Las huidas, la muerte, el amor. En la guerra todo sucede con prisa, excepto el tic tac del tiempo. Donde antes correteaban los hijos de un líder ultraderechista, ahora caminan en círculos hombres inquietos a la espera de una llamada que no llega.
Ya son cuatro días y tres noches en un piso franco para combatientes internacionales, y los cigarrillos se encienden con la colilla del anterior. El reloj parece haberse detenido en una guerra que no cesa. Las morgues están llenas y se prevé una batalla sangrienta en el este del país.
Al Donbás, precisamente, querían ir Jraven, Zerdesk y Kyle. También otros extranjeros con los que ha tenido contacto EL ESPAÑOL. Aguardan en Kiev a la espera de firmar un contrato que les evite problemas legales al regresar a su país. El dinero, realmente, no es gran cosa en comparación con las ofertas que reciben de compañías privadas para pelear en el norte de África. Ellos, insisten, no son mercenarios, lo hacen por la defensa de Ucrania y Europa.
Un trabajo fronterizo entre la moral y el pan, sin el glamour que las palabras y los medios de comunicación acostumbrar a reflejar. Los puros y el alcohol que agotaron en la que, pensaban, sería su última cena lejos de las trincheras, tenían tintes de celebración.
Han pasado 48 horas, y no quedan vicios, tampoco ganas de bajar al supermercado. Solo Netflix, caramelos y tabaco. Ordenan comida a domicilio con tal de no calzarse las botas. Llevan días cenando frío en la octava planta de un bloque de viviendas sin calefacción. La primavera aprieta, y las noches se pasan con el abrigo bajo las mantas.
Juego del silencio
Antes de apretujarse en camas estrechas, toca conocerse en una cocina en la que nadie se atreve a hablar claro. Ni siquiera el dueño de la casa, que ha tardado poco en darse cuenta de que ninguno de los invitados comparte su ideología. “Se entera mi abuelo que estuve en Azov con los nazis y me abre el cráneo. Nacionalismo sí, pero yo odio a los fascistas. ¿Tú que opinas?”, lanza Zerdesk, un francés de 20 años con experiencia en la armada gala y en milicias iraquíes que luchan contra el Estado Islámico.
Preguntas que incomodan en un juego de silencios. Dar el paso equivocado a estas alturas tiene un coste y ni los combatientes ni el enlace con las milicias, ni tampoco el periodista que escribe estas líneas, están dispuestos a pagarlo.
Un territorio ambiguo en el que se mueven los obreros del fusil. Ellos quieren pelear y grupos nacionalistas como Svoboda, Pravy Sektor o Azov tienen unidades militares en las que enrolarse y poder combatir. El beneficio es mutuo: los primeros alcanzan su objetivo de llegar al frente, los segundos obtienen poder, influencia y reconocimiento internacional. Blanqueamiento, incluso, apuntarán algunos.
Sin embargo, tampoco les interesa un muerto que porte en el bolsillo un pasaporte en otro idioma. Por eso, sus peticiones acaban convirtiéndose en ‘el vuelva usted mañana’ del este de Europa. El abogado, los papeles, el comandante… siempre ocurre algo y la tensión resquebraja la confianza en el conseguidor del grupo. Si el conflicto tuviera un sobrenombre, para los extranjeros sería “la guerra de las promesas incumplidas”.
Sin miedo a la muerte
El Ministerio de Defensa ruso anunció al comienzo de la invasión que cualquier voluntario extranjero sería tratado como mercenario, es decir, que no serán considerados prisioneros de guerra ni tratados bajo las normas de la Convención de Ginebra.
Esta semana se ha conocido el caso del británico Aiden Aislin, cuya unidad se quedó sin comida ni munición en Mariupol y decidió rendirse. Casado con una ucraniana e incorporado a los marines del país desde 2018, ya se han filtrado los primeros vídeos de su detención.
La característica sonrisa que lucía en redes sociales ha cambiado por una cara magullada con un feo corte en la frente. Aunque la presión mediática puede que le haya salvado la vida.
Historias como la suya, y los vídeos que han visto la luz de crímenes de guerra cometidos por soldados ucranianos, auguran un difícil destino a los que vienen a batallar a Ucrania, en caso de ser apresados.
–¿Ves esto? –pregunta Zerdesk metiéndose la mano en el bolsillo superior de la chaqueta–. Yo siempre guardo una bala en el pecho por si me atrapan los rusos.
–No te extrañes, en el frente yo también llevo una –confiesa Kyle, su compañero británico–. No tengo miedo a la muerte, pero no quiero ser decapitado. Al menos que sea con dignidad.
Conversaciones alejadas del honor y la gloria. Son jóvenes hambrientos que huelen mal y que, tras varios días juntos, separarán finalmente sus caminos por la mañana. Kyle se unirá a Francisco, un veterano de las YBS español, para desplazarse hasta Dnipro y tratar de unirse a la Legión Georgiana que les ha prometido llegar al Donbás. Jraven permanecerá en el piso esperando la aceptación de Svoboda —partido político de ultraderecha con milicia propia— y Zerdesk, después de entrar y salir de varias unidades, será el primero en marchar, dirección Járkov.
Lealtades ambiguas en un futuro incierto. Todos quieren luchar, aunque ni sus familias ni amigos lo entiendan. Europa parece haber olvidado que morir es fácil y forma parte de las reglas del juego. Mañana es Domingo de Resurrección, ellos parecen tenerlo claro.
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