Washington DC, 24 de octubre, Instituto de Oriente Medio. Nueva York, día 26, gran sala de proyecciones del New York Times.
En ambos casos, 'Peshmerga', mi película de guerra de 2016.
En ambos casos se acompaña la proyección con mi campaña a favor de ese pueblo kurdo al que tanto le debemos y a quien, con un cinismo enorme, hemos echado a los perros de guerra de Erdogan y Bashar al-Ásad.
Y, en ambos casos, bajo los auspicios de JFK —es decir, Justice For Kurds (Justicia para los Kurdos)—, la ONG estadounidense que creamos junto a Tom Kaplan. El público, numeroso, ansioso y estupefacto, igual que nosotros, ante el abandono de Estados Unidos a su aliado más fiable en la guerra contra el ISIS.
La liquidación de Al Bagdadi, anunciada por un tuit de Donald Trump en el momento en que concluye el debate en el New York Times, ¿acaso cambia este hecho el sentimiento de incomprensión?
Por desgracia, no.
Todo el mundo coincide en que la desaparición del número uno del Estado Islámico es, evidentemente, una gran noticia.
La opinión es unánime en el homenaje a la eficacia y a la valentía de esos comandos capaces de conseguir semejante logro; ellos son, como declarará poco después del asalto la senadora Lindsey Graham, el orgullo de Estados Unidos. Nadie se atreve a negar el mérito del presidente, como persona que ha ordenado la operación.
Pero todo el mundo está igualmente de acuerdo, este lunes, en añadir tres matices al retablo de un país que revive la parte más noble de su cultura militar; y no son apuntes precisamente nimios.
La liquidación de un líder que estaba tan poco en activo que hace tiempo que solo nos referíamos a él como "el fantasma" no cambia gran cosa, en primer lugar, de cara a la perfidia de una organización que, tras sus derrotas en Mosul y después en Raqqa, aprendió a desterritorializarse.
Por otra parte, la operación, según reconoce el propio Donald Trump, solamente es la culminación de una cacería que ha durado varios meses y que ha sido posible gracias a la estrecha colaboración en el terreno con los aliados locales, en particular, de los kurdos, que han facilitado la información necesaria a Inteligencia, sin la cual sería inconcebible una operación de estas características. Este logro no hace sino subrayar lo que Estados Unidos debe a sus aliados y que, ahora que retira sus tropas, abandonará de manera definitiva y dejará en una situación desesperada.
Y, finalmente, aquí en Nueva York nadie pasa por alto que los ocho helicópteros Chinook no pudieron despegar de la cercana Turquía —supuestamente aliada—, que en realidad está gangrenada por un islamismo radical que poco difiere del de Bagdadi. A nadie se le pasa por alto que es en Erbil, a varios cientos de kilómetros de distancia, en el corazón del otro Kurdistán, el de Irak, donde tuvieron que instalar su campamento base los comandos del Delta: de nuevo, los kurdos.... Siempre los kurdos...
Siempre esta alianza, esta hermandad de armas kurdas, sin la cual, tanto en Irak como en Siria, no se podría hacer ni se haría nada de lo que hay que hacer; una alianza que Estados Unidos va a romper en este mismo momento —¡Oh, ironía!— en el que de nuevo demuestra lo necesaria que es.
Donald Trump, en su surrealista rueda de prensa del domingo, agradeció a los turcos que, haciendo gala de su amabilidad, aceptaran no derribar los dispositivos estadounidenses .(¿No habría sido mejor que se hubiera preguntado con qué pretexto habían dejado que el jefe del Estado Islámico pasara tantos días a sus anchas, con mujeres y niños, y desde hace tantos meses, en esta provincia de Idlib, al noroeste de Siria, donde tienen, desde la toma de control de Afrina en marzo de 2018, puestos de avanzadilla que les permiten monitorizar casi todo lo que está sucediendo allí?).
También aprovechó para dar gracias a los rusos, a los que no les debía nada, y que además no dudaron en recordárselo en un comunicado que fue todo un ejemplo de crueldad diplomática, en el que el Ministerio de Defensa indicaba que "desconocían cualquier supuesta colaboración relativa al tránsito de aviones estadounidenses en el espacio aéreo de la zona" (por no hablar, en las horas siguientes y, en realidad, durante todo el fin de semana, de declaraciones que sembraron dudas sobre si la operación y la neutralización del líder islamista era real o no. Se oían cosas como: "¡Trump, mentiroso!". "La muerte de Al Bagdadi es una noticia falsa!". "¡Toda esta historia es un montaje para una serie de Netflix!").
Incluso dio gracias a los sirios, que se dieron el lujo de humillarlo observando que, tras pensarlo mejor, su idea de dejar atrás a unos pocos cientos de hombres para asegurar los "campos petrolíferos" era una violación de su soberanía y del derecho internacional. (¡Estamos esperando el siguiente paso! ¡La respuesta! Queremos saber cómo los exquisitos legalistas de Damasco cuentan con actuar para hacer que se respeten las leyes internacionales que el presidente Trump ha pisoteado).
Bromas aparte, nos pareció buena idea aprovechar nuestro artículo de la semana pasada para apuntar que el miedo que infundimos no puede desligarse, en las relaciones internacionales, del respeto que inspiramos, y que Estados Unidos, en esa parte del mundo donde la fidelidad a la palabra dada es sagrada y tan importante como la fuerza militar, es evidente que ya no asusta.
Lo único que olvidó decir el presidente en la rueda de prensa es que al retirar su protección a los kurdos y aceptar mancharse las manos y la conciencia de la sangre no solo de sus enemigos, sino de sus amigos, traicionó la palabra de Estados Unidos, le dio la espalda a su credo, entregó una zona a sus oponentes más temibles y que, por esas razones, pasará a la historia no tanto como el asesino de Bagdadi, sino como artífice de uno de los errores estratégicos más disparatados que haya cometido un presidente de una superpotencia.
Hete aquí, por tomar prestadas las palabras de Philip Roth, la verdadera "conjura contra América".