Cuánto más sola está, más segura se siente. Da igual que suenen las sirenas antiaéreas, que los militares paseen armados por la calle o que tenga que criar sola a sus tres hijos. En la sexta ciudad más poblada de Ucrania, y uno de los principales focos culturales y artísticos del país, los turistas han dejado de llegar, las siete universidades han cerrado y los estudiantes hace días que huyeron en dirección a la frontera polaca con un objetivo: alcanzar suelo europeo.
Pero nada de eso le importa a Natalia. Tampoco que se haya bajado el telón rojo de una ópera sin cartel de no hay billetes. O que el alcalde impusiera la ley seca en una urbe donde supermercados, bares -muchos ya cerrados- y hoteles tienen prohibido servir gota alguna de alcohol. Ella vigila a sus dos hijas de diez y ocho años, y a su pequeño de cuatro, mientras se prepara para la guerra en un parque infantil de Lviv.
Porque el conflicto bélico va mucho más allá de ejércitos, armas, fachadas agujereadas, propaganda y listas de muertos a medio completar. También es dolor invisible y odio. El abrazo que no llegó a tiempo e indemnizaciones por padres que no volverán. El eco de los disparos.
Un sonido marcado a sangre y fuego en esta ciudad de casi 800.000 habitantes y ocho siglos de historia. Del Rus de Kiev a la Ucrania actual. Pasando por la invasión mongola, las guerras de sucesión polacas, el imperio Habsburgo, el final de la Primera Guerra Mundial, la invasión soviética y la ocupación nazi. Por si fuera poco, Lviv ha sido una de las regiones que mayor número de muertos ha aportado desde que arrancó la guerra del Donbás en 2014.
Natalia no se siente segura por saber de memoria todos estos conflictos vividos en el suelo que pisa su familia. Lo está porque confía, y mucho, en su marido, movilizado con el ejército en alguna trinchera fría del territorio ucraniano. Y en su amiga Bogdana, otra cuarentona con gorro de lana y abrigo largo, con la que enumera a conocidos inscritos en los últimos años a la reserva del ejército ucraniano.
Mano a mano, ambas aportan también su granito de arena cosiendo redes militares en uno de los grupos que se han organizado en la ciudad y ayudando en la logística de los erizos checos (unos obstáculos antitanques de metal con forma de cruz) que civiles se han puesto a soldar. Este espíritu de resistencia, junto con las colas de reclutamiento, los desplazados con maletas y el toque de queda a las 22:00, es la norma en Lviv. "Nacimos aquí y no nos vamos a marchar. Hemos hecho los deberes", sonríe orgullosa Natalia.
Refugiados y espías
Con olor a madera quemada y huida sin jabón, la estación de autobús y tren es, quizá, el uno de los pocos emplazamientos en el que ese ánimo es diferente. Cientos de cabezas aguardan cambios en el panel de llegadas y salidas, y las mochilas se acumulan en el suelo con niños durmiendo encima. Familias con maletas y mascotas colapsan las vías del tren cruzando, por fin, a un sitio seguro. O no. Porque no todas respiran al poner un pie en Lviv, la fuga continúa para muchas al percatarse de que a 500 kilómetros de Kiev también suenan las alarmas antiaéreas.
Así lo hizo Jefferson, un economista que confiaba en regresar pronto a su casa en la capital junto a su esposa y su bebé, pero que decidió abandonar también Lviv al poco de llegar. "Me puse a dormir después de dos días conduciendo sin parar y nos despertaron a las dos horitas. Me convencí que teníamos que seguir el camino, le grité a mi esposa, nos montamos al coche y decidí cruzar la frontera".
Sin embargo, tan solo una semana después de arrancar los simulacros, son pocos los ucranianos que deciden resguardarse en uno de los búnkeres improvisados para proteger a la población. Aquí, el miedo es relativo. Se teme a los rusos, pero se confía en frenarles en el norte, este y sur. Se teme a la guerra, pero los obreros preparan cócteles molotov por si llegaran los tanques rusos y grupos de civiles se organizan en milicias clandestinas para aprender a manejar un Kalashnikov. Pura táctica de guerrilla.
"Hay espías en el país. Tenemos que protegernos", sentencia Andrej, un civil que da cobijo a uno de estos grupos, al mismo tiempo que exige tomar una fotografía del pasaporte. La excusa sirve para todo. Desde interrogatorios informales a las puertas de restaurantes o agresiones a fotógrafos. Este mismo viernes, un ciudadano tiró al suelo a un fotorreportero, le pateó el cuerpo y lo empujó hasta la policía. En comisaría le acusó de ser un agente encubierto y allí comenzaron las preguntas sobre Putin y el comunismo, antes de borrarle la tarjeta de memoria. Su delito: sacar una foto de un menor llorando en el andén de la estación central.
Escapar ilegalmente
Con las reservas llenas ante la gran demanda de habitaciones para desplazados en Lviv, nada ejemplifica mejor el estado de paranoia que las noches en un céntrico hostal de la ciudad. La tele nunca deja de sonar y cuando el aviso para refugiarse taladra los oídos, la luz del cuarto de estar se apaga y el volumen de la tele sube. No hay mejor antídoto que un discurso repetido de Zelenski.
También hay cuchicheos al mencionar a conocidos "preparando rutas para salir ilegalmente por la frontera rumana". Sin embargo, nadie reconoce abiertamente que todos estudian la posibilidad de escapar pagando dinero. Sobre la guerra se habla, pero no se opina.
"Yo era guía en Tailandia hasta que llegó la Covid" cuenta Maykl en inglés, sintiéndose más seguro. "Nunca recibí entrenamiento ni quiero coger un fusil. Solo quiero irme a Indonesia con mi pareja". Por eso, aunque tiene 30 años, valora escapar incumpliendo la ley que obliga a quedarse en el país a todos los hombres ucranianos entre 18 y 60 años. No cree que deba empuñar un arma.
Natalia desconfía de este tipo de historias. "Propaganda rusa", traduce su amiga. Pero ambas han visto centenares de personas con maletas cruzando la plaza central. También largas colas en cajeros y atascos para salir en dirección a Europa. Así están las cosas en la ciudad más nacionalista de Ucrania. Mientras unos buscan la ruta menos peligrosa para huir, otros muchos se preparan para defender sus hogares calle por calle. Y aunque por desgracia no se entienden, en Lviv todos quieren lo mismo: sobrevivir.
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