Hace dos semanas que no caen sujetadores, ni se ven billetes volar. Tampoco se escucha el hielo golpeando el cristal antes de un whisky on the rocks. Los fluorescentes se han apagado y el Instagram del local ya no comparte imágenes de mujeres en lencería y antifaz. Lo único que sigue igual desde el ataque ruso contra las principales urbes ucranianas es la prohibición de sacar fotos en el interior de este club de striptease en el centro de Odesa.
Fuera, las calles están tomadas. Manzanas militarizadas en las que todo extranjero es sospechoso, más aún con cámara y mochila al hombro. Si no sabes ruso, sufres. Si eres ruso, dicen, “prepárate para morir”.
Son jóvenes escondidos bajo un uniforme. Pertrechados con cascos y fusiles para patrullar las mismas calles donde turistas disfrutaban hasta hace unos días del lujo y la fiesta. Ahora solo hay sacos de arena y neumáticos. Barricadas. Un escenario en el que es imposible avanzar sin ser detenido cada pocos metros. Entre posición y posición –son muchas y bien armadas— erizos antitanques y alambre de espino desbordan el asfalto.
“Esto ayer no estaba así. ¿También tengo que dar un rodeo?”, se queja una vecina intentando sortear el control para periodistas. Pero los soldados de la Guardia Territorial ucraniana no están para bromas. Rusia bombardea Mariupol al tiempo que intensifica su asalto por el sur del país y prepara el desembarco desde el Mar Negro. El presidente ucraniano lleva días alertando de una agresión inminente a la ciudad.
Berdiansk, Zaporiya, Jerson, Mykolaiv… Todos los ataques siguen un objetivo: llegar a Odesa y dejar a Ucrania sin salida al mar. Aunque mueran, como ya lo están haciendo, civiles en el intento. Importan los puertos y asegurar la conexión terrestre de Crimea, pero también continuar el avance sobre Kiev y recuperar la denominada, por el Imperio Ruso y la URSS, “capital del sur”.
Paradójicamente, un cañón inglés descansa ahora frente al ayuntamiento de la ciudad, en memoria de la derrota del zar Alejandro II en la Guerra de Crimea. Han pasado 166 años y ahora son los buques rusos los que apuntan desde el mar.
Selfies y alarmas antiáereas
Suenan las sirenas antiaéreas y nadie corre porque en la calle no hay nadie. Los milicianos se resguardan a paso lento, mientras los periodistas seguimos al encargado de prensa de las Fuerzas Armadas en la ciudad. O al menos en las manzanas que tienen tomadas los militares para responder de manera rápida un ataque anfibio desde el puerto.
Entre estas avenidas se encuentra la famosa Academia Nacional de Ópera y Ballet, que ya fue protegida durante la toma de Odesa en la II Guerra Mundial con ametralladoras en el tejado de las casas contiguas. Fueron 73 días de asedio que terminaron con la retirada soviética. ¿Un augurio, quizá?
Todo parece preparado cuando Sergey, así se llama el encargado de lidiar con los reporteros, pide apremio y no tomar fotos. En la lona de la entrada del bar se lee Men’s Club y Night Club. Los cuatro americanos ríen y preguntan “si va en el pack”. Varias decenas de escalones más abajo, una niña rubia con dos largas trenzas se sorprende al ver a nueve hombres entrando donde su madre y ella descansan.
Estamos en un local que el 20 de febrero anunciaba “no dejar indiferente a nadie” y sin duda ha cumplido su promesa. Es dantesco intuir la cama de alguien en el mejor sitio de la sala. Un sofá con las vistas privilegiadas de la barra americana donde las chicas perdían su ropa, y los hombres dinero.
Ahora es un refugio antiaéreo en el que los vasos de güisqui se usan para beber agua y tan solo un foco ilumina la sala parcialmente. Lo suficiente para ver a la pequeña señalando a dos extranjeros que se sacan selfis en la tarima con billetes en las manos.
La nueva carcajada al cambiar el móvil de ángulo provoca un gesto de desprecio en un periodista ucraniano. ¿Le importará la niña? Quizá le duela más pensar que esos tipos son los encargados de contar lo que ocurre en su país. O que cobraran más que él. O que justo encima tenemos a chicos de veinte años dispuestos a morir en las barricadas mientras los extranjeros siguen de vacaciones. Y encima pagadas.
El calor hace caer algunas bufandas. Los guantes se quitan y los abrigos se sueltan. No hay conversación bajo tierra. Pocos minutos después, el sonido de las cremalleras vuelve a escucharse. Sergey anuncia que podemos salir: la calle está limpia. Cuesta pensar que sea el último striptease de Odesa.
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