Los únicos incontestables vencedores de las municipales celebradas hace dos semanas en Francia fueron los abstencionistas. Pienso en aquel lema de Sartre: “Elecciones, la trampa de los idiotas”. En la “huelga de electores” de Octave Mirbeau, el supremo anarquista que exhortaba a los “corderos” a dejar de votar por “el verdugo que los sentenciaría”. O al “ganado asombrado” que, según Mallarmé, sólo recupera su dignidad al desertar y retirarse.
130 años más tarde, ¿ahí estamos otra vez? Parece que sí. Salvo que la dignidad ha cambiado de bando. Y, como vaticinaba otro personaje casi contemporáneo, Alfred Jarry, el anarquismo, cuando se pone la corona, ve que su grandeza se transforma en todo lo contrario.
Este jardín de los suplicios en el que se está convirtiendo el panorama político... Esta manera en que se evaporan, elecciones tras elecciones, las prácticas democráticas... La autodisolución de la voluntad general pulverizada en la tentación violenta y furibunda del todos contra todos... Y las instituciones republicanas, víctimas de otro efecto invernadero, sin vida por su propia agonía... La verdadera “desconexión” no es la de las élites con el pueblo. Es la del pueblo y los procedimientos por los que, costara lo que costase, se constituían como pueblo. Y esta situación no pregona nada bueno para la libertad de los seres humanos.
Es cierto que la oferta política es de lo más extraña… ¿De qué se habló en los días anteriores a las elecciones? De rebrotes inesperados, del caso Fillon. Del nuevo escándalo de escuchas que ha desvelado Le Point y que, al apuntar hacia los custodios del secreto que son, junto con los psicólogos, los confesores, los periodistas o los abogados penalistas, tocan el corazón de nuestras libertades y le suponen al Estado una demanda inédita del presidente del colegio de abogados de París, Olivier Cousi.
También tenemos el escándalo de Alexis Kohler, es decir, si no voy errado, la sospecha de un conflicto de intereses que se archivó sin que trajera más cola hace un año, pero que ahora, de repente, se ha reabierto. No soy abogado constitucionalista. Desconozco en qué medida un certificado de empleador firmado por el presidente de la República en el que se atestaba que su antiguo jefe de gabinete nunca había intervenido, porque estaba en Bercy, en aquel dossier, donde podría tener intereses, es una afrenta a la separación de poderes.
Pero, cuidado, en cambio, con el delito de parentela que perjudica a un gran servidor del Estado y a su familia. Ojo con una ley de sospechas que avanza a toda velocidad y le corta la cabeza a un hombre que, como ahora es poderoso, ya no tiene derecho a la presunción de inocencia y nunca será un reo como otro cualquiera. En L’Opinion, una ilustración de esta inversión del panóptico benthamiano que ya he señalado aquí en diversas ocasiones: en lugar de que los gobernados se dejen vigilar de manera pasiva por el ojo del Gran Hermano, convierten a sus gobernantes en objeto de una insaciable curiosidad; solamente alzan a los políticos y a las élites sobre el pavés para poderlos controlar mejor y, en cuanto se descubre el pastel, hacen que caigan sin misericordia alguna.
Mientras que la biopolítica a la antigua usanza quería a los sujetos desnudos, en esta nueva biopolítica a quien queremos verle las vergüenzas es al emperador
Mientras que la biopolítica a la antigua usanza quería a los sujetos desnudos, en esta nueva biopolítica a quien queremos verle las vergüenzas es al emperador; poder decir de él, como Andersen, que “está desnudo”. Que cambien las tornas seguro que tiene aspectos positivos. Desnudará a los emperadores, la posibilidad de, como en el cuento, verlos sin nada, ese derecho que se le ha concedido a los sin derechos —o, justamente, a los que no tenían nada para “vestirse”— de “descubrir” a los príncipes, a los prestigiosos y a los oficiales es, sin duda, un avance.
Pero al mismo tiempo… Como la maquinaria no siempre tiene la manera de distinguir, ¿acaso no es para preocuparse que se actúe con la misma contundencia al confundir a un estafador y mancillar el nombre de un alto funcionario del Gobierno que quizá sea una persona de lo más honesta? Ante ese mismo placer que nos provoca y que los neobenthamianos calculan por el número de “me gusta”, ¿quién orquesta, como si fuera una fanfarria, cada nuevo escándalo? ¿Acaso no es para alarmarse ante el riesgo de desgaste que puede sufrir una administración puesta en la picota por uno de los suyos?
Por último, en estas elecciones hemos visto la victoria de los ecologistas. Otra buena noticia. Mejor si lo real, es decir, el fondo de la banquisa, la desaparición de las abejas, las olas de calor generalizadas llaman la puerta de lo Político. Hay que alegrarse de que la profunda angustia que ha generado la modernidad invada por fin los espíritus y suscite esta crisis de conciencia a la vez difusa y precisa, brumosa y concreta, climática en el sentido de la teoría de los climas según Aristóteles, y anclada en la gestión de las cosas y de la ciudad.
Si la ecología obliga a la política a desafiarse a sí misma, acaba también entre la espada y la pared.
Pero también hay que estar alerta. Si la ecología obliga a la política a desafiarse a sí misma, acaba también entre la espada y la pared. La gran pregunta de si tendrá el empuje para ir más allá del éxito que ha tenido ahora, de no quedarse en mera reacción y no contentarse con fabricar una nueva religión con los delirios, los excesos y, algún día, las persecuciones que toda religión trae bajo el brazo.
Lo hemos visto con la crisis del coronavirus: entre los ecologistas, hay una tentación punitiva y misántropa; en algunos de ellos, mora ese odio hacia uno mismo del ser humano que nunca será la respuesta correcta ante las cuestiones que plantean, por justas que sean; y a todos, digan lo que digan, les queda por construir un proyecto político que no enfrente al ser humano y al planeta, sino que los reconcilie.
Hay que esforzarse un poquito más, amigos de los Verdes, para ser verdaderamente humanistas y republicanos. Hay que trabajar un poquito más para sacudirse este veneno misántropo y misológico que siempre es síntoma del vacío intelectual. El género humano está todavía en la infancia, la humanidad juega a los dados no solo por su supervivencia, sino por la belleza misma de la vida: no hace falta meterla en la bañera. Lo peor sería que un nuevo puritanismo la empapara de rituales de ordalía dignos de los grandes inquisidores de otra época.