Puede que algún día los occidentales logren formar una coalición con Rusia para acabar con el Estado Islámico, pero el camino está sembrado de obstáculos. El derribo, el martes, del avión ruso SU-24 por Turquía, que le acusa de haber penetrado en su espacio aéreo, demuestra lo difícil que es colaborar con el Kremlin.
El presidente, Vladimir Putin, no ha cejado de provocar estos últimos meses enviando a sus cazabombarderos, con los transponedores apagados –la matrícula que permite identificar a los aviones- hasta los límites del espacio aéreo de varios países de la OTAN, desde Portugal a Polonia. “Se han producido decenas de incidentes que han obligado a amagar con interceptarles para obligarles a que dieran media vuelta”, comenta un diplomático adscrito a la Alianza Atlántica.
Las fricciones han sido especialmente graves en el este de Turquía desde que Rusia decidió, en octubre, bombardear a los enemigos del Gobierno de Bashar al Asad, al que apoya junto con Irán. Algunos de los aeropuertos desde los que despegan los cazabombarderos rusos, como el de Lataquia, están a tiro de piedra de la frontera turca.
El 3 de octubre, los F-16 turcos ya interceptaron a un avión ruso es su espacio aéreo, según anunció Ankara. El 4 de octubre un MIG-29 no identificado, pero probablemente ruso, acosó a dos F-16 a lo largo de la frontera norte de Siria. La OTAN reaccionó. Celebró una reunión de urgencia el 5 de octubre en Bruselas en la que ya tachó de “extremadamente peligrosas” esas incursiones aéreas rusas y denunció el “comportamiento irresponsable” de Moscú. De poco sirvió esa advertencia. El 16 de octubre un misil turco pulverizó un avión no tripulado que había penetrado tres kilómetros en el interior de Turquía. Moscú nunca reconoció que el aparato fuese suyo.
De todos los incidentes el más grave es, a ojos del Gobierno de Ankara, el bombardeo por la aviación rusa de varios pequeños pueblos turkmenos del norte de Siria defendidos por una milicia hostil al régimen de Al Asad y ayudada por Turquía, que siempre ha protegido a esa minoría turcófona. El embajador ruso en Ankara fue amonestado el 20 de noviembre. Se le advirtió sobre “las graves consecuencias que tendría esa operación”.
El derribo del SU-24 es probablemente una de esas consecuencias. Su violación del espacio aéreo turco no suponía un peligro especial para Ankara, pero al atacar al avión ha querido dejar claro que su paciencia tenía un límite. El puñetazo que ha dado encima de la mesa pone en riesgo la colaboración con Rusia en Siria en la que François Hollande está ahora tan empeñado. El presidente francés se reunió el martes en la Casa Blanca con su homólogo estadounidense, Barack Obama, y el jueves viajará a Moscú para hacer otro tanto con Vladimir Putin.
Al margen del acoso al que ha sometido a Turquía, los occidentales están disgustados con la actuación de Rusia a Siria. “Su objetivo no es acabar con el Estado Islámico sino reforzar a Bashar al Asad”, constata el diplomático. Concentró primero sus bombardeos aéreos sobre el Ejército Sirio Libre y otras facciones que luchan contra el Ejército del presidente sirio. Sólo tras el atentado, el 31 de octubre, contra el avión ruso de la compañía Metrojet, que costó la vida a 224 pasajeros y miembros de la tripulación, centró sus ataques contra el Estado Islámico sin dejar de acosar a los demás, incluidos los turkmenos. La rama egipcia del Estado Islámico había reivindicado la voladura del aparato cuando sobrevolaba la península del Sinai.
Rusia también dispone en Siria de fuerzas terrestres. En una sesión informativa que los militares rusos dieron el pasado fin de semana a Putin un mapa mostraba una batería de cañones a mitad de camino entre Damasco y Homs. La televisión rusa mostró de refilón esas imágenes no se sabe si por negligencia o para mostrar el compromiso ruso con Al Asad. Moscú coordina sus bombardeos con las fuerzas leales a Asad pertenecientes a la minoría confesional alauí que gobierna Siria desde los años 70. Después de que la fuerza aérea rusa dejara caer su lluvia de bombas, las tropas gubernamentales avanzan sobre el terreno. Gracias a ello han reconquistado buena parte de Alepo, la que fue la capital económica siria, y ahora avanzan hacia Raqa, la autoproclamada capital del Estado Islámico.
Los métodos utilizados por Rusia inquietan a los occidentales. EEUU, cuya fuerza aérea protagoniza el 85% de los bombardeos, Francia y Reino Unido intentan golpear con mucha precisión, causando un mínimo de bajas civiles. Desde mediados de noviembre el Pentágono ha decidido, por fin, atacar los convoyes de camiones cisterna que exportan el petróleo que el Estado Islámico vende bajo cuerda a particulares turcos. El 21 de noviembre destruyó, por ejemplo, una caravana de 283 vehículos, pero dio la oportunidad a los chóferes de salvar sus vidas. Minutos antes de soltar las bombas les lanzó octavillas en árabe anunciándoles el ataque e invitándoles a ponerse a salvo.
Los bombardeos rusos se asemejan, en cambio, a los de los aliados durante la II Guerra Mundial sobre las ciudades de la Alemania Nazi. Sus bombas no están guiadas por láser como las que disparan EEUU y sus aliados occidentales. Arrasan. Por eso varias semanas de bombardeos rusos han causado más estragos que 16 meses de ataques aéreos de la coalición y también muchas más víctimas. Ciudades como Raqa se están vaciando de su población civil por miedo a los bombardeos devastadores de los SU-24 y de los MIG-29 de Putin.