Y hay que entrar. Suavizar. No hay que recordar. / Tan sólo entrar. / Respirando. / Escribir luego / para reforzar / los frágiles puentes / los conductos sutiles / con temor / de que se borren / en el espacio leve / entre lo presentido y lo sentido".
Será que Alejandra es la amiga de todas. La que nombró nuestras cosas con sus nombres esenciales. Como le dedica Pilar Blanco: "Salí a buscarte y me encontré con la noche. Bajo la nieve antigua, bajo el ángel y los pájaros había sólo noche. Y la niña 'que habita con frenesí la luna' (...) La noche ha caído sobre nosotras, Alejandra. Tus palabras desvalidas son el cuchillo que se vuelve contra quien porta como un estigma, como una maldición la mano y la escritura (...) Quien ha perdido todo cierra su mano y atesora el dolor. Quien nació jaula solo sabe de huidas".
O, quizá, como le canta la Peri Rossi en su poema Alejandra entre las lilas: "Quizás fuera el nombre / dulce de Alejandra / o esas lilas de los muros / soplando en la noche densa / o fuera / la nocturna cacería / de palabras deslizándose / en el vidrio / que te precipitó a la muerte / en la solitaria / duración de un grito / a medianoche / cómplice de nombres oscuros / impronunciables". Y continúa en el desamparo: "¿Cómo fue que aquella noche / no acudieron las palabras? / ¿Cómo fuiste desterrada, desasistida / dónde estaban los lilas cenicientos / de los parques / dó las enredaderas de los muros / dónde las damas púrpuras y misteriosas / dónde tu padre y tu madre?".
Noche y barbitúricos
Lo resumiría en un verso letal Raquel Lanseros: "Vivimos con una mano en la garganta (...) En la noche del mundo / escribo y sueño. / Escribo contra el miedo / invocando / el alba amada desaparecida". La verdad es que Pizarnik escribía -escribe- de jaulas, de barcos, de ojos. De vinos, de cielos, de lunas. De azares, de flores y de piedras-muy-pesadas. Es surrealista, sexual, depresiva.
En sus poemas es de noche y hay una caja de barbitúricos cerca, por si apetece decir "hasta aquí" y descolgar el teléfono para siempre. Es una niña monstruo -como llamaba ella a Janis Joplin cuando se encomendaba a su influjo-, una mística, una hembra revolcada en el despojo; tan frágil que no está nunca -porque siempre se acaba de ir- y tan sensorial que vive en los objetos de tu casa. No duele pero duele en todas partes. "Tú eliges el lugar de la herida", concedió.
Cuando era pequeña, lloraba su acné y se dopaba a anfetaminas para bajar de peso. Se volvió adicta a las pastillas y vívía a caballo entre el insomnio y la euforia: cisnes enfermos volando bajo por aquí. Reventaba a complejos. Tenía celos de su hermana mayor. Tartamudeaba. Sus padres eran joyeros, inmigrantes judíos de origen ruso y eslovaco. Ella hablaba español con acento europeo y se sentía extranjera en cualquier lado, hasta en su lengua. Una intrusa diminuta -con el pelo a lo garçon y los ojos hundidos- paseando el barrio de Avellaneda. "Ellos y yo sabemos / que el cielo tiene el color de la infancia muerta".
"El otro lado"
Hay versiones de Pizarnik: puede ser un agujero. O una pared que tiembla. Tiene un ojo esotérico y charla largo con los muertos. "Ella se desnuda en el paraíso / de su memoria / ella desconoce el feroz destino / de sus visiones / ella tiene miedo de no saber nombrar / lo que no existe". Sus fantasmas van erectos -lo cuenta así-, y están tan dentro que a veces escucha "llorar a alguien en sus huesos". Coquetea muy cerca del otro lado. Está a punto de irse con ellos. Es, otra vez, el miedo. "¿Sabes tú del miedo? / Sé del miedo cuando digo mi nombre. / Es el miedo, / el miedo con sombrero negro / escondiendo ratas en mi sangre / o el miedo con los labios muertos / bebiendo mis deseos. / Sí. / En el eco de mis muertes / aún hay miedo".
Empezó Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. No la acabó. Dio cursos de pintura, de literatura y periodismo; cojos todos por falta de método. Pizarnik era lectora, lectora, lectora. Por eso mamó del romanticismo, del surrealismo, del simbolismo francés. Lírica, psicoanalítica, falta siempre de algo, de alguien inalcanzado.
Lo escribió en La carencia: "Yo no sé de pájaros / no conozco la historia del fuego. / Pero creo que mi soledad debería tener alas". Ella quería, en realidad, amor: un amor mesiánico que viniese a salvar. Un amor que llegase y punto, para el que no hubiese que hurgar, que forzar, que provocar nada. "Buscar no es un verbo, sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir ir al encuentro de alguien, sino yacer porque alguien no viene".
La palabra 'homosexual'
Dicen que su familia mutiló sus diarios por pudores. Dicen que se enganchó -no se sabe si platónicamente- a Elizabeth Azcona Cranwell, que formaba parte del grupo de Poesía Buenos Aires, reunidos siempre en el Palacio do Café de calle Corrientes. Pizarnik le escribió: "Para Elizabeth que sabe que las aventuras perdidas son: / una niña en busca de su nombre secreto / una muchacha corriendo detrás del amor (...) Prohibido olvidarse". Nunca confesó ser lesbiana. Le asustaba la palabra "homosexual": "Prejuicios viejos en mi vida joven".
Su sexo era sólo violento. "D. vuelve a mostrar sus fauces de hembra de alcoba. La deseo profundamente. Su cercanía es como una premasturbación (...) Tan sucia y superficial. Tan adorable. Tan lejana", cuentan algunas de sus confesiones que duermen en la Biblioteca de Princeton. "Hoy llegué a un pobre orgasmo después de imaginar mucho tiempo que los nazis me apuntaban y me entregaban a un militar tenebroso y muy temido, que me castigaba mientras fornicaba conmigo... de todos modos, lo esencial es esto: me excita que me castiguen".
Pizarnik feminista
Muchos de sus poemas son vaginas abiertas; y eso la arrastró a convertirse en un icono del feminismo. Por sacar la cabeza como poeta cuando otras no pudieron. Por hablar de erotismo, de frustración y de desgarro. Por hacerlo desde la óptica de la feminidad. "Una flor / no lejos de la noche / mi cuerpo mudo / se abre / a la delicada urgencia del rocío", escribió en Amantes. Ganas mustias de sí misma y de otros: "Triste cuando deseo y cuando no. / Triste cuando con un cuerpo y cuando no". Contaba que sentía "un entrañable calor que me abriga cuando el mundo me golpea", y que ese calor era "el de las otras mujeres, de aquellas que hicieron de la vida este rincón sensible, luchador, de piel suave y tierno corazón guerrero".
En París vivió con hombres y mujeres. Allí trabajó para la revista Cuadernos y para algunas editoriales francesas; tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Césaire e Yves Bonnefoy; estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Se hizo amiga de Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz. Este último le escribió el prólogo de Árbol de Diana (1962), su cuarto poemario. Dijo que el libro era "la cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas" y que el producto no contenía "una sola partícula de mentira". Dijo que era "una higuera mítica", dijo que muchos no lo entenderían.
Se suicidó a los 36 años, con 50 pastillas de Seconal. Por fin salió de su Infierno musical -que sólo era la vida-. De sus silencios sordos, de sus noches con colmillos de lobo, de sus licores furiosos. Quería morir "como muere un animal pequeño en los cuentos para niños -eso tan terrible lleno de hermosura-". Y se fue en medio de ese intento suyo de "explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome".