Dos estudiantes suecos cruzaban en bicicleta el campus de la Universidad de Stanford en California una noche de enero del año pasado, cuando vieron a un joven frotando su cuerpo sobre una mujer inconsciente, semidesnuda, detrás de un contenedor de basura. Alarmados, se acercaron y le preguntaron qué hacía. El joven, Brock Allen Turner, por entonces un prometedor nadador de 20 años en sus primeros años de universidad que aspiraba a ser atleta olímpico, los vio y comenzó a correr. Estaba borracho. Los otros dos estudiantes corrieron tras él, lo cogieron y lo retuvieron hasta que llegó la policía.
Turner fue declarado culpable por un jurado en California de tres cargos de asalto sexual, incluido “asalto con intento de violación a una mujer intoxicada”. Técnicamente, no fue acusado de “violación” porque penetró a la mujer con sus dedos, y no con su pene. La pena máxima eran 14 años, pero el juez lo condenó el pasado 2 de junio a seis meses de prisión en una cárcel de baja seguridad y a libertad condicional ante el temor de que una sentencia mayor tuviera un “impacto severo” en su vida. En el tribunal, el padre lamentó que la vida de su hijo hubiera quedado destruida por “20 minutos de acción”.
El repudio por la tenue condena a Turner ha cruzado Estados Unidos de costa a costa. Las universidades del país viven una epidemia social: cada año, en los campus, una de cada cinco mujeres sufre abusos sexuales, según datos oficiales. Muchas mujeres sufren en silencio: no denuncian los ataques, o si lo hacen, terminan viendo a sus atacantes sin sufrir castigo alguno, en libertad; o bien se topan con la indiferencia de autoridades, dentro y fuera de la universidad, asegura RAINN, la Línea de Ayuda Nacional Online del Asalto Sexual.
La víctima de Stanford, una mujer de 23 años que no ha sido identificada, eligió hablar. Y le habló directamente a su agresor ante el tribunal, después de conocer la sentencia. Su carta, publicada por el portal de internet BuzzFeed, se viralizó en las redes, convertida en un manifiesto contra la violencia sexual, y las prácticas culturales y legales que la empañan y dejan a las víctimas en desamparo. El vicepresidente, Joe Biden, respondió con otra carta abierta.
Tus palabras deberían ser lectura obligatoria para hombres y mujeres de todas las edades
“No conozco tu nombre, pero tus palabras han quedado para siempre selladas en mi alma. Palabras que deberían ser lectura obligatoria para hombres y mujeres de todas las edades”, escribió Biden.
El caso generó enorme atención porque, primero, los juicios por violación son la excepción y no la regla –la mayoría de los asaltos no se denuncian a la Policía–, y, segundo, porque ocurrió en el campus de una de las universidades más prestigiosas del país, en una épica en la cual las universidades se han ganado la reputación de que intentan proteger su reputación y a los agresores –en particular, a quienes forman parte de sus equipos de atletas, como Turner– antes que a las víctimas.
En el tribunal, la mujer se puso de pie, y le pidió permiso al juez para dirigirse a su atacante. Fue el final de un juicio duro. Los abogados de Turner siguieron una estrategia típica de los acusados de violencia sexual, que al final resultó exitosa en conseguir una condena tenue: intentar convencer al jurado de que la mujer había dado su consentimiento para tener relaciones sexuales, y echarle la culpa al alcohol.
“No me conoces, pero has estado dentro de mí, y por eso estamos aquí hoy”, es la primera frase que le dijo la mujer a Turner.
En su carta, la mujer describe con un minucioso detalle todo lo que vivió antes, durante y después del ataque. Su relato comienza con las bromas que hizo con su hermana en el camino a la fiesta en una de las casas de las hermandades de Stanford. Le dijo que seguro la mayoría de los estudiantes tendrían aparatos de dientes, y que ella, con 23 años, sería la más vieja de la fiesta. Luego cuenta que bebió demasiado rápido, y lo siguiente que recordaba era despertarse “en una camilla en un pasillo. Había sangre fresca, y vendas en mis manos y codos”. Habían pasado más de tres horas desde que sufriera la agresión.
Su espalda y su pelo estaban llenos de agujas de pino. “Tuve varios palillos con algodón insertados en la vagina y el ano, agujas para inyecciones, pastillas, tenía una [cámara] Nikon apuntando justo entre mis piernas abiertas (señaló a la derecha) en mis piernas abiertas. Tuve largos y puntiagudos picos dentro de mí y mi vagina manchada con pintura azul, fría para comprobar si había abrasiones”, describe en el texto que leyó a su agresor.
“Un día, estaba en el trabajo, viendo las noticias en mi teléfono, y me encontré con un artículo. En él leí y supe por primera vez cómo me encontraron inconsciente, con mi pelo despeinado, mi collar largo enredado alrededor de mi cuello, mi sujetador arrancado de mi vestido, mi vestido subido por encima de los hombros y por encima de la cintura, que estaba desnuda por completo hasta mis botas, piernas abiertas, y había sido penetrada por un objeto extraño por alguien que no conocía. Así fue como supe lo que me pasó, sentada en mi escritorio, leyendo las noticias en el trabajo. Me enteré de lo que me pasó al mismo tiempo que el resto del mundo se enteró”, relata. “En el próximo párrafo, leí algo que jamás voy a olvidar; leí que, según él, me gustó.”
La mujer describe luego la angustia del juicio: le dijeron que se prepara para perder.
“Él puede decir lo que quiera y nadie puede oponerse. Yo no tenía poder, no tenía voz, estaba indefensa. Mi pérdida de memoria sería usada en mi contra. Mi testimonio era débil, era incompleto, y se me hizo creer que, tal vez, no soy lo suficientemente buena como para ganar esto. Su abogado le recordó constantemente al jurado que al único al que podíamos creer era a Brock, porque ella no recuerda. Esa impotencia era traumatizante”, afirma.
“En lugar de tomar un tiempo para sanar, tomé tiempo para recordar la noche con total detalle, con el fin de prepararme para las preguntas del abogado, que serían invasivas y agresivas, diseñadas para desviarme, para contradecirme a mí misma, mi hermana, enunciadas de forma que manipularían mis respuestas”, continúa.
Luego, recuenta una larga lista de preguntas, que incluyeron interrogantes como “¿bebías en la universidad?”; “¿cuántas veces perdiste el conocimiento?”; “¿vas en serio con tu novio?”; “¿alguna vez lo engañarías?”; “¿tienes un historial de amoríos?”.
“Me sacudieron con preguntas estrechas, puntuales que diseccionaron mi vida personal, mi vida amorosa, mi pasado, mi vida familiar, preguntas tontas, acumulando detalles triviales para tratar de encontrar una excusa para este tipo que me tenía medio desnuda antes de molestarse en preguntarme mi nombre”, agrega el texto de la víctima reprochando la actitud de los abogados de su agresor.
La víctima describe luego cómo Turner cambió su relato entre la agresión y el momento en el que brindó testimonio durante el juicio para sugerir que había obtenido consentimiento por parte de ella, y refuta cada uno de sus argumentos.
“Tú dijiste: “Estando ebrio no pude tomar las mejores decisiones y tampoco ella”.
El alcohol no es una excusa. ¿Es un factor? Sí. Pero el alcohol no fue el que me desnudó, me metió los dedos, arrastró mi cabeza por el suelo, conmigo casi completamente desnuda”, le increpa.
“Has dicho: "Quiero mostrarle a la gente que una noche de alcohol puede arruinar una vida". Una vida, una vida, la tuya; has olvidado la mía. Permíteme rehacer la frase para ti, quiero mostrarle a la gente que una noche de alcohol puede arruinar dos vidas. La tuya y la mía. Tú eres la causa, yo soy el efecto”, continúa el duro testimonio.
“Nunca debiste hacerme esto”, dice. “En segundo lugar, nunca debiste hacerme luchar por tanto tiempo para decirte que nunca debiste hacerme esto.”
“Tú tomaste mi valor, mi privacidad, mi energía, mi tiempo, mi seguridad, mi intimidad, mi confianza, mi propia voz, hasta hoy”, concluye la víctima.
Sobre el final, deja un mensaje para todas las mujeres:
“A las chicas en todos lados. Estoy con ustedes. En noches que se sientan solas, estoy con ustedes. Cuando la gente dude de ustedes o las rechace, estoy con ustedes. Lucho por ustedes todos los días. Así que nunca dejen de luchar, yo las creo. Como la autora Anne Lamott escribió: “Los faros no van corriendo por toda una isla en busca de barcos que salvar; ellos se quedan ahí brillando”.
Aunque no puedo salvar cada bote, espero que al hablar hoy, absorban un poco de esa luz, un pequeño conocimiento de que no pueden ser silenciadas, una pequeña satisfacción de que se hizo justicia, una pequeña seguridad de que estamos llegando a alguna parte, y un gran, gran conocimiento de que son importantes, sin lugar a dudas, que son intocables, son hermosas, que deben ser valoradas, respetadas, indudablemente, cada minuto de cada día, que son poderosas y nadie puede quitarles eso. A las chicas en todas partes, estoy con ustedes. Gracias.”