Conforme pasan los días, aumenta la tensión y Occidente parece resignarse a que sea Putin quien decida qué, cómo y cuándo, las principales dudas respecto a la invasión rusa de Ucrania giran en torno a la excusa que justificará el primer ataque y la extensión del avance de las tropas en territorio ucraniano.
De momento, Estados Unidos y sus aliados movilizan recursos, pero más para evitar una invasión total que otra cosa. Nadie va a oponerse militarmente a una entrada en Ucrania siempre que esta sea limitada y no provoque una escalada bélica que afecte a civiles y pueda extenderse a terceros países.
El secretismo ruso es tal que ni siquiera después de dos meses reuniendo tropas en su frontera occidental sabemos exactamente cuáles son sus planes. Por supuesto, los altos mandos descartan cualquier operación militar, pero esa siempre ha sido la táctica de Rusia en sus distintos escarceos bélicos… y fue la de la Unión Soviética durante décadas. Parece claro que la primera chispa será un enfrentamiento ya dentro de Ucrania y afectará a grupos nacionalistas rusos, muy activos en la cuenca del Donetsk, especialmente desde la anexión de Crimea en 2014.
Nadie pone en duda que, como mínimo, Putin pretende ocupar esa zona del este de Ucrania, que considera una extensión de su propio territorio. Al fin y al cabo, la geografía de Ucrania como tal es complicada: siempre formó parte de Rusia o de la Unión Soviética hasta la extinción de la misma en 1992, es difícil saber dónde termina una frontera y dónde empieza otra. Ahora bien, es improbable que se quede ahí. Uno no inicia una guerra para ocupar unas cuantas ciudades sin demasiada importancia. Donetsk, la capital de la zona, apenas supera los dos millones de habitantes.
Según explicaba el escritor y periodista Tim Marshall en la CNN a principios de semana, es muy probable que Putin quiera unir esos territorios con los ya anexionados de Crimea. De esa manera, Rusia no solo ganaría territorio, sino que sobre todo asentaría el ya ocupado en 2014.
Resguardaría mejor el importante puerto de Sebastopol y el acceso comercial y militar al Mar Negro y al Mediterráneo a través del estrecho del Bósforo. Una vez conseguido eso, y si no hay resistencia digna de ese nombre -no se la espera-, lo normal es que Putin avance un poco más y se haga con el que fuera en su momento el puerto comercial más importante de la Unión Soviética: Odesa.
Símbolo en la historia de Rusia
Puede que a muchos, sobre todo de determinadas generaciones, el nombre les remita a la película protagonizada por Jon Voight en la que un periodista se lanzaba a la investigación de un grupo secreto de antiguos altos cargos nazis dispuestos a reverdecer sus laureles. Efectivamente, la historia moderna de Odesa siempre estará ligada al antisemitismo y a la masacre de octubre de 1941, cuando los einsatzgruppen nazis, unidades de asalto bajo la supervisión de Alfred Rosenberg, el ideólogo de cabecera de Hitler, mataron a más de cien mil judíos, unos cuarenta mil en poco menos de cuarenta y ocho horas.
Los pogromos ya habían sido algo habitual en la ciudad marítima más relevante de Rusia desde su creación en 1791 por la zarina Catalina la Grande, territorio ganado al Imperio Otomano en medio de sus múltiples disputas territoriales, precisamente junto a Sebastopol y la península de Crimea. Pese a los continuos conflictos y bombardeos y pese al antisemitismo rampante en toda la zona -razón por la cual los nazis fueron tan bienvenidos en Ucrania cuando empezaron la invasión de la Unión Soviética, algo que Stalin nunca les perdonaría a los líderes ucranianos-, ambos puertos se convirtieron en prósperos enclaves de negocio y relax, lugar de cita de las élites del este de Europa.
Odesa está tan vinculada a la historia de Rusia, que, de hecho, es donde se produjo uno de los eventos que configuran la narrativa previa a la Revolución de 1917: la famosa sublevación de los marineros del Acorazado Potemkin que se extendió al resto de la ciudad.
Aún hoy en día la escalinata donde supuestamente se produjo el ataque de los tártaros a los rebeldes es lugar habitual de peregrinaje cinéfilo. Símbolo de las guerras contra los turcos, lugar de reposo de zares, zarinas y sus séquitos, germen de la “revolución” que marcaría la historia del siglo XX, Odesa sigue siendo hoy en día una ciudad con mayoría de rusoparlantes y hasta cierto punto sería lógico que Putin utilizara esta ofensiva para hacerse con su control.
De esta manera, no solo reforzaría su acceso al Mar Negro, sino que, en cierto modo, repetiría lo hecho por China con Hong Kong, al anexionarse un puerto comercial que, además de un símbolo político supone una importante baza económica, sobre todo teniendo en cuenta que las relaciones de Putin con los países árabes vecinos son cada vez más fluidas. Odesa es mucho más que un símbolo nacionalista. Odesa puede ser un escaque imprescindible en esta partida de ajedrez que se está jugando en todo el mundo sin que muchos acaben de enterarse.
¿Qué alternativas quedarían?
Todo esto es lo que ganaría Rusia con esta anexión, que no es poco. Lo siguiente a analizar, siempre y cuando estos fueran los planes verdaderos de Putin, sería la situación en la que quedaría Ucrania. Perdidas Sebastopol y Odesa, Ucrania quedaría sin acceso comercial al Mar Negro y por extensión al Mediterráneo. Probablemente, no fuera necesaria una invasión total del país para dejarlo en la miseria. Otra cosa es que a Putin le interese llegar a tanto.
Esta Ucrania reducida, una Ucrania montañosa, gélida, despoblada, sin demasiados recursos más allá de los gasoductos, muchos de ellos controlados en parte por Gazprom… puede optar por dos soluciones: una, la que se supone que está intentando cerrar Putin antes de meterse en este follón, es doblegarse al dominio ruso. Una especie de protectorado con un gobierno títere en Kiev que mantuviera una obediencia servil respecto a Moscú y a cambio tuviera un trato privilegiado en el negocio energético.
La otra opción es más peligrosa: ante la agresión rusa, unirse más a Occidente. Ahí es donde la Unión Europea, la OTAN y los propios Estados Unidos tienen que decidir hasta donde se meten en esta contienda. El problema es que los populismos de derecha, tan al alza en todo el continente, están financiados en buena parte por Rusia… mientras que los populismos de izquierda siguen viviendo de la nostalgia de la antigua Unión Soviética y el antiamericanismo barato. No es fácil, en términos de popularidad, enfrentarse a Rusia, como está descubriendo nuestro propio gobierno en las últimas horas.
Si Putin intuye que este va a ser el siguiente movimiento del Gobierno ucraniano, una vez haya perdido el control del sur del país, lo más probable es que mande el ejército a Kiev -probablemente desde el norte, utilizando el puente que le brinda Bielorrusia- y se deje de partidas y diplomacias.
En rigor, no necesita anexionarse todo el país, pero igual sí le conviene ocuparlo ante posibles derivas. Recientemente, el presidente ruso venía a decir que Ucrania no existía, que había sido un invento de Lenin. No le falta parte de razón. Da la impresión de que Rusia lleva tres décadas esperando este momento para recuperar lo que siempre ha entendido que es suyo.
Ahora bien, el argumento recuerda demasiado a la famosa teoría del “espacio vital” alemán que rescataron los nazis para hacerse con Danzig y los Sudetes antes del estallido propiamente dicho de la II Guerra Mundial. Imposible no recordar también las masacres en los Balcanes para determinar qué territorio pertenece a qué proyecto de estado. Rusia entendía que Crimea “era suya” y el mismo razonamiento le sirve para Odesa.
El problema es cómo reaccionar ante estas reclamaciones cuando se hacen por la fuerza: si Occidente deja que Putin tome el sudeste de Ucrania sin negociación alguna, ¿cómo va a impedir que China se haga por fin con el control de la isla de Taiwán?
Pocas veces ha habido tanto en juego en un momento tan complicado para la democracia liberal.
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