Cae en mis manos el libro de François Ruffin, Ce pays que tu ne connais pas (Este país que no conoces), un ensayo publicado el pasado febrero en el que el autor carga contra el presidente de la República.

Descubro las alusiones e insinuaciones sobre el paso de Emmanuel Macron por esa caja de fantasmas que, desde hace un siglo, es la banca Rothschild.

Luego, las páginas en las que el autor expresa su rechazo "visceral", una animadversión "física" contra un presidente del que pinta un retrato que pretende ser feroz y minucioso.

Me sorprende que cargue con tanta violencia.

Pienso en esa regla no escrita que dice que, en los libelos, en un régimen democrático, se cargan las tintas contra el cuerpo político del soberano, no contra su cuerpo de carne y hueso.

Y pienso, por analogía, que pasar de tal manera de la ideología a la fisionomía, de la dialéctica a la anatomía, es uno de los rasgos de los políticos menos democráticos.

En definitiva, que me parece que el diputado Ruffin se ha pasado de la raya.

Me parece que, un proyecto tan justo como el de ser el portavoz de los sin voz y de la miseria del mundo no justifica su acto en modo alguno.

He dicho.

Y entonces, publico en Twitter que el lenguaje de Ruffin, lo haga consciente o inconscientemente, haya sido queriendo o no, tiene su origen en una retórica: la de los años treinta.

Al considerar que el Sherlock Holmes de los Insumisos se desvía de la defensa de las "vidas minúsculas" y se mete en aguas pantanosas de la confusión de lo rojo y lo pardo, cito, precisamente, a colaboracionistas como Rebatet, Déat y Vallat.

Y entonces, desde todos los rincones de la red, me llaman al orden: "¡Ves fascistas por todas partes! ¡Metes el fascismo con calzador! ¿Acaso no es justo él, el muy imbécil, el que se ha pasado de la raya al ir más allá del "punto Godwin?".

Mike Godwin constató, más en un tono jocoso que ofendido, que, cuanto más se eterniza una discusión, más posibilidades hay de que se llegue a nombrar a Adolf Hitler

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La retahíla habla por sí sola.

Y no va precisamente por el señor Ruffin.

Pero esta historia del "punto Godwin" está en camino de convertirse, como quien no quiere la cosa, en una a máquina argumentativa con efectos más que extraños.

En origen, como es bien sabido, había un pacífico abogado, Mike Godwin, que constató, más en un tono jocoso que ofendido, que, cuanto más se eterniza una discusión, más posibilidades hay de que se llegue a nombrar a Adolf Hitler.

En origen, es cierto, no deja de ser un detalle flaubertiano sobre los clichés del lenguaje en los albores de la era de Internet y la observación, a menudo justa, de que los charlatanes de hoy en día no pueden evitar, cuando quieren atacar al adversario, sacar el mazo moral de la reducción al hitlerismo.

Pero ¡ay cuando ese apunte se convierte en un argumento de autoridad!

Ay, cuando estar en guardia se convierte en un juego de pillar que permite que, cualquiera a quien encuentren en flagrante delito de turismo por las orillas pardas del pensamiento haya de poner fin bruscamente al asunto y tocar la corneta para cerrar el tema.

De ahí que el célebre "punto Godwin" se convierta en una especie de botón de alerta que, activado en el momento justo, autoriza a los verdaderos fascistas —o a los demócratas, libres de obligaciones, a encaminarse hacia algo que, algún día podría parecerse al fascismo— a indignarse cuando los tratan como tales. Y de ahí que, por un giro de una perversidad verdaderamente extraordinaria, esa supuesta ley de Godwin instaura, entre las reglas del buen gusto en redes, el siguiente principio: "¡No se habla de fascismo! ¡Nunca! Ni siquiera, y sobre todo, cuando percibimos, aunque aún tímidos y confusos, o ya vociferando pero sin pasar a la acción, sus señales precursoras o ecos".

La ley de Godwin prohíbe tener oído.

La ley de Godwin es un mazo moral a la inversa que nos conmina a olvidar que el fascismo ha existido y que, igual que tuvo un pasado, puede tener un futuro.

La ley de Godwin neutraliza todos nuestros sensores y prohíbe hablar a quienes intentan no olvidar que las palabras tienen memoria.

Surgida de un acertado comentario sobre la gente que ve fascismo por todas partes, la nueva ley exige que no lo veamos en ningún sitio.

La ley de Godwin es un mazo moral a la inversa que nos conmina a olvidar que el fascismo ha existido y que, igual que tuvo un pasado, puede tener un futuro.

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Reivindico, como habrán entendido, el derecho a transgredir esa supuesta ley de Godwin.

Pienso que existen circunstancias (cuando, en esa fiesta de sicofantes en la que se han convertido las redes sociales, los discursos, asqueados por la democracia liberal, la Répública o las élites, se dedican a hacer estragos a cara descubierta) en las que hay que negarse al chantaje del «punto Godwin».

Y preciso, a modo de anécdota, que el primero en decirlo ha sido el propio Mike Godwin.

Lo ha hecho en dos ocasiones.

La primera, tras las manifestaciones de Charlottesville en las que diversos grupos de nacionalistas blancos sembraron el terror. A la sazón, escribió el propio Godwin: "¡Que no os tiemble el pulso, comparad a esos cabrones con los nazis, una y otra vez, estoy con vosotros!".

Y más tarde, en octubre de 2018, cuando Brasil eligió como presidente a Bolsonaro, a quien le encantan los militares, odia a los homosexuales y a los indígenas, y es un racista, declaró al Folha de São Paulo: "No porque a veces la comparación sea abusiva significa que, en este caso, no tenga todo el sentido decir que Bolsonaro es un Führer a pequeña escala".

Pues bien, lo que vale para los camisas pardas tropicales o para los nostálgicos del Ku Klux Klan, que se regocijan con el "nacimiento de una nación" en el siglo XXI, vale en todas partes.

Y, sin duda, lo deseable es que este paréntesis Godwin, con sus efectos intimidatorios y de ignorancia, se guarde pronto en la balda de las antiguallas de la joven vida de Internet.

¡Viva el "punto Godwin"!

"Si llueve, di que llueve", sugería Flaubert: cuando se ha ido más allá del "punto Godwin", cuando se reconoce, bajo la pluma de un diputado de la República, la filiación consciente o hipócrita con la prosa de los panfletos reaccionarios de los años treinta, hay que decir que se ha cruzado esa línea y llamar a la serenidad.