Las mujeres de las clases altas de la Antigua Roma republicana se reunían a principios de cada mes de diciembre para celebrar los misteriosos ritos de la Buena Diosa (Bona Dea), una divinidad cuyo culto estaba relacionado con la fertilidad. Los hombres tenían totalmente prohibido participar en esta celebración religiosa de carácter privado, en la que hasta se cubrían las estatuas de varones con un velo. Rodeadas por un halo de misticismo, allí se daban cita desde las vírgenes vestales hasta las esposas de los políticos más influyentes.
"Ese secretismo alimentaba todo tipo de lascivas fantasías", explica el historiador Tom Holland en su imprescindible y fantástica obra Rubicón, reeditada de nuevo este junio por Ático de los Libros en su colección Tempus y que se sumerge de una forma novelescamente rigurosa y entretenida en el auge y caída de la República romana. "Todo ciudadano sabía que las mujeres eran depravadas y promiscuas por naturaleza. Por tanto, un festival al que los hombres tenían prohibido asistir tenía que ser un nido de lujuria".
En el invierno del año 62 a.C., la cada vez más dañada estabilidad romana se recuperaba del ataque del conspirador Catilina. Pero el Foro seguía siendo presa del miedo y epicentro propagador de todo tipo de rumores. También estaba la amenaza de cómo reaccionaría la nobleza a la llegada del invencible Pompeyo Magno: ¿se aventuraba una nueva guerra civil? En ese contexto, las damas poderosas se reunieron en la mansión de Julio César, que ostentaba entonces el título de pretor, con su madre Aurelia y su esposa Pompeya como las encargadas de presidir los ritos, las anfitrionas.
Las estancias de la casa se fueron llenando con el olor del incienso y el ritmo de la música mientras las mujeres se congregaban en una habitación decorada con hojas de viña. Durante unas pocas horas, ellas, empujadas a desterrar su inteligencia y abrazar la frigidez como modo de vida según la moral romana —que participaran en intrigas políticas las convertía de inmediato en libertinas, unos monstruos depravados—, tenían la seguridad de la ciudad en sus manos. Eran las protagonistas. Se sacrificó un cerdo y se ofreció el vino —al que debían llamar "leche"— a la diosa. Pero había una sospechosa flautista que no quería abandonar el ostracismo; una invitada indeseada: un hombre.
Su nombre era Publio Clodio Pulcro, un político que terminaría convirtiéndose en un matón. Había entrado a escondidas, vestido con un túnica de largas mangas, velo y una banda en el pecho, pero su voz masculina le delató. Rápidamente se cubrieron todas las estatuas que no podían ser vistas por un varón y Aurelia canceló las ceremonias. Los rumores que comenzaron a correr por toda Roma señalaban que Clodio pretendía aprovechar la oportunidad para violar a Pompeya.
El divorcio
"Para los romanos, perseguir a las mujeres y emborracharse en fiestas no eran muestras de virilidad, sino todo lo contrario. Rendirse a los placeres sensuales era dejar de ser un hombre", relata Holland. Era un escándalo tremendo que afectaba a propio Julio César, pero que le enfrentó a una dicotomía. El futuro dictador, que en 63 a.C. había sido nombrado pontífice máximo, el cargo más importante de la República que se conservaba de por vida, tenía motivos más que suficientes para llevar a Clodio a los tribunales, pero su futuro podría verse resentido.
César, a lo largo de las décadas de los sesenta y setenta, había sido protagonista de los mismos cotilleos que le señalaban como un afeminado y había marcado tendencia como el hombre "más fashion de Roma", según analiza de forma ácida el historiador británico —dandi tanto en lo referente a la vestimenta como en otro tipo de excentricidades: en una ocasión encargó una villa en el campo para luego, justo cuando estaba terminada, echarla abajo porque no alcazaba sus exigentes expectativas—. Y el problema era que Clodio pertenecía a ese grupo sobre el que cimentaba su éxito, el de los que estaban a la última.
"Si César adoptaba el discurso de la mayoría moral, se arriesgaba a quedar todavía más en ridículo: a enojar al grupo de los que estaban a la última, que eran sus partidarios naturales, y enemistarse con Clodio", escribe Holland. En esta coyuntura, el pontifex maximus optó por resolver el dilema de la forma que menos condicionase sus futuras aspiraciones políticas al cargo de cónsul: divorciarse de Pompeya para evitar cualquier tipo de suspicacias y lavar su imagen. Su única explicación, según Plutarco, fue: "La mujer de César debe estar por encima de toda sospecha".
El caso, resuelto con la absolución de Clodio y la marcha del futuro dictador hacia Hispania, donde tenía que servir como dictador, dejó para la posteridad una famosa enseñanza plasmada en el refranero popular y que reelabora ligeramente su respuesta a las matriarcas que pedían que siguiese con Pompeya: "La mujer del César no solo debe serlo, sino también parecerlo". Según la versión, también se incluyen los adjetivos "honesta" o "casta", enfatizando en esa postura patriarcal que reclama exclusivamente a la mujer fidelidad al marido.
Curiosamente, el origen de esa leyenda de "la mujer del César..." se encuentra en la figura de su esposa más desconocida, de la que menos datos sobre su vida se conocen. Era nieta del temible dictador Sila, pero no hay información que describa qué le sucedió después de ser repudiada (injustamente: no le había sido infiel, sino que el delito lo había cometido Clodio). La cruel venganza de Julio César por agarrarse al tren del poder.