Cuando el silencio de los muertos hace hablar a los vivos, las guerras cambian de escenario. O, al menos, aquellos que las padecen. Desde hace semanas, los cadáveres se acumulan en las morgues de los principales frentes del territorio ucraniano. Ciudades como Járkov o Mykolaiv ya han vivido jornadas en las que, bajo el fuego de la artillería rusa, centenares de cuerpos colapsaban sus instalaciones, dejando a los centros forenses sin bolsas para transportar y devolver a las familias sus fallecidos.
También hay otras como Dnipro, la última defensa natural de Ucrania, reconvertida en el principal eje de acogida para desplazados internos y ayuda humanitaria en el este ucraniano. Rodeada por otras regiones en disputa -Járkov, Donetsk, Zaporiyia o Jersón-, los hospitales y morgues de Dnipropetrovsk son desde hace días el destino de gran parte de los heridos y difuntos del norte, sur y este del país. También de los rusos. Al menos así lo aseguró el teniente de alcalde, Mykhailo Lysenko, a la CNN, confirmando la existencia de neveras con restos de 700 soldados rusos.
Una realidad que ha cambiado el día a día del principal instituto de medicina forense en la cuarta ciudad más importante de Ucrania. Un mes después del inicio de la invasión lanzada por Putin, los difuntos de la Covid-19, han sido sustituidos por militares. “Alrededor de un 90%”, especifica Ilya Stavrati, oficial de las fuerzas armadas ucranianas. “Los camiones llegan llenos de cadáveres. Brazos, cabezas, pies… en muchas ocasiones son irreconocibles”.
Durante el fin de semana, los operarios no han dejado de descargar furgonetas con féretros vacíos que, una vez cerrados, otros vehículos transportarán a la región correspondiente para su ceremonia de honor. Muertos tan solo desvelados por funerales y entierros, cuyas cifras reales son difíciles de verificar. Tampoco han sido facilitadas por el Ministerio de Defensa ucraniano ni el equipo de comunicación del presidente.
“El ánimo depende del mensaje, pero la gente necesita abrir los ojos, no propaganda”, afirma el joven de 28 años nacido en el Donbas. “En esta guerra (los soldados) vivimos en medio de un triángulo televisivo entre Rusia, Ucrania y Bielorrusia. Algunos dicen que no existimos o que somos animales, y otros ni siquiera nos sacan en las noticias cuando un compañero fallece”, critica.
No muy lejos de Stavrati, fuma Andrey Karpenko. Actor, director y miembro de la Guardia Nacional, se ha dado a conocer en las fechas tras enviar vídeos recitando poemas a sus compañeros de armas de todas las trincheras. Tiene tantas ganas de hablar que saca su móvil personal para utilizar el traductor.
“Todas las regiones están siendo castigadas, sufren bajas, pero es la única forma de defender Ucrania. Las familias lo entienden. Lo más difícil es abrir una bolsa y ver a gente que conocías, sin embargo, todos los guerreros tienen que descansar en casa”, dice recomponiéndose tras mostrar su teléfono con mano temblorosa y emoción en la voz.
La unidad y la fe en la victoria no se resquebrajan, no obstante, el cansancio y el dolor comienzan a vislumbrarse en las palabras de todos los que conviven con la muerte sin saborear la victoria. En las últimas horas, el Ministerio de Defensa ucraniano ha anunciado que, 38 días después, toda la región de Kiev vuelve a estar bajo su control.
Una noticia publicada junto con la amarga declaración del alcalde de Bucha y las actualizaciones de fallecidos en el sur. Al parecer, 300 personas se encontrarían enterradas en fosas comunes en uno de los suburbios de la capital, a los que habría que sumar cerca de 40 fallecidos en el ataque con misiles al edificio de la administración de Mykolaiv, donde en primera instancia tan solo se reportaron heridos..
“El mundo debería verlo, saber lo que ocurre”, expresa Stavrati, excusándose por la burocracia que impide el acceso total al instituto forense. Los trabajadores remiten al director, el director al ayuntamiento y desde el consistorio descargan responsabilidades en la administración militar. Estos últimos sostienen que tanto el hospital general como la morgue no dependen de ellos.
Sin embargo, aunque lo hagan en susurro, los soldados empiezan a querer hablar. En algunas ocasiones para ocultar sus palabras a familiares que aguardan el féretro, otras para que no les oigan sus compañeros.
“Rusia nos ha robado todo. Ciudades, vidas, planes de futuro…”, lamenta Stavrati, mientras muestra un rosario blanco que cuelga del cuello junto a su chapa identificativa.
-¿Eres creyente?
-En la guerra toda religión es buena - responde encogiéndose de hombros.
Nacido en Horlivka, a escasos kilómetros de la línea enemiga en el Donbás, hace un mes que le enviaron a Dnipro, tras servir en uno de los enclaves actuales más peligrosos. Su nueva función poco tiene que ver con el grado de Derecho que obtuvo en la universidad, el puñado de idiomas que chapurrea, o su desempeño en el batallón.
Cadáveres que, sumados al dolor de familias de compañeros, le recuerdan que cualquiera de los que salen en una caja de madera podrían haber sido él.
“Y aún así, aquí estoy, trabajando con los muertos”, aunque, dice antes de parafrasear su película favorita, “todo día que siga con vida es un buen día”.
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