(ENVIADO ESPECIAL) Lviv (Ucrania)

Maxim le pide a Yevhen echar el pestillo del vagón cuando deje la mochila en la litera. Parece que va a contar algo importante, pero esto no es un viaje de negocios, ni hay propuestas de asesinato como en el mítico filme de Hitchcock. Tampoco es el temor de ser escuchado en un país en guerra en el que nadie está a salvo de no ser lo suficientemente patriota. Simplemente somos tres para un pequeño compartimento de cuatro literas y a Maxim le ha parecido demasiado.

Aunque no se conocen, llevan ocho años compartiendo las calles de Odesa y el fin de semana pasado tomaron la misma decisión: alejar a sus esposas de la artillería rusa. Los dos viajaron con sus familias a Lviv, la urbe más importante del oeste ucraniano, reconvertida en segunda capital desde la invasión dirigida por Moscú para tomar Kiev.

A salvo por fin de los buques que aguardan en el mar negro para lanzar un ataque anfibio y entrar en la ciudad, eligieron caminos distintos. El primero se despidió de su mujer en el límite con Polonia con la confianza de que, una vez regresado a casa, ella y sus hijos estuvieran ya en suelo europeo. Yevhen, sin embargo, condujo hasta Lviv donde su esposa aguardará en un hotel el desenlace de una más que probable batalla por el principal puerto comercial y militar ucraniano.

La ofensiva rusa desde el sur tiene varios objetivos: controlar el Mar Negro, castigar económicamente a Ucrania dejándole sin salida marítima, conectar Crimea con la Rusia continental a través del Donbás y continuar la invasión poniendo presión sobre Kiev desde norte, sur y este. Así se explican los fuertes bombardeos sobre Mariupol, donde los corredores humanitarios no han funcionado y miles de civiles llevan días sin luz ni agua, y la entrada en Jerson y Zaporiya.

La segunda huida

Con el chirrido de los railes y la complicidad de tener algo en común, Maxim y Yevhen descubren una última similitud que les hace reír y bromear en ruso: las suegras de ambos se han negado a dejar sus casas. Una en la propia Odesa y la otra en un pequeño pueblo de la provincia de Donetsk.

F.T.

De allí huyó Yevhen hace ocho años, tras comenzar el intercambio de disparos en la región del Donbás. Un conflicto que en Occidente se minusvaloró para mantener los lazos comerciales con Rusia y que ahora afecta a un país en el que parte de la población había olvidado la sangre derramada al este del territorio.

Así, al menos, lo entiende él: “Muchos creen que la guerra empezó hace diez días (doce ya, este martes), pero si vuelvo a Odesa es por no asumir que tengo que empezar de nuevo”.

Maxim deja unos segundos de pausa para mirar a su compañero, antes de encogerse de hombros y suspirar. Una insuficiencia cardiaca le exime de combatir y no sabe explicar por qué regresa. Lo único que tiene claro es que el ataque a la central nuclear de Zaporiyia le llevó a alejar a su familia de la región. La duda se queda en el aire cuando el azafato toca la puerta para repartir té.

Una tregua imposible

Cerca de la media noche y con diez horas de trayecto todavía por delante, en el vagón número ocho se vuelve a hablar de Putin, la fuerte influencia histórica y cultural rusa en la denominada Perla del Mar Negro y las declaraciones de Zelenski alertando que el Kremlin preparaba un ataque sobre la ciudad para el domingo o el lunes, que todavía no se ha producido.

Maxim no estaba al tanto, andaba demasiado ocupado trasladando a su familia y corriendo a la estación para coger el último viaje nocturno en un sistema ferroviario ucraniano en el que ya no se pagan los billetes. “Espero que al menos no nos pille en el tren”, resopla antes de echarse la manta encima y tumbarse a dormir.

Ambos comparten lo que muchos compatriotas repiten al ser preguntados en la última semana: la guerra será larga y dolorosa, aunque no contemplan otra opción. “Los primeros días creía que una negociación era posible”, confiesa Yevhen. “Pero la guerra ahora es como una ruleta. O ganamos o nos quitan la vida, pero no podemos negociar con un extorsionador”.

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