¿Hace falta recordarlo?
El racismo es lo que le confiere a la humanidad el más repulsivo y despreciable de sus rostros.
La lucha contra el racismo, la discriminación y el odio es, por otra parte, la más noble y digna que existe.
Por lo tanto, la denuncia de ese odio, cuando degenera en violencia por parte de aquellos aquellos cuya misión es mantener la paz, es fundamental.
Bienvenido sea entonces, aunque las situaciones sean dispares, el vínculo que se está forjando con el renacimiento del antirracismo en la tierra del Beloved, de Toni Morrison, de las almas condenadas que no han recibido aún sepultura de las plantaciones faulknerianas y de la violencia policial en Atlanta o Minneápolis.
Que una tragedia individual como la de Adama Traoré motive una demanda por una mayor justicia; que una familia se movilice para reabrir una investigación que considera, tenga razón o no, insuficientemente exhaustiva y minuciosa; que la juventud se congregue para hincar la rodilla en el suelo en homenaje a George Floyd y a Adama Traoré es, sin duda, un acto legítimo y feliz.
Dicho esto, ¡cuidado!
Como padrino, desde hace treinta y cinco años, de una organización como SOS Racismo que ha permanecido, contra viento y marea, fiel al universalismo republicano que marcó sus comienzos, me veo en la obligación de dirigir la siguiente advertencia a nuestra juventud.
Ni sois Antígona ni Angela Davis. Repetir, sesenta años después de Frantz Fanon, el giro de piel negra y máscara blanca, y llamar a un policía de origen africano “vendido”, “traidor de su raza” o “negro que va de blanco por la vida” es hacer gala del mismo racismo que se pretende denunciar. Incriminar a todo un cuerpo policial por las acciones de unos pocos es, por parodiar a Sartre comentando, justamente, a Frantz Fanon, matar dos pájaros de un tiro y dejar dos víctimas: al policía que, de uniforme, nos ha protegido, por ejemplo, contra el Dáesh y a la noble causa que se cree honrar, pero que, con esos actos, se mancilla.
Un muerto es un muerto. Un linchamiento es un linchamiento. Y esta ley, que es un logro de la política de los derechos humanos, pacientemente forjada a lo largo del último cuarto del siglo XX, también se aplica a los policías de Montargis que fueron atacados con un obús de mortero; a los de Viry-Châtillon, casi quemados vivos en su coche el 8 de octubre de 2016; a otros agentes, golpeados estando en el suelo durante las manifestaciones de los chalecos amarillos.
En resumen, se aplica a la violencia contra los agentes de policía igual que a la violencia policial, y olvidar esto, mirar hacia otro lado o pasarlo por alto en silencio es degradar todavía más la República.
Arrodillarse es un gesto bonito. Es el gesto de la oración, de compartir el dolor. Sólo tiene sentido si proviene de un sentimiento poderoso que aflore de nuestro corazón
Arrodillarse es un gesto bonito. Es el gesto de la oración, de compartir el dolor, del perdón. Y no hay ninguna necesidad, contrariamente a lo que piensan estas piadosas mujeres cristianas, la Sra. Le Pen y la Sra. Maréchal, de ser culpables en primera persona, como Willy Brandt en el gueto de Varsovia, para pedir perdón por los horrores perpetrados por una Wehrmacht contra la que él mismo combatió.
Pero ese gesto tiene valor solo si surge de uno mismo. Sólo tiene sentido si proviene de un sentimiento poderoso que aflore de nuestro corazón. Pero esa genuflexión obligada, ese perentorio “¡arrodillaos!” que proferían algunos jóvenes de la “Generación Traoré” es casi tan infame como aquel “¡suicidaos!” que gritaron, en abril de 2019, los más encendidos de la generación de los chalecos amarillos a los mismos policías que tenían enfrente.
Una cosa es que la patria le esté agradecida a sus personajes más ilustres y desdeñe a los más infames; así se construye un relato nacional. Pero otra cosa bien diferente es revisar la Historia, manipular la memoria colectiva y convertir, como vemos estos días, al gran Gandhi en un racista, al inmenso Churchill en un fascista y al abolicionista francés de la esclavitud, Victor Schœlcher, en un negrero.
Los que hacen este tipo de cosas, ¿se creen que están en un libro de Orwell? ¿En la última farsa del padre Ubú? ¿O son capullos integrales que, a sabiendas, imitan el gesto de los talibanes que dinamitaban los budas de Bamiyán? ¿El de Vichy fundiendo las estatuas de Condorcet y Fourier? ¿El gesto, según cuenta Plinio el Viejo, de los enfurecidos padres de los reclutas de la misma quinta, que destruyeron las estatuas del emperador Domiciano, que fue asesinado? En cualquier caso, el desarrollo de los acontecimientos es inaceptable. Y no puedo sino alegrarme de haber oído al presidente Macron declarar que no piensa meter el dedo en este engranaje tan fatídico como estúpido.
Y, para acabar, ¿qué hay de aquellos que, la víspera, el 13 de junio, se unieron a una manifestación antirracista con pancartas pro-BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones) con eslóganes antisraelíes o llamadas de apoyo a la causa palestina que, francamente, no tenían nada que ver con la causa de las personas negras?
Todo quedó un poco más claro cuando se publicó un vídeo en el que se veía a un puñado de energúmenos gritando “cerdos judíos” y cuando los organizadores esperaron veinticuatro largas horas antes de salir a hacer declaraciones con otro vídeo en el que Assa Traoré se distanciaba de manera tajante de esta ignominia. Más vale tarde que nunca. Mejor bajo presión que no hacerlo. Pero ese día vimos que, si jugamos demasiado a la retórica del “racismo”, demasiado a oponer el “privilegio blanco” al “indigenismo de la República”, si, en pocas palabras, pasamos demasiado por alto, la promesa humanista de Victor Schœlcher, nos arriesgamos a ver cómo la lucha contra el racismo adopta un giro extraño, sombrío y, aquí, abyecto.
La hermosa revuelta posconfinamiento merecía algo mejor que esa estampa tan siniestra. Hay que recuperarla, con toda celeridad, de las manos de los incendiarios de almas que, obsesionados con la negritud y sus tonos, olvidan la lección de fraternidad de Césaire, Senghor, Monnerville, Taubira o Désir. Y que Dios quiera, juventud, que la sagrada solidaridad que vuestros mayores os han legado no acabe por romperse con tanta sacudida. De lo contrario, ¿qué pasará? Que, como a veces bromeaba el difunto Jean Baudrillard, os tocará gritar: “SOS antirracismo”. Y será terrible. Por eso, os lo suplico.