(ODESA, UCRANIA)

No sabe si vale más por su pericia al timón, o por su silencio. Pero Dennis lleva mucho tiempo ganándose la vida al mando de yates de lujo que surcan el Mediterráneo. A veces inicia el viaje en Turquía y Croacia. Otras, zarpa desde Odesa, su ciudad de acogida. Italia y las Islas Baleares, asegura, son paradas obligatorias.

O eran, porque la guerra tiene sus tiempos y reglas. Por un puñado de días, este “ucraniano”, nacido en la madre patria rusa pero llegado a ‘la capital del sur’ siendo un niño, no pudo firmar un nuevo contrato. Se quedó sin trabajo, sin ingresos y sin poder salir del país. La ley obliga a todos los hombres entre 18 y 60 años a permanecer en Ucrania para coger las armas en caso de ser necesario. Él tiene 44.

Lo cuenta apoyado en una pala clavada en la arena, a cinco kilómetros del centro de Odesa. Es su séptimo día acudiendo a esta playa para llenar sacos y ayudar al ejército con la construcción de barricadas. Su inglés le podría hacer perfectamente pasar por extranjero, pero la sonrisa al escuchar a un grupo de jóvenes cantando el himno nacional le delata.

Utilizada por turistas en verano, la pasarela de la playa la transitan ahora ucranianos cargados de arena. F.T.

Como él, todas las mañanas –llueva, haga frío o nieve—, casi un centenar de personas se desplaza para sumarse a la iniciativa. Organizados en pequeños grupos, normalmente de dos integrantes, cuentan con un mecanismo sencillo y eficaz: uno abre la bolsa y el otro introduce la arena. Son tres paladas. Chaf, chaf, chaf.

Los fardos se apilan alrededor, donde una tercera persona los cierra con un cordel y grupos de hombres los desplazan hasta el parking del club náutico. Después se lanzan al interior de furgonetas y camiones que los transportarán hasta el punto que las fuerzas armadas o el ayuntamiento solicite.

Llegan a primera hora y muchos se marchan cuando cae el sol. Todos son voluntarios animados a proteger sus casas. F.T.

La locura de Putin

Como símbolo de aprobación, una bandera nacional ondea en el horizonte, unos metros alejada de una muchedumbre dispar. La mayoría no se conocen, aparecieron el primer día por anuncios en redes y mensajes de Telegram, y aquí siguen. No importa que la noche anterior buques rusos atacaran con misiles la costa en el sur de la región. No hay miedo.

Tengo que ayudar a nuestros hombres. A nuestro ejército. Protegerles”, telegrafía Dennis. Una idea que repiten Tigran, Nikita y Zhenya, tres jóvenes de 20 años que trabajan al lado. O Viktor, otro marino, de 65, que le ha acompañado. Aunque este último especifica que lo hace por su familia: “Están en Odesa y cuantos más obstáculos, mejor”.

Margarita ofrece zarzaparrilla y bebidas calientes junto con dos amigas más. Al lado, un bidón de gasolina ardiendo calienta a los que deciden tomarse un respiro. Toda Ucrania trata de ayudar a su manera. F.T.

Con el apoyo de amigos que forjó trabajando las olas y el lujo, Dennis sacó a su esposa y su hijo de 12 años de Odesa. Más tarde de Ucrania. Y Rumanía, Hungría e Italia. Ahora, descansan en París, alejados de unas bombas que se intensifican contra civiles en el sur.

“Todo el mundo desea que la guerra termine pronto, pero nadie conoce los planes del puto Putin. Nadie sabe qué tiene en su cabeza. Está completamente loco”, lamenta. “Tenemos que adaptarnos, juntar fuerzas y trabajar para la ciudad”.

Unidos por el enemigo

Dennis recuerda que el 23 de febrero se fue con una sonrisa a la cama, pensando que la invasión jamás ocurriría. Horas después, su mujer le despertó con tres palabras: “Putin ha atacado”. Y todo cambió. Aunque lo más doloroso fue el silencio de sus excompañeros en un sector donde los magnates rusos abundan. Tampoco le llamó su hermana, que sigue viviendo en el país que le vio nacer.

“Qué pasa, ¿tienes miedo de saber la verdad?”, cuenta que le dijo en la primera y última conversación que tuvieron. La inició él, convencido, dice, de que allí saben lo que ocurre a este lado de la frontera. Historias de incredulidad y familias rotas repetidas estos días a lo largo de toda la geografía ucraniana.

Hasta hace unos días, los sacos se rellenaban con cuatro paladas, a veces más. Sin embargo, los voluntarios se dieron cuenta que la fatiga al cargar los camiones era menor aumentando el número total, pero reduciendo el peso. F.T.

“Lo único bueno que ha hecho Putin es unirnos como nación. Sabemos que no nos podemos rendir”, sostiene.

A unos pocos metros, Margarita y dos amigas reparten cafés, tés, zarzaparrilla y cacahuetes a los porteadores que se toman un respiro. Nadie quiere quedarse en casa. Y los que no pueden levantar peso o empuñar armas, asisten al resto.

“Sabes, aquí tenemos una broma entre nosotras. Cuando nos preguntan por qué no tenemos bombas nucleares, respondemos: ‘¡Porque no las han pedido a los voluntarios!’”, ríe bajo miradas sonrientes. Un movimiento civil que sujeta a Ucrania en muchos flancos. Tras tres semanas de invasión, la moral no decae, aunque, si fuera por entusiasmo, no hubieran perdido un metro de tierra.

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