El día que Inga Kordynovska se dio cuenta de que necesitaba un poco más de amor, rescató una gata de la calle, la metió en su casa y la llamó Love. Hace dos semanas, al segundo día de invasión, esta joven ucraniana abrió Telegram y escribió a sus amigas para organizar a voluntarios civiles. Tres días después, había montado ya el mayor centro de ayuda humanitaria en Odesa. A Inga no le gusta esperar.
Kordynovska es abogada, tiene 30 años y la revolución del Maidán en 2014 le cambió. Aquellas protestas, preludio de la invasión de Crimea y la guerra en del Donbás, dejaron decenas de muertos en las calles y cambiaron para siempre la mentalidad de una generación.
En su caso, decidió que debía estar preparada. ¿Preparada para qué? “Para lo que viniera” y pidió a su padre, expolicía, que le enseñara a disparar. Con los cañones enemigos a 130 kilómetros por tierra y a poca distancia por mar, lamenta con un gesto de hombros que fuera “tan difícil” obtener la licencia para portar pistolas en la Ucrania que vivía en paz. “Pero si algún arma enemiga cae en mis manos, sabré utilizarla”, añade con apremio.
Un ataque que no llega
El asalto sobre la perla del Mar Negro parecía inminente hace tan solo unos días. El propio Volodímir Zelenski anunció un bombardeo el fin de semana. Sin embargo, el mal tiempo y la resistencia ucraniana en otras ciudades parece haberlo frenado. Hace frío, sopla el viento y el mar está bravo. Todo dificulta la vía marítima para los buques rusos. El sacrificio de vidas humanas y la negativa a rendirse de ciudades castigadas, como Mariupol o Mykolaiv, limitan el avance de vehículos por el interior.
“El tiempo cambió de golpe al empezar la guerra”, recuerda Kordynovska con un chasquido con los dedos. “Pasó de hacer calor a llover y nevar. Realmente nos está ayudando”.
A Inga no le gusta esperar. Y cuando sintió que sus servicios jurídicos gratuitos no “servían para nada” se puso a buscar un local. Necesitaba un espacio céntrico, grande, con cámaras frigoríficas y que fuera conocido por la mayoría de habitantes. Su idea: asistir a los voluntarios militares de las Defensas Territoriales.
Un auxilio, hasta entonces, visto con los millones de refugiados y desplazados internos. Un socorro a los que huían de la invasión rusa. En Odesa la ayuda es entre vecinos. De voluntarios civiles, a voluntarios militares alistados para defender su ciudad frente a un ejército que les supera en número y armamento. La estrategia, de momento, parece que se le está resistiendo.
A Inga no le gusta esperar y se pone nerviosa con las llamadas que interrumpen la conversación. “Tenemos que ayudar a nuestros chicos”, se excusa en medio del trajín de cajas, bolsas y teclas. Todo en el interior de un edificio de dos plantas cercano al Teatro de la Ópera y Ballet: El Odesa Food Market.
Decena de chats
El grupo que creó en Telegram se transformó en una decena de chats. El círculo de amigas se convirtió en una centena de voluntarios. Y las copas se han cambiado por cafés solidarios. Hace apenas dos semanas, cocinas de diferentes partes del mundo podían degustarse en esta nave: ucraniana, israelí, china, platos europeos, marisco… Todo podía encontrarse aquí. Hasta un dragón colgado del techo. Ahora, rodeado de banderas ucranianas y chalecos naranjas que suben y bajan escaleras con donaciones llegadas de todos los rincones de la ciudad, parece uno más de la resistencia.
“Cada mañana preguntamos a los miembros de la Defensa Territorial qué necesitan y lo colgamos en redes sociales”, explica Anastasia, de 24 años que teclea sin levantar la vista del ordenador.
Como ella, la mayoría son chicas jóvenes, aunque también hay un puñado de hombres que, o bien no pueden empuñar un arma, o se han quedado sin uniforme y fusil. Odesa ha decidido dar la batalla. Una lucha que el Kremlin quiere desequilibrar con aviones, pese a las numerosas bajas que ha sufrido su fuerza aérea. El reciente ataque sobre un hospital maternal en Mariupol es un ejemplo de lo que podrían intentar en otras ciudades.
“No tienen ningún tipo de principios o moral. Hemos visto también lo que han hecho con los corredores humanitarios. ¿Qué vamos a tener que hablar con ellos? Siempre rompen los acuerdos”, salta Kordynovska.
Crímenes de guerra que su familia rusa, por parte de madre, no se cree. “Me dicen que son mentira. ¡Que no hay guerra! Yo les respondo a ver si piensan que estoy loca”, grita visiblemente alterada. “¡Lo veo con mis ojos mientras tú estás sentado en Moscú!”.
Como ella, nieta de polaca, rusa, ucraniano y judío, hay muchos en esta ciudad de amplia mayoría rusófona. Ciudadanos cansados de repetir que el problema lingüístico no es más que una falacia creada por Putin para justificar la invasión. Pero hace días que esta abogada no quiere hablar de propaganda.
-¿Crees que atacaran pronto?
-Sí. Cualquier día, en cualquier minuto.
A Inga no le gusta esperar.
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