Agotadas todas las excusas, Putin desafió la Ley de Godwin y se lanzó a la ocupación de Ucrania al grito de "nazi el último". Por supuesto, estamos acostumbrados al insulto y a la exageración. Hemos visto mil veces cómo se comparaba con Hitler a cualquiera que llevara la contraria al interlocutor de turno. Lo que nunca habríamos imaginado era esto: lo más parecido a un nazi llamando nazis a los demás e iniciando una guerra de ocupación para salvar a Ucrania de sí misma y de lo que en libertad ha votado.
Durante mucho tiempo, la preparación a la guerra tuvo como objeto convencer al exterior de que era necesaria. Rusia es una máquina de propaganda que no deja de inventar pretextos día y noche, con mayor o menor éxito. Putin creyó que podría convencer al mundo que los pobres separatistas del Donbás estaban siendo víctimas de un genocidio —al fin y al cabo, Occidente le compró más o menos el argumento en 2014 con Sebastopol y Crimea—, e intentó apelar al "espacio vital" y la terrible amenaza de la OTAN y Estados Unidos. Esta última excusa chocó con una administración Biden desentendida del resto del mundo y con las tropas en Afganistán recién retiradas, así que no resultó demasiado creíble.
Con la orden ya dada, las tropas desplegadas y el tiempo corriendo en su contra, el presidente ruso decidió finalmente tirar por la calle de en medio y prescindir de la opinión pública occidental. Sin duda, a alguno de sus aliados, especialmente a China, le habría gustado una acción militar más justificada, pero, visto lo visto, Putin cree que puede limar asperezas con Xi Jinping cuando se lo proponga. Aunque eso no está tan claro, no deja de ser un problema menos inmediato.
Quedaba, pues, el trámite de la opinión pública rusa, si es que queda algo de eso. Los medios se iban a volcar a su favor dijera lo que dijera y la oposición, directamente, no existe. Ahora bien, aunque fuera por cortesía, había que inventar algo que hiciera que el ciudadano medio ruso se sintiera orgulloso de su gobierno e hiciera suya la guerra imperialista. Eso le ayudaría a soportar sin queja alguna los sacrificios que sin duda iban a provocar las duras sanciones occidentales.
Ahí es donde surge la palabra "nazi" y el extraño término "desnazificar". Puede que el resto del mundo lo vea como una barbaridad dialéctica, pero en Rusia, esa apelación sigue moviendo algo en el interior de muchísima gente.
Un antisemitismo secular
La "desnazificación" de Ucrania no es un proyecto de Putin, sino de Stalin. Es curioso como el presidente ruso se va apropiando de distintos recursos según le conviene. Según su relato, los soviéticos fueron malísimos a la hora de darle la independencia a Ucrania, aunque fuera como república adscrita a la URSS… pero supieron ver la maldad intrínseca de esos mismos ucranianos cuando el espejo de la II Guerra Mundial se la puso delante.
Prueba de que Putin no va en broma con la acusación es que sigue siendo una de las condiciones imprescindibles que los enviados del Kremlin van poniendo sobre la mesa en ese enorme paripé que son las negociaciones de Bielorrusia. A Volodimir Zelenski y a su Gobierno hay que echarles porque son unos nazis. Da igual que él sea judío, da igual su perfil internacionalista y da igual que varios de sus familiares murieran en campos de concentración. Es ucraniano. Y, según determinada visión nacionalista rusa, los ucranianos se dividen en rusos —como Yanukovich, como los separatistas del Donbás, como los que iniciaron desde dentro la guerra de Crimea— y nazis. Sin términos medios.
¿Por qué nazis y no cualquier otra cosa? En términos históricos, insisto, hay que remontarse como mínimo a la II Guerra Mundial, pero convendría tirar del hilo hacia más atrás. Ucrania, tanto cuando formaba parte del imperio polaco como en sus dos siglos de pertenencia al imperio ruso, participó activamente del gran vicio europeo: el antisemitismo. Por supuesto, en Occidente sabemos algo de antisemitismo; sabemos de los sefardíes, expulsados de España; sabemos de las incautaciones de bienes y las persecuciones en Francia, en Inglaterra o en Italia… pero no tenemos ni idea de lo que ha supuesto durante siglos ser judío en la Europa Central y Oriental.
No es casualidad que la palabra "pogromo" venga del ruso, en concreto, de la raíz "pogrom" (destrucción, devastación) y su derivado "pogromit", utilizado para referirse a los ataques de la masa enfurecida contra las juderías, que tantas veces resultaron en auténticos baños de sangre. La idea de los judíos como enemigos internos de los distintos países ha calado desgraciadamente en casi toda Europa, pero en pocos lados con tanta crueldad como en la Rusia zarista y en localidades de la actual Ucrania como Odesa, donde se vivieron hasta cinco episodios de este tipo solo entre 1821 y 1906.
Entre la hambruna y los nazis
En ningún momento hay que considerar la violencia antisemita como algo exclusivo de centroeuropeos, rusos o ucranianos. Desgraciadamente, hay ejemplos en todas las latitudes. Ahora bien, es cierto que ese antisemitismo visceral, cruel, sangriento, mucho menos sutil que el antidreyfusismo francés, por poner una comparación, no dejó de estar presente siquiera con la llegada del comunismo a la zona; un comunismo que pretendía, al menos sobre el papel, crear una nueva sociedad siguiendo, en parte, los consejos y las predicciones de un insigne judío, Karl Marx.
El marxismo no acabó con la violencia antisemita, pero durante una serie de años la calmó. Suficiente tenía la gente con conseguir algo para comer como para preocuparse de las diferencias raciales y culturales. Se calcula que hasta cuatro millones de ucranianos murieron durante las hambrunas de 1932 a 1934, lo que en Ucrania se conoce como "Holodomor", el equivalente a nuestro "genocidio".
Uno de los recurrentes planes quinquenales de Stalin salió mal y alguien tenía que pagar por ello. El malestar hacia los judíos se juntó con un odio más que justificado hacia el Kremlin… y en esas, pocos años después, apareció el ejército nazi, en una operación bendecida culturalmente por un gran admirador de los pueblos eslavos: Alfred Rosenberg.
Cuenta el mito soviético que ucranianos y nazis hicieron buenas migas, unidos en su antisemitismo. Es cierto que Ucrania —como Polonia, como Rumanía, como tantos otros países vecinos— fue el patio de recreo de los einsatzgruppen, las unidades paramilitares más crueles que recuerda la Historia contemporánea. En torno al millón y medio de judíos ucranianos fueron asesinados o enviados a centros de exterminio. Muchos de ellos, hay que reconocerlo, ante la complicidad o al menos la indiferencia de sus vecinos. Solo en los meses de octubre y noviembre de 1941, se calcula que unos 50.000 judíos fueron ejecutados en Odesa. Uno de los muchos memoriales que recuerda y honra su memoria y la del resto de fallecidos fue bombardeado recientemente por el ejército de Putin sin piedad ni consideración.
Colaboracionistas… y héroes
La ocupación alemana de Ucrania duró hasta mediados de 1944, cuando el Ejército Rojo recuperó el territorio en plena desbandada de la Wehrmacht y de paso amplió sus fronteras un poquito hacia el oeste. Pensar que esos tres años fueron años de complacencia y colaboracionismo es ignorar la realidad. Tan cierto es que buena parte de las poblaciones del oeste de Ucrania recibieron con cierto alivio a los alemanes en 1941 como que se volcaron ante la llegada de los soviéticos tres años después. En medio, perdieron la vida seis millones de ucranianos (el 16,3% de la población), aparte de sufrir la persecución, la violencia y la incautación de casi todos sus bienes por parte de las bandas incontroladas de soldados alemanes, rumanos y moldavos venidos de Transnitria.
Ciudades como Kiev sufrieron asedios larguísimos y crueles, con decenas de miles de civiles y militares caídos bajo el peso de las balas nazis. Ucrania se convirtió en el granero del ejército de ocupación, lo que provocó nuevas hambrunas entre la población local. Por volver a la comparación anterior, la ocupación de Ucrania no fue como la de Francia. No hubo Vichys ni salvoconductos en una tierra admirada por Rosenberg, sí, pero despreciada por las élites del Partido Nazi y con demasiadas cuentas pendientes con otros países.
Con todo, cuando la guerra acabó, Stalin fue duro con los colaboracionistas. ¿Hubo más en Ucrania que en Stalingrado, Leningrado o Moscú? Probablemente. Más que nada porque en ninguna de esas tres ciudades se instaló el ejército nazi ni se organizaron estructuras de poder a las que era obligado someterse para salvar la vida. ¿Hubo quien vio una oportunidad de recuperar la independencia ayudando en la lucha contra Moscú? Sin duda, pero no tardaría en ver que aquello no iba a ningún sitio. ¿Hubo quien cambió la boina bolchevique y se mantuvo en el poder con un brazalete con la cruz gamada? También. Y pagó su traición con su vida en los juicios posteriores.
Todo esto sucedió hace más de 75 años, pero sigue en el imaginario colectivo ruso. No solo la supuesta traición ucraniana sino, en general, el triunfo ante Hitler. La gran Guerra de Liberación. El momento en el que el Ejército Rojo asombró al mundo y resistió lo que nadie en Europa —con la excepción de las islas británicas— había resistido. Cuando Putin, en 2022, apela a la necesidad de "desnazificar Ucrania", hay algo que hace clic en determinadas cabezas.
No es una excusa cualquiera, no es demagogia sin sentido. Es apelar a la esencia del nacionalismo ruso y al orgullo imperial. Donde el resto del mundo ve un país sin recursos militares dirigido por un actor transformado en héroe, parte de Rusia ve la reencarnación del Tercer Reich. Putin lo sabe y lo utiliza en su favor. Como hace siempre.
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