La verdad sobre las mujeres romanas tras el ideal de matronas castas: maestras, médicas y comerciantes
Un interesante ensayo ahonda en la desigualdad de la sociedad romana y su desprecio hacia lo femenino, y descubre un mundo mucho más complejo del que relataron las fuentes clásicas.
15 octubre, 2021 01:37Noticias relacionadas
Los orígenes míticos de Roma están marcados por la violencia sexual hacia las mujeres. Cada cambio de época —política o simbólica— empieza con una violación: la de Rea Silvia, madre de Rómulo y Remo, por el dios Marte; el rapto de las sabinas sentó el inicio de una ciudad en comunidad con sus vecinos; la de Lucrecia a manos del hijo del rey Tarquino el Soberbio acabó con su suicidio para salvar el honor de su familia y derrocando a la monarquía; y la de Virginia, ejecutada por su padre para que no fuese mancillada, desencadenó un conflicto patricio-plebeyo que instauraría un sistema republicano.
Todos estos episodios comulgan con la idea de que las mujeres romanas eran inferiores desde el punto de vista físico y mental. Su papel debía ceñirse al matrimonio, a dotar a los hombres de descendencia y a organizar el hogar. Todo lo que se alejase de la matrona doméstica, casta y trabajadora de la lana escandalizaba a los moralistas. Pero ese lienzo se torna mucho más complejo cuando se miran con lupa las fuentes escritas, arqueológicas y epigráficas, como hace Patricia González Gutiérrez, doctora en Historia por la UCM, en Soror (Desperta-Ferro).
El ensayo es estupendo porque traza con profundidad y conocimiento la vida y la situación de la mujer de la Antigua Roma en las esferas privada y pública y en función del escalafón social al que perteneciese. Descubrir a las féminas fuera del sistema, las más invisibles, es una ardua tarea teniendo en cuenta el desprecio de las fuentes clásicas por dar voz a lo femenino. Sin embargo, la historiadora construye un relato en el que sobresalen esos personajes anónimos que nada tuvieron que ver con la casa imperial: esclavas, prostitutas e incluso médicas, como Elefantis y Cleopatra —no identificar con la faraona egipcia—, y oculistas. Ellas cuentan otra historia olvidada.
Los especialistas han calculado que entre el 10% y el 25% de la población de la Antigua Roma vivía en la esclavitud. Muchas de ellas —y ellos— sirvieron como objetos sexuales de sus dueños, incluso después de quedar en libertad. Patricia González, que ha sido asesora histórica de una próxima serie de Movistar+ sobre las mujeres romanas, El corazón del Imperio, creada por Santiago Posteguillo, recoge escenas humillantes, extremas, narradas por los autores clásicos: mujeres forzadas a sostener el pene de los invitados mientras orinaban o el propio orinal para que no tuviesen que levantarse de los banquetes.
La mayoría de prostitutas romanas eran esclavas, además de algunas que se vieran abocadas a este medio de vida. Utilizadas como simple servilletas, se inventó un amplio abanico de términos para señalarlas: lupa, meretrix, prostibularia, lupanaria, scortum o pellejo, bustuariae, referido a las que ejercían a las afueras de la ciudad y no en las termas, su escenario habitual, etcétera. Han sobrevivido algunos de sus nombres, como el de Lahis, que cobraba dos ases por felación. Y como no se consideraba que tuviesen un honor que defender, los romanos pensaban que no podían sufrir ningún tipo de violencia sexual. Desprecio absoluto.
También a las actrices les acompañaba la infamia legal —hubo algunas, como la famosa emperatriz Teodora, esposa de Justiniano, que combinaron la prostitución y el espectáculo—, pero frente a ese desprecio social, la autora presenta a mujeres citaristas o bailarinas que presumieron en sus tumbas de sus trabajos y el amor que les tenían los suyos. Phoebe Vocontia, una intérprete que actuaba en los intermedios y que murió solo con doce años, fue recordada como talentosa y querida. A Thelxis Cottia y Chelys Cottia, gemelas y cantantes, también les rindieron homenaje sus familiares.
Pero a pesar de la moralidad romana, resulta sorprendente encontrar vestigios de mujeres en prácticamente todas las profesiones imaginadas: Aquilia Martia era una maestra, Volusia Tertulina, de Cesarea, una gramática; Euphrosyne, natural de Roma, filósofa. Había ungüentarias y perfumistas, como Bienia Cora, fabricantes de armas, trabajadoras del hierro, fontaneras, carniceras, agricultoras, ganaderas, gladiadoras, vendedoras ambulantes y de comida preparada o escultoras, como Viria Acte, propietaria de un taller del que salieron estatuas para el foro de su ciudad, Valentia. En el asentamiento portuario de Ostia, el 20% de las féminas eran maquilladoras y peluqueras.
"La convivencia cotidiana también suponía que pese a todo el imaginario colectivo formado en torno a los roles e identidades de género, la realidad insistiera en subvertirlos", asegura Patricia González Gutiérrez. "Pensar en las mujeres romanas solo como esposas y madres es un error. Por un lado, porque las profesionales existían, por mucho que nos cueste verlas. Por otro, porque las esclavas y las mujeres pobres no podían permitirse el lujo del ocio de forma habitual. Y, por último, porque la domesticidad en sí misma es un trabajo duro y no la idílica imagen de una mujer que sostiene a su hijo en el regazo sin más ocupaciones que esa e hilar".
Vida desigual
Una de las cuestiones más llamativas del desprecio por las mujeres romanas es que no tenían nombre. La hija de Cayo Julio César se llamaba solo Julia porque heredaba el nomen familiar. Sus hermanas hubieran sido un calco, distinguidas únicamente por las coletillas de maior o minor. En el caso de las esclavas esta invisibilidad era incluso peor: su dueño podía ponerle el apodo que se le antojara, y muchas veces destacaba una cualidad, un origen o un insulto exótico.
Entre los doce y quince años, mientras los niños tomaban la toga viril y se encaminaban al foro y a la política, a la vida pública, las niñas, normalmente subalimentadas en beneficio de los varones, eran intercambiadas de una domesticidad a otra. En muchos casos se casaban con un novio que tenía treinta y estaba acostumbrado a un sexo poco cuidadoso con esclavas y prostitutas. "Quizá podamos confiar, y eso han intentado demostrar los investigadores, en que solo la élite estaría interesada en un matrimonio tan temprano para las niñas, y que, en otros estratos sociales, la edad se retrasaría hasta los quince o los dieciséis, pues muchas niñas de menor edad aparecen en las lápidas como solteras", rebaja la investigadora.
Los matrimonios podían ser pactados por los padres o hermanos como forma de alianza política y económica. Además, no pasaba nada si un romano prestaba a su mujer a un amigo para que fuera su esposa y tuviera hijos con él y la devolviera cuando hubiera cumplido con su misión procreadora. No obstante, el divorcio era un derecho para ambos cónyuges, no como el aborto, que estaba permitido pero cuya decisión final recaía en el hombre.
Uno de los grandes miedos sociales era el adulterio, peor visto que la violación. Para la mujer consistía en cualquier sexo extramatrimonial —cuyo castigo oscilaba entre la ejecución, el destierro a una isla infecta o el encarcelamiento hasta la muerte por hambre— mientras que para el hombre solo el que tenía con la hija de un padre ciudadano o con su esposa. "La mujer era la representación y el recipiente del honor familiar y de la casa. Era el símbolo vivo del estatus y la autoridad moral de todo un conjunto de personas, de una unidad doméstica y religiosa. Cualquier desliz la manchaba no solo a ella, sino al resto de su familia", apunta González Gutiérrez.
La menstruación, considerada como un residuo y asociada a la impureza, se valoraba como algo "venenoso, ponzoñoso y casi mágico". Plinio el Viejo, en un relato exagerado, narra que una tormenta, por muy terrible que fuera, se calmaba si una mujer menstruante se quitaba la ropa. Si paseaba desnuda por los campos, podía eliminar las plagas de orugas o escarabajos, que morirían tan solo por su cercanía. Y si se untaban las puertas con esta sangre, los encantamientos perversos quedarían anulados.
Tampoco estaba bien vista la virginidad, asociada a las mujeres infértiles. Las únicas vírgenes eran las vestales, las sacerdotisas que servía a Vesta, la deidad del fuego del hogar y la domesticidad, que debían permanecer castas durante toda su vida porque representaban la pureza ritual de Roma. De incumplir sus cometidos, eran castigadas con la muerte. "Los romanos, que sabían que la diosa no iba a presentar ninguna denuncia, enterraban viva a la vestal en una habitación excavada bajo la muralla, con algo de aceite para la lámpara, leche, agua y pan. La diosa confirmaba su culpabilidad al no salvarlas, aunque no se hubiese presentado a acusarla", explica la historiadora. Una historia, además de desigual, olvidada.