No está nada claro si Ucrania ha tenido en algún momento opciones de entrar en la OTAN. En 2008, tras la petición formal del gobierno de Viktor Yuschenko y Yulia Timoshenko, la reacción de Rusia fue tan iracunda que la Alianza no se atrevió a iniciar los trámites correspondientes. Es cierto que Scheffer, por entonces secretario general de la Alianza, se comprometió a que "algún día" tanto Georgia como Ucrania fueran países miembros, pero afirmar eso y no hacer nada en los catorce años siguientes dice bastante de las intenciones occidentales.
Lo cierto es que ni Ucrania ha querido siempre dar el salto occidentalista -negar que hay una tensión de sentimientos entre prorrusos y nacionalistas es mucho negar, ahí está el triunfo de Yanukovich en 2010 para demostrarlo- ni, desde luego, la OTAN se ha mostrado nunca demasiado colaborativa. Tampoco la Unión Europea, dicho sea de paso, que solo ahora, tras la petición de emergencia de Zelenski en plena guerra, ha decidido empezar los trámites de adhesión. Unos trámites que, cuando acaben, veremos qué Ucrania se encuentran y en qué circunstancias.
Cuando Rusia enumera su retahíla de agravios, se le olvida que esa desconfianza hacia Ucrania tiene mucho que ver con un esfuerzo indisimulado por no ofender al país presidido por Vladimir Putin. Si Occidente no ha puesto el más mínimo interés en integrar a Ucrania en sus distintas entidades supranacionales es porque sabe que es un socio demasiado peligroso… y poco fiable. No es fácil prometer ayuda militar incondicional a alguien que sabes que está bajo amenaza de una potencia nuclear. Tampoco es fácil exigírsela a alguien que da tantos bandazos en su política internacional.
Esas eran las cartas antes de la guerra y ese era el nivel de implicación al que se comprometía Occidente: ninguno. Aun así, durante meses, la inteligencia estadounidense no dejó de alertar de una invasión inminente, mientras el gobierno de Zelenski -como han acabado reconociendo- se negaba a creérsela. Kiev insistió hasta el último momento en la necesidad de enviar mensajes de calma, fuera su presidente, sus ciudadanos o los medios desplazados a la zona.
¿Guerra? ¿Qué guerra? Aquí anda todo el mundo tan tranquilo. Con su pelea diplomática, Estados Unidos y la Unión Europea ganaron tiempo para que Ucrania preparara su defensa militar. El rápido avance ruso en las primeras cuarenta y ocho horas indica que probablemente, aun así, la invasión no les pillara suficientemente organizados.
La batalla por la opinión pública
Sin embargo, desde el día uno de la invasión, Zelenski no ha dudado en acusar a Occidente de ponerse de perfil. Lo hace porque sabe que duele y porque sabe que su mensaje cala en la opinión pública. Una opinión pública que decide elecciones y que marca agendas. Es consciente de que la sensibilidad occidental aguanta un cierto número de muertos en las pantallas y un cierto número de injusticias y que, además, siempre está preparada para culparse a sí misma de todos los males del mundo.
Zelenski empezó quejándose porque no se ponían en marcha suficientes sanciones económicas. Luego, le parecieron demasiado débiles. Protestaba porque no le llegaban armas sino cascos, porque le llegaban propuestas de rescate en vez de municiones. No entendía que Europa "no hiciera nada" mientras ellos resistían como héroes. Pidió armas y se las envió hasta Suiza, pero ni aun así se quedó tranquilo: Zelenski siempre quiere más y siempre reclama desde una posición de superioridad moral que puede acabar resultando irritante.
Por supuesto que es lógico que el presidente de un país reclame toda la protección posible para su territorio y su pueblo. Por supuesto que Europa (y Estados Unidos) tienen muchísimo que agradecerle a Zelenski por su política de resistencia y su negativa a una rendición más o menos incondicional. Han sido esa resistencia y esa negativa las que han provocado el desánimo de las tropas rusas, la confusión entre sus élites y el aplazamiento de cualquier futuro plan de agresión a otros países vecinos. Ucrania ha "desnudado" a Rusia militarmente y lo que ha quedado a la vista ha resultado menos impresionante de lo que se suponía.
Dicho esto, Zelenski debe saber dónde están los límites del apoyo occidental sin despreciar por ello todo lo hecho hasta ahora. Si Zelenski quiere una zona de exclusión aérea sobre su país y quiere que sea la OTAN quien se encargue de defenderla, lo tiene en chino. A todos nos gustaría que los cazas rusos dejaran de bombardear hospicios y maternidades. A todos nos gustaría dejar de ver cómo los refugiados se esconden de las bombas rumbo a los supuestos corredores de seguridad.
Pero imponer una zona de exclusión aérea es, sin más, declarar la guerra a una potencia nuclear. Zelenski no puede, razonablemente, culpar a Occidente de no querer entrar en una guerra nuclear para salvar a Ucrania cuando el propio Zelenski no movilizó sus tropas hasta que vio cómo los rusos entraban en su país por cuatro flancos distintos y con ciento cincuenta mil unidades de infantería.
Los sacrificios de Occidente
El presidente Zelenski tiene que saber que Occidente ha hecho todo lo que puede hacer por Ucrania. Tiene que saber que sus ciudadanos son recogidos en la frontera de Polonia -en la frontera con la Unión Europea, en definitiva- por organizaciones occidentales. Tiene que saber que buena parte de su armamento viene de la OTAN, incluyendo los drones turcos que tanto éxito están teniendo a la hora de acabar con tanques rusos estancados en su camino a ninguna parte. Tiene que saber que, muy pronto, el ejército ruso no tendrá con qué comprar nada, no tendrá con qué pagar a sus propias tropas porque sus bancos han sido expulsados del sistema SWIFT, su divisa no vale ni la mitad de lo que valía antes de la guerra y sus exportaciones se han limitado al mínimo.
Occidente ha ayudado a Ucrania hasta el punto de hacerse daño a sí mismo. Occidente tendrá que aguantar meses de una inflación aún mayor de la que está aguantando. Occidente pasará frío si tiene que pasarlo y pagará el combustible a precios insólitos. Occidente verá cómo pierde las inversiones de los oligarcas rusos que se dejaban aquí su dinero, perderá una importante fuente de ingresos en forma de turismo y sus dirigentes vivirán la zozobra de ver cómo sus opiniones públicas les culpan a la vez de no hacer lo suficiente y de haber aceptado demasiados sacrificios económicos. Una cosa y su contraria.
Cuando Zelenski sale -y lo hace cada dos por tres- a decir que tan culpable es Putin con su agresión, como Occidente por no defender Ucrania con todo, comete un error tremendo. Él cree que no, cree que en el fondo nos azuza, y puede que no le falte parte de razón, pero al llevar la situación tan al extremo, al despreciar continuamente cada esfuerzo que hacemos por equilibrar una guerra cruel e injusta, comete un error como mínimo moral y probablemente estratégico.
La mala conciencia
Hay un tiempo para la demanda y un tiempo para la gratitud. Insistir constantemente en una de las dos cosas acaba cansando. ¿Puede cansarse Occidente de que Zelenski nunca tenga una buena palabra mientras a la vez tiene que oír cómo Rusia y China le culpan también de todo lo sucedido? Claro. Ser el malo y encima sacrificarse es un poco estúpido. Si te repiten que eres un país o una unión de países sin escrúpulos y que no quieres mancharte las manos de sangre ante ningún conflicto, que así sea. Abramos de nuevo el gas y mantengamos caliente el salón.
El asunto es que, con mayor o menor hipocresía, con mayor o menor capacidad de liderazgo, con mayor o menor voluntad de sacrificio y con mejor o peor conciencia, Occidente tiene escrúpulos. No tantos como para meterse en una guerra nuclear por Ucrania -sobre la incongruencia de haberse comprometido a hacerlo por Estonia ya hablaremos otro día- pero sí los suficientes como para levantarse a pararle los pies al matón de turno. Por conveniencia, desde luego: Europa sabe que, si Putin se sale con la suya, todos estamos en riesgo… pero también por una cuestión de ideales: nos sentimos bien haciendo lo correcto.
Es de entender que Zelenski quiera más. Hablamos de un hombre que no duerme, perseguido por mercenarios, sosteniendo con su imagen un país, una idea, una lucha. Un héroe, sin matices. Pero incluso al héroe hay que pedirle que sea justo con sus aliados. Que sepa por qué ese heroísmo es posible y cuáles son sus responsabilidades. Cuando todo esto pase, se dará cuenta. Mientras, no solo alimenta la idea de una supuesta fragilidad moral de Occidente sino que larva en su propio país el mensaje de que no somos gente decente. Y eso es muy peligroso. O peticiones de adhesión o ataques verbales. Las dos cosas, a la vez, no tiene mucho sentido. Tarde o temprano, tendrá que decidirse.
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