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El recuerdo imborrable del frío del asfalto. Las incontables noches de invierno al raso ante un cielo oscuro y encapotado que de vez en cuando descargaba chaparrones sobre ella. La imposibilidad de obtener cobijo en lugar alguno porque la sociedad te aparta y, en ocasiones, hasta te agrede. Al igual que te agredían en un tiempo pasado, bajo una violencia que fue la razón que te obligó a huir de tu propia casa. 

Así lo relata Carmen –nombre ficticio–, una mujer que se encuentra en situación de sinhogarismo desde que era "muy jovencita". Los continuos malos tratos tanto de su familia biológica, como de la de adopción y, posteriormente, los del padre de sus cinco hijas, hicieron de ella un ser errante. Vagó durante años por las calles de distintos barrios de Madrid. Pero hoy es una de las usuarias del centro de acogida de mujeres sin hogar Beatriz Galindo, donde tiene una cama y comida caliente o, como ella lo califica, "un hogar" al que acudir.

Su ubicación es protegida, porque "aquí, todas han sufrido violencia de género". En palabras de Yolanda Herguera, la directora del centro, "son 35 mujeres, la capacidad máxima del centro, pero representan la situación de las muchas que se encuentran en situación de sinhogarismo en España". Y no lo dice sin tino. Según los últimos datos disponibles del Instituto Nacional de Estadística, el 22% de las mujeres sin techo se encuentran en esa situación a causa de haber sufrido malos tratos. 

Dibujo en una de las salas de terapia del centro.

Dibujo en una de las salas de terapia del centro. Laura Mateo

Sin embargo, la violencia no cesa una vez traspasado el umbral de la puerta de casa. La calle siempre es un lugar poco seguro para las mujeres, pero lo es aún más cuando tus días y tus noches transcurren de manera permanente a la intemperie. Marga, otra de las residentes del centro, aún recuerda un intento de atraco por parte de un grupo de hombres que aprovecharon su soledad y la oscuridad de la noche para amedrentarla.

Lo mismo le pasó a Teresa, cuando alguien a quien no pudo ver le arrebató la única posesión que le quedaba: su teléfono móvil. En el caso de Carmen, fue peor. Un hombre intentó agredirla sexualmente, aprovechando su sentimiento de creerse ya a salvo, porque se encontraba entre las cuatro paredes de uno de los centros de acogida en los que estuvo. Pero es que la mayoría de estos servicios son mixtos.

Con un escenario que presenta un terreno mucho más hostil para ellas por el mero hecho de ser mujeres, fue en diciembre de 2021 cuando nació el centro de acogida Beatriz Galindo. Lo hizo de la mano del Ayuntamiento de Madrid, con el objetivo de garantizarles una segunda oportunidad para que no pasen sin refugio ni una noche más

Agredidas, adictas e inestables

Es mediodía de uno de los últimos días de diciembre. La tarde se presenta soleada, y algunas de las residentes aprovechan para salir al patio. Un grupo está sentado alrededor de una mesa. Otras dan vueltas al edificio. Alguna incluso cruza la puerta de salida. "Son libres de salir y entrar cuando quieran", explica Yolanda Herguera, la directora del centro. 

Una doble puerta nos da paso a un pequeño recibidor, donde nos hacen firmar la entrada. Allí, sentadas en varias sillas de plástico negras, esperan tres mujeres. Una de ellas de una apariencia muy juvenil. "Es que es casi la hora de comer", dicen. Aguardan a escasos metros de la cocina, donde una ventana deja visible a la cocinera, que está liada en los fogones. Una de las residentes se acerca a preguntar por su plato. 

No hace mucho que han terminado la jornada mañanera de actividades y terapia, pero ya se impacientan por comer y subir a las habitaciones a echarse una siesta. Al otro lado del pasillo, un amplio salón. La televisión está encendida, y varias mujeres la miran absortas. La decoración son dibujos hechos a mano por ellas, así como otro tipo de manualidades. "Forma parte de la terapia, pero también es porque estamos de celebración. El centro cumple ya tres años", apunta Silvia Feijóo, adjunta al departamento de Prevención del sinhogarismo en Atención a las Personas sin Hogar de la Dirección General de Inclusión Social y Cooperación al Desarrollo. 

Una de las usuarias pregunta en la cocina por su plato.

Una de las usuarias pregunta en la cocina por su plato. Laura Mateo

Manualidades de las usuarias.

Manualidades de las usuarias. Laura Mateo

Algunas de estas terapias consisten en ejercitar la mente, mantenerla ocupada. Otras son más terapéuticas, con psicólogas y trabajadoras sociales. Trabajan para un futuro mejor, contemplando opciones de posibles empleos y vidas, pero también para curar sus heridas. "Todas las mujeres del centro cuentan con algún tipo de trauma. Algunas tienen enfermedades mentales, otras son adictas al alcohol o a otras sustancias. Pero si algo tienen en común, es que todas han sufrido violencia de género", asegura Herguera. Por eso, la mayoría de empleadas son del sexo femenino. 

"Tenemos un trabajador social que es un hombre. Pero intentamos que participe en sesiones conjuntas y que no tenga contacto en momentos más íntimos, como en las habitaciones, por ejemplo. Muchas aún tienen traumas por sus vivencias y su relación con el género masculino no es sana. Pero estamos en ello", matiza Feijóo. Trabajan a diario con especialistas, sin embargo, ambas aseguran que "el éxito es complicado". Por eso, las estancias duran meses. A veces, incluso años.

"Son mujeres con una vida muy difícil, que sufren de enfermedades o adicciones. Entran aquí derivadas por los servicios sociales, pero no están en régimen de cautividad, y sabemos que algunas salen para juntarse con mala gente o para sucumbir de nuevo a la adicción. Sin embargo, no podemos hacer nada más aparte de hacerles sentir que tienen un sitio seguro al que volver y esperar a que, con los progresos de terapia, no vuelvan a caer nunca", explica Herguera. 

Entrada a la sala de reducción del daño.

Entrada a la sala de reducción del daño. Laura Mateo

Parte de la habitación donde se hace la terapia con alcohol.

Parte de la habitación donde se hace la terapia con alcohol. Laura Mateo

Hoy parece que están todas para comer, aunque no siempre es así. "Lo que sí que hacen es venir a dormir. Raro es el día que falta alguna. Tienen miedo de perder la plaza", añade Feijóo. Van abandonando poco a poco el salón y, al fondo, dejan ver una pequeña puerta con un letrero: 'Sala de reducción del daño'. En ella es donde se efectúan las tomas de alcohol controladas. "Si no, pueden llegar a sufrir síndrome de abstinencia y, con la supervisión médica, se les da dosis para que ingieran de manera controlada y aprendan a llevar una relación sana con el alcohol", argumenta la directora. 

En la segunda y última planta, un largo pasillo donde se cuentan hasta seis habitaciones. Cada una tiene un baño y capacidad para cinco mujeres. Entre cristaleras se dejan entrever dos salitas comunes, donde leen o escuchan música. Incluso, cuentan con maquinaria para hacer ejercicio en una estancia del edificio. En uno de los lados del pasillo se encuentra una gran habitación. Es la sala de terapia. En la puerta nos espera Carmen. No quiere fotografías. Está pendiente de una entrevista de trabajo y teme que le pueda perjudicar. Aún así, está decidida a hablar.

El dolor del rechazo

Carmen lleva casi un año haciendo uso de las instalaciones del Beatriz Galindo, después de que los servicios sociales derivaran su caso. Nos hace pasar a la sala, que parece como si de una clase de colegio se tratase. "Desahogo. Afrontamiento activo. Planificación. Apoyo instrumental. Apoyo emocional y Auto-distracción", eso es lo que se lee en la pizarra. Sentada en una silla y alrededor de una gran mesa comienza a contar su historia

"Mi madre me abandonó cuando nací". Son las primeras palabras que salen de su boca, al mismo tiempo que una lágrima brota de sus ojos. "Lloro porque es muy triste", solloza. Emite un relato un poco desordenado, pero que no opaca la crudeza de lo que narra. "Sólo recuerdo lo que me contaron pero, por lo visto, ella no se quiso hacerse cargo de mí, así que me dieron a una familia en adopción. Mi padre adoptivo se comportó siempre como si fuera el biológico. Me quiso mucho y me apoyó siempre en todo, pero su mujer... no tanto".

Cuando este hombre –"el hombre de mi vida"– falleció, empezó el calvario para Carmen, que tenía 20 años. "Mi madre adoptiva aprovechó su muerte para hacer lo que siempre quiso: echarme de casa. Yo me había quedado embarazada con 17, pero eso no le impidió decirme que me buscara la vida. Yo no tenía dónde ir. No contaba con dinero, ni nada a lo que agarrarme, así que me quedé en la calle", cuenta. 

Sala de terapias del centro Beatriz Galindo.

Sala de terapias del centro Beatriz Galindo. Laura Mateo

Tras varios meses vagando sin rumbo y durmiendo al raso, cayó en "malas compañías". "Me vi obligada a hacer cosas que no quería con tal de tener un techo. Me junté con gente mala, caí en adicciones... Y mis condiciones de vida, sumadas a mi 33% de discapacidad, me dificultaban encontrar un trabajo que me permitiera acceder a una vivienda", relata.

Su vida parecía enderezarse cuando conoció al hombre con el que tuvo cuatro hijas. Sin embargo, confiesa, "me maltrataba mucho". A pesar de los abusos, sus hijas nunca la apoyaron, y decidieron quedarse con él dejándola, de nuevo, sola. "Me dijeron que me buscara un centro de acogida o que fuera a servicios sociales, pero que allí no me querían. A día de hoy, ni siquiera me cogen el teléfono, y eso es lo peor: el rechazo. Es un dolor que me durará para siempre", sentencia. 

Es el mismo dolor que sintió Teresa –nombre ficticio–, cuando una fuerte discusión con su padre y una mala relación truncaron su camino para siempre. Por suerte, ella nunca llegó a pasar por el frío de la calle. "De inmediato, la asistente social me derivó a un hogar de acogida", afirma. "Y desde entonces, me busco la vida como puedo". 

Teresa durante la entrevista con Magas.

Teresa durante la entrevista con Magas. Laura Mateo

Teresa en un momento de la entrevista con Magas.

Teresa en un momento de la entrevista con Magas. Laura Mateo

Ha tenido varios trabajos, todos temporales. "No me permiten ni siquiera el alquiler de una habitación", apostilla. Recuerda sus días como monitora de un gimnasio "de alto standing", como vendedora en una tienda de decoración... pero quedaron atrás en el momento en el que perdió al padre de su hija. "Ese hecho afectó mucho a la relación con mi familia. Las deudas me comían y ellos me cortaron el grifo", se sincera. 

Así fue como se fraguó una vida "de desdichas" que la llevaron a juntarse con gente "de muy diferente tipo, pero poco recomendable la mayoría". "Tenía cerca las adicciones. Comencé a beber, aunque nunca llegué a estar enganchada", comenta. Fue en ese entorno donde conoció al que fue su pareja durante unos años. Convivieron juntos en un pequeño domicilio, y se ganaban la vida como captadores de viviendas. "Dependía de él, pero me engañaba. Tampoco me trataba muy bien. Me menospreciaba, me quitaba dinero, y muchas veces discutíamos. Pero como cobraba en B y era el que me pagaba, no podía irme", asegura. 

Aguantó durante unos años, hasta que la relación fue insostenible. "Las discusiones cada vez iban a más, así que tuve que irme. Me vi sola, mi familia no me ayudaba, y no me quedó otra que recurrir a los servicios sociales", cuenta. Tan sólo lleva seis meses en Beatriz Galindo, pero ha ido dando tumbos de un centro a otro por las zonas de Vallecas y Chamberí. 

Sobrevive a base de recuerdos, al igual que Carmen, que sonríe al imaginarse de nuevo siendo niña, vestida con el uniforme de su colegio. Sus vivencias son distintas, pero su sueño es el mismo, porque ninguna pierde la esperanza de encontrar un trabajo y así "poder conseguir un hogar". Ese que siempre quisieron y que les permita, de una vez por todas, que esa sea de verdad su última noche en acogida.