En la carpa no cabe un alfiler. Hay decenas de familias en un espacio de unos veinte metros cuadrados. Los niños duermen los unos encima de los otros y moverse es correr el riesgo de pisotear un pequeño pie, una pierna, unas manos. Algunos llevan dos o tres días esperando aquí, en esta tienda de la Organización Mundial para las Migraciones donde con el sol hace un calor de muerte y, de noche, un frío empapado de humedad. A dos metros está la alambrada que marca la frontera entre Grecia y Macedonia. Cerrada. La última vez que se abrió fue la noche del domingo, para dejar pasar unas 300 personas. Trescientas de las 13.000 que están varadas en Idomeni, la aldea donde se consume el fracaso de Europa en la gestión de esta crisis.
Los que este lunes insistían en quedarse al lado de la valla tenían fe en que algo se movería tras la cumbre de Bruselas entre la Unión Europea y Turquía. Algo, ya sea para bien o para mal. Porque la desesperación se ha hecho tan grande en este campo de refugiados que algunos sólo quieren saber qué va a pasar con ellos.
"Que nos digan qué quieren hacer con nosotros y si me quieren devolver a Siria que lo hagan. Aquí es morir, allí es morir igual", dice Khaled, un sirio que lleva aquí ya dos semanas. Cuando le traduce a su mujer lo que acaba de decir, ella le mira contrariada. Porque a pesar del cansancio, de llevar días y días durmiendo sobre una manta bajo una tienda de Acnur, de haber comido poco y mal, Nuraiba no ha perdido la esperanza. Lo único de lo que se queja es del dolor de espalda: está embarazada de siete meses.
Nuraiba se quedó preñada cuando estaban en un campo en la ciudad de Atman, cerca de la frontera con Jordania. Allí habían huido hacía dos años desde Raqa, actual bastión del Estado Islámico (EI) en Siria que tanto el Ejército sirio como las milicias kurdas intentan arrebatar al grupo terrorista.
“Tenía un locutorio, pero cuando llegó el Daesh [acrónimo árabe del EI] era imposible seguir. Me pedían que separara el local con una parte para hombres y otra para mujeres. Y mi esposa tenía miedo, así que decidimos marcharnos”, cuenta Khaled como puede en inglés. En Raqa era además voluntario de la Media Luna Roja. De esos tiempos conserva aún el carné que saca del bolsillo para demostrar que lo que dice es cierto.
Khaled también guarda doblados en una bolsita de plástico los papeles que les entregaron en Samos, la isla griega a la que llegó en barco desde Turquía. Llevan la fecha del 18 de febrero. Es lo único que entiende de este papel. Esto y su fecha de nacimiento, el 1 de enero de 1985. "Sólo entiendo los números. Está todo en griego". Un sello, en inglés, pone "final destination: Germany".
Pero el viaje de Khaled y su mujer, de momento, ha acabado aquí. Si antes fueron los afganos -que hace pocos días junto a iraquíes y sirios, eran la única nacionalidad que podía seguir su camino por la denominada "ruta de los Balcanes"- ahora la criba se ha estrechado aún más. Y entre los sirios, sólo pueden cruzar los que vienen de Alepo o Homs. A Khaled le han dicho en la frontera que si viene de Raqa no tendrá permitido cruzar.
“El proceso es arbitrario. Si hay un listado no ha sido compartido oficialmente con Acnur. He visto a mucha gente de Damasco que ha sido devuelta", comenta Babar Baloch, un portavoz del Alto Comisionado aquí en el campo de Idomeni. "Hay familias que han sido divididas, porque algunos han pasado y otros no", añade mientras alrededor se va formando una larga cola. Es media tarde y una ONG griega, Praksis, empieza la distribución de bocadillos, de leche y pañales. Muchas madres se acercan a la cola con sus bebés en brazos bajo la lluvia que cae cada vez con más fuerza.
A pocos metros, en las líneas del ferrocarrill plagadas por ambos lados de centenares de pequeñas tiendas de campaña, un grupo de refugiados monta una sentada de protesta. "No queremos comida, ni agua. Queremos que abran la frontera", grita uno de ellos. Poco después un joven, subido a los hombros de un compañero, enarbola una bandera de Alemania.
Algunos, pocos, se unen. La mayoría intenta proteger lo poco que queda de su vida anterior en los pequeños iglús de plástico que son ya el símbolo de este éxodo. Como en Lesbos o en Atenas, aquí también ante la escasez de una ayuda oficial que llega pero no da abasto, el caos es el único orden. Al lado de organizaciones como Médicos Sin Fronteras -la que más presencia tiene- trabajan pequeñas ONG y grupos de voluntarios de los que depende la supervivencia de esta gente.
Desde Salónica un grupo de ciudadanos llega a diario para ofrecer miles de vasos de té caliente. Pero hay quien se ha desplazado desde República Checa o Francia o Alemania para llenar los huecos del coladero de necesidades que hay en esta explanada de tierra y hierba fina: los voluntarios ayudan a limpiar, distribuyen lo que pueden. A veces, la falta de coordinación causa episodios peligrosos, como pasó el domingo, cuando llegó un camión cargado de leña que empezó a deslizar por el vehículo ante decenas de personas que se agolpaban para recoger alguna pieza.
Quien no tiene madera alimenta las hogueras precarias montadas a la entrada de las tiendas con cartón, botellas y plásticos. Cuando es así, y pasa a menudo, un humo negro y espeso entra en la garganta y enrojece los ojos. Alrededor de los fuegos hay niños correteando entre la basura que, con el transcurso de los días, se ha ido esparciendo por el campo. Muchos tosen, otros, los más pequeños, lloran. Si hay dos ruidos que definen la situación aquí, son la tos y los llantos de los niños.
Justo al lado del paso de frontera está la pequeña Kur, una bebé siria de 9 meses que juega con su padre, sentado junto a su esposa con la espalda apoyada en la valla. Ella está embarazada de nuevo, de dos meses y gemelos. A pocos metros de la frontera están, al lado de las tiendas de campaña, una hilera de baños químicos. Cuando se levanta el viento el olor a pis y escrementos se hace insoportable. Pero muchos no quieren alejarse de la barrera porque aún esperan que la frontera, en algún momento, se vuelva a abrir.
Otros han renunciado a seguir por su cuenta el viaje emprendido hacia Alemania. "El domingo unas cien personas han pedido apuntarse al programa europeo de rehubicación", cuenta Bolach, de Acnur. Un programa que hasta ahora sólo ha reasentado algo más de 800 de los 160.000 refugiados que la UE se había comprometido a repartir.
Khaled no sabe qué hacer. Y llegado a este punto le da igual si le devuelven a Siria. El poco dinero que tiene lo guarda para seguir el viaje. Comprar comida es un lujo que no se pueden permitir. Así que Nuriba intenta alimentarse como puede con lo que reparten las ONG. En su embarazo no hay ecografías. La última vez que pudo acceder a una revisión médica fue aquí, en el campo. Dice que siente el niño moverse, pero poco. "Cuando como bien se mueve, y cuando no, menos".
El reparto de comida fue interrumpido este lunes por la fuerte lluvia que se abatió sobre el campo, convirtiendo el terreno en una explanada de barro. Ni las hogueras aguantaban. Y dos relámpagos llegaron a iluminar la noche, una de las más negras de la historia de Europa.