Son cien años sin Emilia Pardo Bazán, desde que se fuese en mayo de 1921 por una maldita gripe que se complicó por su diabetes crónica: adiós a la gran heterodoxa, a la mujer complejísima y rebelde, a la feminista católica, a la esposa separada de su marido, a la diva que coleccionaba amantes, a la amiga de sus colegas hombres -lo que en ese momento era toda una transgresión-, a la liberal, a la hembra también de sensibilidad carlista.
¿Quién eras, Emilia? Qué tremenda con tu flequillo rizado, con tu nariz de aguililla, con tu labio fino de ciudadana inconforme. Qué tremenda, Emilia, con tu moño enorme como un pastel en lo alto del cráneo, con tus abanicos y tus collares de perlas incapaces de minimizar a la auténtica punki que te habitaba.
¿Quién fuiste, Emilia, cómo podemos honrarte ahora, después de tanto tiempo de desprecio social? Tú que fuiste novelista, periodista, ensayista, crítica, poeta, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante, tú que fuiste lo más puro del naturalismo y del realismo y lo más granado del momento, tú que tuviste un padre progre que creía en la educación de las mujeres y que te puso la Biblia, la Ilíada y Don Quijote de la Mancha en las manos con sólo nueve años y ya nunca los soltaste. Cómo te bebías tú los tomos sobre la Revolución Francesa, Emilia nuestra. Cómo masticabas las Vidas paralelas de Plutarco.
Te recordamos lejana y fiera en tus libros y tus biografías, en boca de todos los muertos que hablaron de ti, ¡y los que hablaron mal, que fueron muchos!; en boca de todos, mejor dicho, los que se vieron amenazados por ti, por tu inteligencia, por tu manera de llegar a los sitios rompiendo cosas, por tu gracia al contestar, por tu forma estoica de aguantar las vanidades de unos y de otros y ser mejor que ellos sin rendirte nunca.
Qué fuerza moral sacaste de no sé dónde, Emilia, para ponerles a todos un puntito en la boca, y cómo has resultado tú después más querida y más icónica que ellos, que te llamaron puta, y marimacho, y fea, y gorda, que rechazaron tu candidatura -¡por tres veces!- en la RAE porque decían que tu trasero no cabría en esa silla.
La mujer que se aburría de todo
Ahí quedan ahora esos Clarín, esos Zorrilla o esos Valera, confusos y algo eclipsados porque tu fantasma cada vez se hace más grande, cada vez se hace más fuerte: insobornable ya en 2021, cuando te celebramos los hombres y las mujeres que te estudiamos en los colegios y luego te llevamos siempre con nosotros, cerquita del pecho.
Tú te aburrías de todo y seguías investigando la vida, Emilia. Tú eras inoportuna y carismática, metomentodo, mágica y chirriante. Tú conociste a Victor Hugo, tú leíste a La Fontaine y a Jean Racine, tú te descojonaste de las cátedras que instaban a la mujer a especializarse sólo en músicas y tareas domésticas.
Todo lo que aprendiste fue a través de los amigos de tu padre, de tus instructores privados y tus amados libros, y sabías francés, inglés y alemán, y pensabas burbujeando todo el rato, y no te dejaron ir a la universidad y te casaste un poco por las risas con 16 años con José Quiroga y Pérez Deza porque a vuestros padres les gustaba esa unión, les caía en gracia.
Dijeron que traficaste armas para el carlismo, Emilia, ¿será eso verdad?; y dijeron que levantaste el dedo para defender la europeización de España, y dijeron que tu vida libertaria empezó a agobiar a tu marido, y tuviste hijos y empezaste a escribir libros y a ganar premios y conociste a Galdós y ni dios sabía entonces que acabaría convirtiéndose más tarde en tu amante más dialéctico y tórrido.
Los pazos de Ulloa
Con La cuestión palpitante, en 1883, marcaste de verdad la diferencia: te llamaron escandalosa, Emilia, los mojigatos aquellos, porque criticabas el fondo filosófico del naturalismo -por su determinismo radical-, y porque defendías el libre albedrío como un derecho inalienable. Todo eso mientras usabas técnicas literarias naturalistas, porque así eras tú, ¡una chula!, y cabreaste al personal y te dijeron de todo y hasta tu marido se ofuscó y te exigió que dejaras de escribir, pero no ibas a hacerlo nunca, Emilia, nunca.
También te digo que gracias a aquella reyerta fuiste una mujer emancipada por fin y ya pariste Los pazos de Ulloa -que te consagró-, y La madre naturaleza -un amor incestuoso-, y qué hermoso fue cuando, con Insolación, defendiste la sexualidad de la heroína como vigorosa e igual a la del hombre y cuando en La joven dama hablaste de una pareja recién divorciada, casi, casi, como la tuya.
Romance con Galdós
Maravillosa Emilia, en el naturalismo o en el realismo: en lo que te echaran. Tú alegabas que el espíritu del individuo podía vencer cualquier obstáculo material. Fundaste la revista Nuevo Teatro Crítico, criticaste la educación de las españolas como una “doma” para convertirlas en seres pasivos y obedientes y metiste hostias como panes a la Academia para que aceptara a mujeres, aunque amiga: no te hicieron ningún caso.
Hilvanaste noches, cuentos, amantes, una vida personal y sexual muy divertida que nunca redujo tu entrega literaria, y te carteaste sensualmente con Galdós y le amaste y también le pusiste algunos cuernos que le sentaron fatal, como con Narcís Oller o Lázaro Galdiano.
Pero qué bueno fue que os encontrarais y hoy podamos leeros: qué grande es ver cómo le escribías “en cuanto yo te coja, no queda rastro del gran hombre”, o cómo recordabas que amarte a ti tiene todas las incomodidades y los peligros de amar a un marine en tiempos de guerra: “Siempre doy sustos”. Hace cien años ya que no nos los das, y cómo los extrañamos, Emilia. Necesitábamos de tu bravura siempre.