“Mi hijo ha llorado todos los días desde que escapamos de Siria”
- Todo lo que he visto en él son lágrimas por estar lejos de casa, lágrimas por dormir en un contenedor de metal, lágrimas por comer comida con gusanos.
- La primera vez que vi las cicatrices de la tortura
- Un humilde aprendiz de médico para atender a una patera en Grecia
Era un tarde calurosa y pegajosa, como cualquier otra en la isla de Quíos. La mañana del día anterior había estado dando un taller de primeros auxilios para niños que rondaban los trece años.
La gente paseaba, reía y tomaba cafés helados a mi alrededor. Estaba en la avenida más comercial y con más ambiente de toda la isla. Andaba por la calle algo despistado, cuando alguien se me acercó y rompió en pedazos mi despreocupación.
Era un niño de tez oscura, con el pelo negro, largo y ondulado. Tenía un vago recuerdo de su rostro, pero no lograba averiguar dónde lo había visto antes. Tras un tímido saludo, se quedó callado, mirándome fijamente a los ojos. Sabía que quería decirme algo. Y no sé por qué, tenía la impresión de que ese silencio era el que usamos cuando deseamos decir algo de corazón y buscamos las palabras adecuadas, si es que las hay. Esas palabras nunca llegaron, pero el niño las sustituyó con una curiosa coreografía. Al principio no alcanzaba a entender, pero luego comprendí que simulaba las maniobras de resucitación cardiopulmonar a un cuerpo imaginario.
A pesar del calor, del sol y del sudor, el niño repetía meticulosamente los movimientos que le había enseñado la mañana anterior. No le bastó con una vez, los repetía de forma pulcra y ordenada para hacerme entender que había estado atento durante toda la lección.
Cuando terminó de salvar al maniquí imaginario de una calurosa muerte por parada cardíaca, siguió mirándome a los ojos y susurró algunas palabras en un idioma que no había escuchado nunca.
Se me ocurrió la extraña idea de un traductor universal para las palabras que vienen del corazón, algo fácil de usar y transportar, sin un precio desorbitado. Justo cuando se me escapaba una sonrisa por lo absurdo de la idea, escuché una voz en inglés que me desveló todo lo que el niño no podía contarme. Esa voz no era la de un traductor de palabras del corazón, pero sí lo más parecido que se ha inventado hasta ahora: su madre.
“Mi hijo no ha dejado de llorar ni un sólo día desde que huimos de Siria. En Quíos, todo lo que he visto en él son lágrimas por estar lejos de casa, lágrimas por dormir en un contenedor de metal, lágrimas por comer comida con gusanos, lágrimas por la desesperanza de estar encerrado en una isla. Pero ayer no, ayer fue distinto, ayer al mediodía volvió al campo de refugiados de Vial con una sonrisa. Me dijo que había aprendido algo, y que aprendería más durante el resto de la semana. Me sorprendió lo rápido que comió. Nada más terminar, se marchó a dar una vuelta por el campo de refugiados, mencionando algo de buscar a gente inconsciente y sin respiración.”
Ahora descanso en la playa, miro al mar y sé que podré sobrevolarlo siempre que quiera como por arte de magia. Me invade un sentimiento agridulce. Si volviera a encontrarme con mi alumno, sólo podría decirle: me alegro de haberte secado esas lágrimas al menos por un día. Ojalá tuviera talleres preparados para más de una semana, para el resto del año, para toda tu vida.
*Alberto Ramírez es estudiante de Medicina y ha participado en el proyecto solidario DYA con los refugiados.