Mediado el acto para la firma de los acuerdos contra el cambio climático de París de este viernes, se requirió la presencia de la presidenta de Brasil en el estrado en el recinto de la Asamblea de las Naciones Unidas. Dilma Rousseff subió, saludó a las autoridades y, tras cuatro minutos hablando sobre los desafíos mundiales sobre el clima, dejó una frase final sobre su situación: “Brasil es un gran país con una sociedad que supo vencer el autoritarismo y construir una pujante democracia. El brasileño es un pueblo trabajador y con gran aprecio por la libertad y sabrá impedir cualquier retroceso”. Agradeció la solidaridad de líderes internacionales y recibió el aplauso general.
La sentencia, que en frío puede parecer fuerte, fue un detalle tangencial comparado con la firmeza y la insistencia con la que Rousseff sostiene desde hace semanas que es víctima de un “golpe”. Según dijo esta misma semana, “no [un golpe] de los tradicionales de mi juventud, sino un golpe que usa un proceso legal y democrático pero que condena al inocente”. Y, además, “es un proceso que se inició por explícita venganza, una tentativa de elección indirecta impulsada por grupos que de otro modo no llegarían al poder”.
A favor y en contra
Los argumentos de Rousseff y el Partido de los Trabajadores (PT) son varios para sustentar su tesis:
Que ella no está envuelta en hechos ilícitos, al contrario que un gran número de parlamentarios que con su voto apoyaron el proceso. Que las pedaladas fiscales -por las que afronta el impeachment-, o maquillaje de las cuentas del Gobierno, son apenas un recurso contable habitual para transferir dinero de un banco público a programas sociales ejecutado por Gobiernos anteriores y la mayoría de Gobiernos de los estados brasileños. Que el proceso fue iniciado por el presidente del Congreso, Eduardo Cunha, después de que el pasado diciembre el PT le retirase el apoyo en la Comisión de Ética de la Cámara de los Diputados, que lo juzga por acusaciones de corrupción. Y que, una vez iniciado todo, el vicepresidente del país, Michel Temer, del mismo partido que Cunha (PMDB), la traicionó y se convirtió en el mayor impulsor de un movimiento que trata de despojarla del poder sin pasar por las urnas, con la ayuda de parte del poder judicial, aprovechando el clima de crisis económica y de la inestabilidad derivada de la corrupción.
Todo ello entra en claro conflicto con lo que propugnan los parlamentarios de la oposición, término laxo cuando se habla de política en Brasil, por cierto. El hasta hace poco aliado y ahora opositor, el vicepresidente Temer, contestó a lo dicho por Rousseff diciendo que “es obviamente desagradable” ser acusado de ejecutar un golpe de Estado y defendió el proceso de impeachment. Como la presidenta, Temer eligió la prensa extranjera para definir el momento: “Cada paso del proceso se hace de acuerdo a la Constitución, así que es legítimo”.
A las críticas del hipotético sucesor de Rousseff se unieron las de miembros del Tribunal Supremo. Dias Toffoli afirmó que “comparar el impeachment con un golpe contradice su propia defensa, que hizo su papel en el Congreso y lo hará en el Senado. Llamarlo golpe es una ofensa a las instituciones brasileñas, y eso da una mala imagen de Brasil en el exterior. Hay que respetar las instituciones de una democracia sólida”.
En esa misma línea dura se expresó ante las palabras de la presidenta Celso Mello, otro miembro del Supremo: “El procedimiento ha respetado hasta hoy todas las fórmulas establecidas en la Constitución, porque es el proceso definido en la Constitución para controlar el ejercicio de poder. Es, como mínimo extraño lo que dice la presidenta”.
Legítimo y legal
Lo que parece estar en juego es el matiz, para nada menor, entre los términos legítimo y legal. Unos se escudan en que se ajusta a la Constitución y otros aducen que un Congreso como el brasileño no tiene poder moral para juzgar a la presidenta: más de 300 de sus 513 parlamentarios enfrentan acusaciones por diferentes delitos.
Además de citar permanentemente el caso de Cunha, el oficialismo dice que en la votación del Congreso se vivieron detalles antidemocráticos. Se refieren a la “lamentable”, según calificó la propia Rousseff, alocución del diputado Jair Bolsonaro, mayor opositor del Gobierno. Sin inmutarse, aseguró mientras daba el voto a favor del proceso que lo hacía “por el coronel Ustra, el pavor de Dilma Rousseff”, uno de los torturadores más conocidos de la dictadura militar, como la propia Rousseff se encargó de recordar días después.
Sin llegar tan lejos como Bolsonaro, la sesión que debía debatir y hablar de los delitos fiscales de los que es acusada la presidenta se convirtió en un alarde de folclorismo en el que cada diputado vivió sus diez segundos de gloria al emitir su voto sin tocar el tema de fondo y sí, en cambio, dedicando su voto a su familia, a su ciudad natal o a Dios. Hubo un diputado, incluso, que dijo votar por el impeachment mientras disparaba un artefacto que lanzaba confeti acompañado de un grito de gol. Y eso, para los afines al Gobierno, disipa la autoridad del Legislativo.
Una salida llena de incógnitas
Para la mayoría de analistas de los medios brasileños, una vez vencido el Gobierno en el Congreso, la votación en el Senado será poco más que un trámite. Dicen que Planalto sólo utiliza el discurso del golpe de puertas afuera, pero de puertas adentro no salen los números y por eso se cargan las tintas sobre el enemigo exterior.
No opina lo mismo la politóloga de la Fundación Getúlio Vargas, Sonia Fleury, quien entiende que el problema viene de atrás. Según la analista, la oposición “no aceptó la derrota en las urnas y la oposición pasó a bloquear al Gobierno en el Parlamento votando en contra las propias medidas aprobadas en épocas de gobierno del centro derecha. No hay una acusación formal, pero se ha generado un clima en el que la población termina pensando que Rousseff es culpable de todo”.
Con el debate sobre la mesa, lo que está en juego es el futuro de Brasil. Por tercera vez en siete años, el semanario liberal británico The Economist se fija en Brasil y le dedica una portada. Siempre con el mismo fondo –la montaña del Corcovado, en Río de Janeiro-, sólo cambia la acción del protagonista, el Cristo Redentor. En 2009 fue caracterizado como un cohete. En 2013, como un avión en barrena. Esta semana aparece sosteniendo un cartel con una escueta leyenda: “S.O.S”. En desarrollo explica que la caída de Brasil no es culpa de Rousseff por completo, sino “de la clase política por completo, que ha decepcionado país por una mezcla de negligencia y corrupción. Los líderes brasileños no se ganarán el respeto de sus ciudadanos ni mejorarán la economía a menos que haya una completa limpieza”.