Fernando VII agonizaba en la cama de sus aposentos de La Granja de San Ildefonso. Había sufrido uno de sus habituales episodios de gota, pero este le había debilitado enormemente, y el miedo a la muerte del rey deambulaba por todo el palacio. A su lado se encontraba su cuarta esposa, María Cristina de Borbón, no agarrándole la mano, sino con tinta y una pluma dispuesta a que su marido, medio moribundo, firmase un decreto que revocaba la Pragmática Sanción de 1830. La reina le estaba arrebatando el derecho al trono a su hija, la futura Isabel II, y poniéndoselo en bandeja a Carlos María Isidro, hermano del monarca felón.
Aquel 18 de septiembre de 1832 es un reprobable hito en la biografía de la regente napolitana, que se había dejado embaucar por el oscuro conspirador y equilibrista Tadeo Calomarde, ministro de Justicia, y por su homólogo en la cartera de Estado, el conde de Alcudia. Los dos habían presionado a la reina, inexperimentada y extranjera, convenciéndola de que así podía evitar una guerra civil. María Cristina, anteponiendo el supuesto bien de la nación, cercenó las aspiraciones sucesorias de su primogénita. Pero la ley sálica nunca llegaría a reinstaurarse: Fernando VII se recuperó y depuró a todos aquellos que habían incurrido en las intrigas.
"Se equivocó y seguramente se arrepintió, porque desde entonces intentó que Isabel tuviera todo el poder", explica la escritora Paula Cifuentes analizando los sucesos de La Granja y el comportamiento de la aciaga protagonista. Ella presenta ahora su nuevo libro, una breve biografía de la reina gobernadora, María Cristina (Ariel), en la que analiza su conflictivo reinado y su controvertida figura, que transcurre entre la de pésima y corrupta monarca, mala madre y arrolladora, inquieta, simpática y leal mujer; y señala a un responsable en la sombra como el causante de esta visión tan negativa: su segundo esposo, Agustín Fernando Muñoz.
María Cristina, la cuarta esposa de Fernado VII —que a la vez era su tío, se llevaban trece años—, había sido educada en el más férreo tradicionalismo: su papel en la vida debía consistir en obedecer al hombre que tenía a su lado y darle descendencia. Quizá no había nacido para reina, pero en 1833 hubo de agarrar las riendas de un país que no era suyo. Y lamentablemente, muchas de las decisiones que tomó, amparadas en el absolutismo que había mamado de pequeña, recordaban a las de su difunto marido. Al menos no empleó a su elemento de castigo favorito: el garrote vil.
Sus detractores, que no dudarían en recurrir al mecanismo por excelencia del siglo XIX para revertir las cosas (el pronunciamiento), lanzaron una campaña para deslegitimarla, reduciéndola a un ser caprichoso y voluble con la mítica frase de "María Cristina te quiere gobernar". Aunque lo cierto es que sus movimientos la retrataron: ella no concebía más divisiones sociales que las del dinero, la cuna y el poder, y en 1840 aprobó una polémica ley que permitía al gobierno —de los liberales moderados, claro— controlar los ayuntamientos y las Milicias Nacionales.
La regente —lo sería hasta ese mismo año, cuando abdicó en el general Espartero y se fue una temporada al exilio parisino— siempre abjuró de los progresistas y no concibió más apoyos que el de los moderados. Nunca entendió que España requería en ese momento una reina constitucional, que el Antiguo Régimen había sido derrocado. Y eso tampoco se lo hizo ver a su hija, hacia quien manifestó un "desapego sangrante" pero por quien hizo todo lo posible para que alcanzara el trono. Una enorme contradicción que hace de María Cristina una figura todavía más indescifrable. "No entendió el papel de madre, sino el de gobernadora: debía hacer que su hija perdurara en el poder y hasta ahí iban sus responsabilidades", opina la autora.
"Paquita" y la corrupción
En este sentido es importante reseñar un aspecto más de la vida privada de la reina gobernadora: tres meses después de la muerte de Fernando VII se había casado con Fernando Muñoz, capitán de la guardia de corps y luego nombrado duque de Riánsares. Este matrimonio tuvo ocho hijos, por los que María Cristina mostró una afección y atención que nada tenía que ver con el cuidado dedicado a la futura Isabel II o a su hermana Luisa Fernanda. "Su actitud es más flagrante si hacemos esta comparación. No fue una buena madre en el aspecto emocional, no se preocupó por que Isabel recibiera cariño", señala la escritora.
Según Paula Cifuentes, hay dos cosas que se le pueden achacar a María Cristina: que no educara a Isabel para las exigencias de un puesto tan difícil como el de reina constitucional —algo lógico cuando ella misma era hija de una madre que renegaba de las mujeres cultas— y que la forzara a casarse con su primo Francisco, más conocido como "Paquita" por su afeminamiento —al ver semejante espanto, la joven reina se echó a llorar y corrió a sus habitaciones—, "hecho este que tuvo dos consecuencias directas: la desafección del pueblo de España y la promiscuidad postrera de Isabel".
Quizás, al ver a su primogénita casada con otro Borbón —y a la segunda con el hijo del rey de Francia— y al carlismo derrotado, es probable que María Cristina se sintiese satisfecha con su labor. Pero si hay alguien que debió de alegrarse ante esa situación fue su marido. En su obra, Paula Cifuentes defiende que Fernando Muñoz es "el verdadero culpable —directa e indirectamente— de que María Cristina haya pasado a la historia como una pésima reina". Especialmente por sus desmedidas ambiciones económicas.
Muñoz metió baza en todos los negocios tanto en las colonias —en el mercado negrero y el del azúcar— como en España para granjearse una fortuna incalculable. Su nombre aparecía en la mayoría de los contratos de obras públicas, y ahí estaba él para enfundarse comisiones de las adjudicaciones a dedo. Pero sus grandes ganancias las obtuvo de la explotación minera y la construcción del ferrocarril, el negocio más beneficioso de todo el país. María Cristina soñaba con ser rica, vivir bien, y su segundo esposo le proporcionó ese paraíso sustentado en los lodos de la corrupción. Un caramelo irrechazable.
Pero la fama de ladrona se la quedó María Cristina: cuando abandonó definitivamente España en 1854, el pueblo saqueó su casa en la calle de las Rejas en busca de sus joyas. Pero no había nada. "Es ella. Que la maten. María Cristina es la culpable de nuestra pobreza. ¡Ella lo ha robado todo y se lo ha llevado a París", clamaban. Corrupta, sí, pero todos buscaban lo mismo en el siglo XIX español. "Lo que no le perdonaron es que ella pudiera robar y ellos no. Todo el mundo aspiraba a hacerse millonario", concluye Cifuentes. "Los que la persiguieron no fueron valedores de la moralidad nacional, sino sus propios ministros".