Trump lo había soñado. Pero ha sido Joe Biden quien lo ha hecho. Justo casi un año después del anuncio oficial, los 2500 soldados estadounidenses aún destinados en Afganistán han iniciado la retirada, así como, obligados, los demás contingentes extranjeros de la misión Resolute Support, cuyo pilar fundamental era Estados Unidos.
Las consecuencias no se han hecho esperar. El anuncio de esta rendición incondicional, la noticia de esta salida sin gloria, este abandono vacilante y esta derrota autoinfligida han tenido efectos inmediatos.
Los ancianos, los maleks, este mismo mes ya han ido a buscar a los comandantes de las guarniciones de Wardak y Ghazni, al oeste de Kabul, o, si los comandantes no estaban accesibles, a telefonear a sus familias, para decirles cosas del tipo: "Vuestros defensores se han ido; el Ejército Nacional Afgano ya no está en condiciones de protegeros; deponed las armas; tendremos clemencia".
En una carretera que conozco bien y que une Kabul con el Panshir, en las lindes de lo que hasta principios de la década de los 2000 fue el bastión del comandante Masud y que, desde hace unos años, se ha convertido de nuevo en el bastión de Ahmad, su hijo, ya está el tráfico cortado. Los puestos de control salvajes bloquean los suministros. Las aldeas están sitiadas, aisladas del mundo, y los hombres armados irrumpen en las casas de las autoridades locales para decirles: "Ríndanse; denuncien a los malos musulmanes de su entorno; a los amantes de las canciones, a los apóstatas, a las mujeres libres; y, sobre todo, no tengan miedo: somos tan poderosos y estamos tan bien infiltrados en la maquinaria del poder nacional que no habrá nadie en Kabul ni para acudir en su auxilio ni para reprocharles que hayan pactado con nosotros".
En la provincia de Herat, hemos visto cómo golpean a las mujeres en la plaza pública y, a veces, parece que hasta ha habido lapidaciones. En Jalalabad, a 80 kilómetros al este de la capital, una médica ha sido víctima de un coche bomba: un grupo islamista había colocado el explosivo en su coche. Dos chicas muy jóvenes que trabajaban en un canal de televisión de la ciudad han sido asesinadas a quemarropa en plena calle por otro grupo yihadista.
Me entero de que, en Kabul, las adolescentes que filmé hace seis meses en los estadios de fútbol, en los cafés mixtos o simplemente paseando por la calle sin velo, ahora se esconden. Me entero de que la juventud que había redescubierto el gusto por la música en estos últimos años ahora oculta sus instrumentos y borra las aplicaciones de descargas de sus teléfonos móviles. Recibo llamadas en las que me informan de que los periodistas de Tolo News, el grupo de medios de comunicación privados que producía, y sigue produciendo, información diaria gratuita, viven aterrorizados, más que nunca, por las ejecuciones selectivas.
En Kabul, lo que queda de los servicios de seguridad republicanos intenta, desde hace unos días, que quienes defienden un Afganistán libre sepan que todos esos crímenes son obra no de grupos que escapan a su control, sino de células de Al Qaeda y del Dáesh que estaban esperando su momento para salir de su madriguera. Es decir, que los talibanes ya han violado uno de los pocos compromisos que Estados Unidos había puesto como condición para que comenzaran las negociaciones en Doha y que pensaban que le había arrancado a dichos grupos: si, por una de aquellas, volvemos a la normalidad, al menos dejaríamos de servir de refugio o de base para organizaciones que podrían, en palabras de Joe Biden, "volver a atacar la patria" de los americanos.
Así que sabemos que, igual que sucedió hace veinte años, en vísperas del 11 de septiembre, Al Qaeda ha vuelto.Sabemos que el Dáesh está en proceso, como en Yemen y Pakistán, de competir con los hermanos enemigos de Al Qaeda a ver quién es más salvaje. Sabemos, y todos los testimonios que me llegan lo confirman, que con ambos, con el Dáesh y con Al Qaeda, en los pueblos vuelve a hacerse el mismo pacto con el diablo: "Vosotros, hermanos asesinos, nos armáis; formáis las milicias que nos protegerán de la inmoralidad y el vicio; los fondos que recaudéis, de vuestros generosos mecenas del extranjero, darán alas a nuestras campañas, y, a cambio, os garantizamos que, con nosotros, viviréis como peces en el agua y podréis empezar de nuevo, como queráis, a urdir vuestros planes de guerra universal".
Y el resto, por desgracia, ya está escrito: las cancillerías occidentales harán las maletas y elaborarán una lista de colaboradores locales a los que sacar de allí para ponerlos fuera del alcance de la venganza; el Ejército nacional, que, en contra de lo que leo en todas partes, se estaba construyendo a la sombra de la disuasión estadounidense, se vendrá abajo; y, como la historia se repite como tragedia, algún cerebro no tardará en planear, si acaso no nuevos 11-S, al menos nuevos atentados que —Dios no lo quiera— salpicarán todo Occidente de ataques suicidas y decapitaciones que, en su día, tan recurrentes fueron en Raqqa y Mosul.
El argumento que apuntala esta debacle es de sobra conocido. Es el argumento —común, lo repito, a Trump y a Biden— de las "guerras interminables" de las que deberíamos "saber salir". Es el argumento —estratégicamente absurdo— que nos permite meter en el mismo saco esta guerra de baja intensidad con una guerra, como la de Vietnam, que, en la mitad de tiempo, causó treinta veces más muertos y desaparecidos estadounidenses. Y es el argumento que, en resumidas cuentas, confirma lo que ya se les había anunciado a los kurdos de Siria entregados a Erdogan; a los de Irak tras su referéndum de autodeterminación; a los somalíes víctimas de los shababs, y a otras gentes: adiós a los malditos de la tierra; se acabó la geopolítica; a tratar con los rusos, los chinos, los otomanos, los persas y los islamistas radicales; adiós al mundo.